Luis Barragán. Voces y ecos de la modernidad arquitectónica mexicana
Al acceder a la sala principal de la casa propia del arquitecto mexicano Luis Barragán (1902-1988), se tiene la certeza de haber recibido el beneficio de una revelación mística: allí, rodeado de sus objetos personales, de su butaca preferida, de su biblioteca, se siente y se comprende una rara cualidad que permea su arquitectura: ella se conforma de dualidades y ambivalencias. Es, a la vez, sólida e inmaterial, pesada y etérea, abstracta y figurativa, simbólica y concreta, apacible en su presencia y dinámica en su funcionamiento, plena de referencias tradicionales, pero sin dudas, absolutamente moderna. Es voz propia y eco de otras voces anteriores. Su casa, como los famosos conventos-fortalezas del siglo xvi mexicano, es ella y más: es refugio y fortificación que protege al hombre no sólo de la intemperie sino, sobre todo, de las múltiples agresiones de la vida y la ciudad contemporáneas, remanso diseñado como eficaz defensa y salvaguarda de la privacidad y la paz mental de su morador.
En ese interior espacioso, acogedor, casi mágico, luego de admirar un grabado de tema arquitectónico de José Clemente Orozco, iluminado por la luz proveniente del jardín a través de un gran ventanal de vidrio cuyas juntas conforman una cruz –referencia evidente a la religiosidad mexicana–, se recuerda uno de los conceptos preferidos del arquitecto, en confirmación de su visión dual: la casa debe parecer un jardín, y el jardín, una casa. En ese espacio se disfruta de un fenómeno raramente conseguido con tal maestría en la arquitectura moderna: la disolución, en la perfecta medida, de los límites y las barreras entre interior y exterior, sin que ninguno de ellos haya perdido su esencia. Así sucede también al culminar el recorrido en el patio-azotea de la residencia: se camina sobre el nivel máximo de la edificación, pero no se percibe el entorno citadino: la sola visual posible es vertical, escapa hacia arriba, y lo único que se puede apreciar es el paisaje siempre cambiante del cielo enmarcado por los muros circundantes, altos, coloridos y texturados, que lo remiten a uno, de nuevo, a la idea de protección y aislamiento, y lo transportan, mentalmente, desde la contemporaneidad de la arquitectura de vanguardia, hasta la tradición de las antiguas haciendas mexicanas.
Barragán fue una figura excéntrica dentro de la modernidad arquitectónica, lo que explica parcialmente su tardío reconocimiento internacional. Sin embargo, más de veinte años después de haberle llegado éste, el inexorable paso del tiempo confirma la certeza con la que el jurado del prestigioso premio Pritzker decidió otorgárselo en 1980: se trataba de un quehacer único en el panorama arquitectónico de aquel entonces, un solitario creador cuya obra, breve en cantidad pero abundante en intensidad y significados, apuntaba a trascender las veleidades de la moda para convertirse en referencia permanente y obligada de lo mejor de la producción artística latinoamericana del siglo xx.
El Pritzker, equiparado insistentemente al Nobel en otros campos, se convirtió, desde su creación en 1979, en el más importante y codiciado galardón que un arquitecto pudiera recibir. En su primera edición había sido premiado el norteamericano Philip Johnson, lo que sentó las bases de un reconocimiento las más de las veces entregado –no siempre con justicia– a los rutilantes profesionales del star system provenientes, en su mayoría, de países del llamado “primer mundo”. El hecho de que el segundo premiado fuera un latinoamericano, poco conocido hasta entonces, permite suponer el asombro de los miembros del jurado por el descubrimiento de una obra insólita por su lirismo, en un momento en el que el cinismo posmodernista reinaba en el quehacer internacional, imponiendo un vocabulario basado frecuentemente en una interpretación superficial de la historia, en oposición a la esencia creativa y a la profunda búsqueda integradora de modernidad y tradición que definen los contenidos de la arquitectura de Barragán.
En su discurso de recepción del premio, leído con elegante sencillez y respetuosa humildad, Barragán definiría las bases de su personal entendimiento de la arquitectura, en lo que sería ocasión entonces para el asombro no ya de un pequeño grupo de especialistas sino de la comunidad arquitectónica mundial, al usar términos y conceptos que poco tenían que ver con las maneras de hacer –primero vacíamente abstractas, luego empalagosamente figurativas– que se habían desarrollado desde los años cuarenta del siglo xx y hasta entonces. Barragán, al armar la estructura de su discurso teórico como una secuencia de palabras y definiciones con una base teórica en apariencia “fuera de moda” pero para él vigente, de modo total, evidenció cómo toda su búsqueda profesional, desplegada desde la individualidad solitaria de los creadores imposibles de clasificar, había tenido un sólo objetivo supremo: la consecución de la belleza porque, en sus propias palabras: “la vida, privada de belleza, no merece llamarse humana”.1 Otros conceptos enunciados en la misma ceremonia de recepción definen aún más a Barragán como un creador autónomo y excepcional: allí habló de religión y mito, del valor del silencio y la soledad –“solo en íntima comunión con ella puede el hombre hallarse a sí mismo”, expresó–, de la serenidad y la alegría, de la muerte, y de la nostalgia. Su arquitectura, en consecuencia, está hecha a partir de elementos intangibles, aunque se exprese en lo visual mediante contundentes planos, exquisitos detalles, ásperas texturas e intensos colores. En su discurso se refirió de manera explícita sólo a dos componentes físicos, concretos –aunque cargados de evocaciones simbólicas– de sus obras: los jardines y las fuentes, a los que otorgaba la máxima importancia. Respecto a los primeros, Barragán entendía que una condición inexcusable de todo jardín era “aunar lo poético y lo misterioso con la serenidad y la alegría”, y prefería a Ferdinand Bac tanto como referencia de proyecto como en la definición, que gustaba citar: “El jardín alberga la mayor suma de serenidad de que puede disponer el hombre”.
En el agua de las fuentes, combinada con la densa vegetación de sus relajados jardines y los espesos muros de su elegante arquitectura, Barragán encontró su mejor aliada para la creación artística. El agua, una, y a la vez siempre mutante, le permitió reforzar en sus obras el contenido dual mediante lo real y su doble, reflejado en el espejo líquido proporcionado por las fuentes. La experiencia sensorial contemplativa se complementa y culmina sonoramente con el persistente rumor del agua circulando, cayendo u ondulando, proporcionando, en palabras del arquitecto, “una apacible sensualidad”. Barragán apuntaba cómo en sus sueños y en sus recuerdos de infancia, los aljibes de las haciendas y los brocales de los pozos de los patios conventuales eran presencia recurrente. De allí, de los sueños y los recuerdos, los trasladó a su arquitectura.
La trayectoria de Luis Barragán representa una permanente búsqueda de la modernidad a través de la propia tradición local, lo que se evidencia desde sus primeras realizaciones neocoloniales de los años veinte hasta sus obras maestras construidas en la década del cuarenta, e incluyendo, paradójicamente, su breve período racionalista de los años treinta. Otro gran mexicano, el premio Nobel de Literatura Octavio Paz, escribió: “En mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está afuera sino adentro de nosotros”.2 Esas palabras definen también la poética estela trazada por Barragán en su propia persecución de la modernidad desde la soledad creadora, envuelto en el austero silencio de la meditación profunda, y usando, como materia prima, los ecos de las voces de sus antepasados.