Octavio Paz y la crítica de arte
La escasez de estudios sobre el arte continental es el contexto teórico sobre el cual actúa la aportación crítica del poeta Octavio Paz. En el Primer Encuentro Iberoamericano de Críticos de Arte y Artistas Plásticos celebrado en Caracas en junio de 1978, la especialista Marta Traba señaló que hasta esa fecha sólo se habían escrito siete textos de carácter panorámico sobre el arte en América Latina.
Después de tres décadas no creo que haya cambiado mucho la situación; me induce a ese razonamiento el comentario de otro reconocido estudioso, Federico Morais (1990: 8) quien, en un texto abarcador sobre el arte del continente, hizo una nueva relación de títulos que reafirmó el criterio de Traba. En una visión consensuada de este juicio, cito al teórico peruano radicado en México, Juan Acha (1991: 33): “El problema quizá más importante que actualmente enfrentan las artes visuales de nuestra América es la falta de un pensamiento visual autónomo que las nutra y las renueve. Porque esta autonomía tiene que ser el obligado primer paso de nuestros esfuerzos de independencia artística y de la consiguiente autodeterminación estética”.
Si a esto añadimos la estrecha dependencia que la cuestión visual ha tenido del medio literario puro en América Latina durante todo el siglo xx, asunto no difícil de corroborar en una revisión hemerográfica, sería lícito admitir el estrecho vínculo existente en nuestro hemisferio entre la literatura y el mundo de la plástica o la visualidad. Para otro especialista y artista a su vez, Pablo Helguera (2003: 1), en Latinoamérica ha sido vital estudiar dicha relación puesto que “los escritores fueron una fuerza primordial en la construcción de los modelos de soporte de la cultura”.
Paz estuvo consciente de esta situación al decir, en más de una ocasión, que “la crítica de los poetas es parte de la historia del arte moderno de México”. Me parece oportuno entonces intentar una suerte de conceptualización acerca de su “crítica poética de arte”.
Puede que el punto de arranque esté en los escritos de Ortega y Gasset, sobre los cuales han meditado, siempre en condición de textos pioneros sobre la crítica de arte en el continente, quienes se han interesado en estos temas. En La deshumanización del arte, Ortega (1925: 57) ofrece una pauta de múltiples seguimientos cuando dice: “El expresionismo, el cubismo, etc. han sido en varia medida intentos de verificar esta resolución en la dirección radical del arte. De pintar las cosas se ha pasado a pintar las ideas: el artista se ha cegado para el mundo exterior y ha vuelto la pupila hacia los paisajes internos y subjetivos”. De inspiración kantiana, las tesis de Ortega conducen a pensar que la interpretación del arte puede o debe crear enigmas simultáneos o paralelos a los de los artistas visuales, un campo abierto para la crítica de arte, la que según él está disponible “para imaginar hipótesis que los expliquen, que los interpreten”.
A su vez, Pablo Helguera (2003: 67) señala:
En términos prácticos, el discurso estético se aplicaría de una manera en que la mente literaria –que viene a socorrer a la filosófica– se presenta como la tácita decodificadora de la meditación plástica. Tal percepción da lugar, por supuesto, a la gran libertad interpretativa que los escritores se toman para abordar las obras, creando a su vez un género híbrido entre la crítica y la meditación poética. Es en este punto en que la labor de Los Contemporáneos en México, precedida por los escritos telúricos de José Vasconcelos, y continuados por el Prometeo de Justino Fernández, de 1945, crean las condiciones para la irrupción de tres creadores literarios que conformarán la crítica poética de arte: Luis Cardoza y Aragón, José Lezama Lima y Octavio Paz.
La crítica poética que comienza a gestarse con Cardoza y Aragón, Lezama y Paz carece de formulación metodológica del arte; el mismo Cardoza (1987: 149) se refiere a algunos críticos profesionales en términos bien despectivos,1 lo cual favoreció la preferencia de una expresión literaria donde las impresiones del crítico –directas, emotivas, cultas y en buena medida relacionadas con el gusto– predominaban sobre las consideraciones teóricas y academicistas. Interrelacionada con otras disciplinas como la filosofía, sociología y la sicología, esta forma de abordar el arte sí cuidaba de manera particular la belleza del lenguaje, apoyado en la inspiración poética de las imágenes.
Desprendiéndose gradualmente del punto de vista eurocéntrico, y analizando una producción simbólica carente de estudios serios, estos críticos no pretendieron gestar teorías o conceptos clasificatorios sino pensar el fenómeno del arte y sus procesos desde imágenes de alto vuelo literario, nutridas de una considerable densidad humanística, estableciendo la imagen poética como la mediadora entre la obra de arte y el lector. Así se fue gestando una creación literaria de valores propios volcada sobre el arte, una crítica capaz de cuestionar la pintura, de encontrar y descifrar enigmas creando otros nuevos, y generadora de una nueva naturaleza artística desde la percepción de la poesía, suficiente para elaborar una hermenéutica.
Una crítica que desdeñaba lo formalista, es decir, la simple enunciación de valores y defectos de lo examinado, y prescindía del simplista dominio de lo traducible, en función de gestar una nueva episteme. Si Lezama se refirió al animismo de lo cohesivo y al razonamiento reminiscente como formas de gestar una crítica creadora a partir de un nuevo logos de la imaginación, Paz se preguntó cómo escribir sobre arte sin abdicar de la razón, sin convertirla en servidora de los gustos del poeta-crítico. Antes que Paz se hiciese la pregunta, Cardoza (1987: 149) pareció responderle, cuando dijo: “Debemos ser suficientemente inteligentes como para siquiera desconfiar de nuestra inteligencia”.
En el caso de Paz debe recordarse su profesión de fe expresada en “El arco y la lira” (Obras Completas, I: 232): “La verdad no procede de la razón, sino de la percepción poética, es decir, de la imaginación […] el hombre es imaginación y deseo”, axioma que considero válido también para Lezama y para Cardoza. Los tres se sirvieron de la incomparable robustez de sus estilos y lenguajes respectivos, tan distintos como personales, y coincidieron en acercarse al hecho artístico con todos los sentidos, captando las palpitaciones inmanentes de la obra y desplegando sus meditaciones en piezas de elevada prosa poética. Sentidos, duda e imaginación en estrecha imbricación con los procesos artísticos, ésa fue la tentativa común y empeñada por separado de estos escritores. Sin embargo, y resistiéndome a la tentación de abundar sobre el tema (sobre el cual la Dra. Adelaida de Juan ha escrito suficientemente) es necesario decir que fue José Martí uno de los pioneros, junto a Baudelaire en esta forma de ver el arte desde el pensamiento poético.
Sobre el arte prehispánico, Paz realiza un ejercicio de arqueología visual intentando integrar el arte y las civilizaciones mesoamericanas a una comprensión actualizada, erudita y llena de interconexiones con sus estudios sobre literatura mexicana. Cuando califico de erudita su mirada sobre esta zona de las culturas precolombinas en Mesoamérica estoy diciendo que Paz parte de una revisión de las principales investigaciones realizadas con anterioridad por otros autores, tal es el caso de sus opiniones sobre las obras de especialistas como Nigel Davies acerca de los toltecas y la reseña al libro The Blood of the Kings. Dinasty and Ritual in Maya Art, de las historiadoras de arte norteamericanas Linda Échele y Mary Ellen Miller. Pero es en sus inmersiones en el arte mesoamericano como totalidad, escritas para catálogos de importantes exposiciones realizadas fuera de México, donde los estudios de Paz sobre esta zona del arte alcanzan una importancia sustancial dentro de su obra ensayística.
Su tendencia hacia los estudios antropológicos se evidencia en el texto “El arte de México: materia y sentido” (1987: 39-58), en el que Paz comienza por la significación de la estatua de la diosa Coatlicue, encontrada y desenterrada en 1790, mientras se ejecutaban obras municipales en la Plaza Mayor de la capital mexicana. El hecho de que considere a la diosa, figura religiosa, demonio, monstruo y finalmente obra de arte, ilustra, según él, la “progresiva secularización que distingue a la modernidad”. La prosa poética de Paz ilustra el camino que en un lapso de cuatro siglos la lleva del templo al museo, no sin antes hacer una advertencia necesaria: lo que hoy llamamos obra de arte, construcción occidental surgida en el período renacentista, era para las civilizaciones antiguas una designación equívoca, puesto que en realidad lo que sí representa es “una configuración de signos”. Esa pluralidad simbólica es –según Paz– la que le otorga la enorme connotación a dicha estatua como sentido cultural.
Cuando Paz señala que el arte sobrevive a las sociedades que lo crean, nos ofrece al mismo tiempo la ritualidad pétrea de aquellas civilizaciones: arquitectura, estatuas, y otras producciones artísticas o religiosas como puentes para acceder a una cultura de traducción del pasado, una forma de transmutación o metáfora del original. En el desandar de este camino hasta la modificación profunda de la visión que los mexicanos alcanzaron sobre su pasado señala el valor de la Revolución Mexicana. Para ilustrar la forma en que el presente revisita el pasado cita a López Velarde cuando escribió que México se descubría como “una tierra castellana y morisca, rayada de azteca”.
En la sensibilidad estética occidental Paz conjuga los hechos que permiten arribar a una visión nueva del mexicano sobre su historia y cultura: crónicas de los misioneros y navegantes españoles y portugueses, la admiración de los jesuitas por la civilización china, los filósofos de la Ilustración, la fascinación de los románticos alemanes por el sánscrito y la literatura de la India, “hasta que la conciencia estética moderna, al despuntar nuestro siglo, descubre las artes de África, América y Oceanía. El arte moderno de Occidente que nos ha enseñado a ver lo mismo una máscara negra que un fetiche polinesio, nos abrió el camino para comprender el arte antiguo de México”. Y concluye: “Así, la otredad de la civilización mesoamericana se resuelve en lo contrario: gracias a la estética moderna, esas obras tan distantes son también nuestras contemporáneas”. (O. C., VII: 46) Este tipo de reciclaje o juego temporal es característico de su ensayística. Paz utiliza su erudita comprensión de los procesos para establecer interconexiones en el tiempo y en las culturas.
Su panorama toca elementos importantes de la relación entre el presente y las civilizaciones mesoamericanas, entre la sensibilidad de uno y los símbolos del otro. Precisa que este arte es una lógica de las formas que se traduce en una cosmología, diferenciándolas de la cultura de las formas de la tradición helénica derivada en el renacentismo, que se basaba, como se conoce, en la representación del cuerpo humano.
Después establece las correspondientes diferencias del arte mesoamericano con el de Nueva España y el de México, en un repaso que considera al siglo xvi como el de la gran destrucción y, a la vez, de la construcción, y el siglo xvii, el período en que se adopta el barroco español transmutado y más rico, arquitectónicamente, que en la propia metrópoli. Por este camino llega al arte popular mexicano, denominación que considera vaga, aún cuando ubica en el neolítico el origen de una tradición que alcanza nuestros días. El texto finaliza con una nueva e imaginativa extrapolación: considera a México y a Flandes, dos extremos culturales de España.
En su pesquisaje sobre las culturas y el arte precolombinos hace constantes distinciones entre lo olmeca, lo correspondiente a Teotihuacan, lo maya y lo azteca, pero ese proceso diferenciador pretende dejar sentado lo que los acerca y de algún modo los une. Son admirables las extensiones de más alcance que escribe cuando recuerda a Coatlicue en Kali, a Hutzilopochtli y a Mixcóatl en Krisna, o reconoce la esplendente cultura maya en Polinawara y en Angkor, fenómenos de la comunión humana más esencial, y de los rastreos constantes de su peregrinar por el mundo interesando a muchos observadores y especialistas. Pero, desde el punto de vista del investigador que intenta penetrar su visión sobre el arte, privilegia el cómo más que el qué. De ahí su afirmación: “Me di cuenta de que la Modernidad no es la novedad y que, para ser realmente moderno, tenía que regresar al comienzo del comienzo” (O. C., VII: 29), es sin dudas la clave de sus búsquedas en el arte mexicano, tanto el prehispánico como el moderno.
Alberto Ruy Sánchez (1990), colaborador cercano a Paz y crítico de arte, ha apuntado un dato interesante: “Su descubrimiento pasional y poético del arte antiguo de México fue de cierta manera paralelo a la revaloración que el arte surrealista hacía de las artes primitivas, africanas o esquimales, por ejemplo”, lo que nos indica, de primera mano, cómo los estudios del poeta fueron una resultante de investigaciones particulares, a la vez que vivencias obtenidas en su infatigable vida social, en particular con las huestes surrealistas. Ya por estos años los escritos de Malraux sobre arte de Oceanía y otras regiones periféricas, así como su célebre Museo Imaginario, recorrían el mundo. Pudiera intentarse un cierto paralelo en los esfuerzos cartográficos del arte entre Paz y Malraux, estableciendo, como es natural, las diferencias correspondientes.
De cualquier manera y empatías aparte, los estudios pacianos sobre el arte de sus ancestros tuvieron, a lo largo de su evolución, múltiples formas de expresarse ya que en su importante ensayo sobre la obra de Lévi-Strauss y el estructuralismo (Paz, 1972: 34-35), las mismas figuras que fueron vistas desde el pensamiento visual, antes fueron examinadas como mitos, y en ambas tentativas la actitud intelectual resultó idéntica: descifrar los misterios de la historia antigua de México, otra de sus grandes obsesiones.
Paz evoca las piedras arqueológicas al mismo tiempo que la complejidad anímica de esos pueblos, su mentalidad, tal como señalaron varios de los comentaristas de esta zona de su crítica de arte en un esfuerzo investigativo que tiene rasgos de indagación científica, a veces se oculta en la floresta de su prosa poética. Pero no nos engañemos, hay mucho de lecturas especializadas, de muy bien escogidas referencias lectivas, a la hora de redactar sus elaborados textos sobre este arte ancestral. Se consideró así mismo el escritor mexicano que más escribió sobre el arte mesoamericano precolombino de su país y en ello no hay exageración ni equivocación. Si Pellicer examinó la cultura y el arte olmecas hasta la saciedad, el discurso de Paz fue mucho más vasto y profundo en matices historiográficos, antropológicos y culturales. Otro estudio, no éste, podría examinar las huellas que dejaron en la poesía de Paz, las imágenes precolombinas, que fueron muchas y que aparecen en poemas determinantes en su lírica (“Piedra de sol”, “Dama huasteca”, “Petrificada petrificante” y “Mariposa de obsidiana”, entre otros). Paz insistió en que los orígenes del arte moderno de su país son tres: la revelación de su cultura; el reconocimiento de sí mismo que trajo aparejado la revolución; y el diálogo que desde el romanticismo iniciaron los artistas de Occidente con el arte y la cultura de otros tiempos y latitudes, el “cosmopolitismo estético”, dicho con sus palabras.
Pero son sus opiniones sobre el arte hecho en Latinoamérica y sobre el arte contemporáneo en sentido general lo que, en mi opinión, más interesa del recorrido que efectuó, en uno de sus ensayos, por el grabado mexicano. Paz cita por primera y única vez, en su ensayística sobre arte, un libro de crítica de arte, Aventura plástica de Hispanoamérica, de Damián Bayón, al expresar sus opiniones sobre José Guadalupe Posada coincidentes con las del crítico argentino, pero sobresale esa consideración excepcional ya que poco conocemos de las lecturas de crítica de arte que realizó, que fueron muchas a saber por su erudición pero que el poeta mexicano deglutió y asimiló en su vasta comprensión de estos temas. Al final de este texto, Paz señala algunas características que, a su juicio, marcan la época del arte que vive: la velocidad con que aparecen y se propagan nuevas tendencias artísticas; el giro en el vacío y en torno a sí misma de las vanguardias, y la confusión de tendencias, modas y simulacros vanguardísticos. Concluye subrayando la paradoja y la gran contradicción del arte contemporáneo (término utilizado aquí en su acepción temporal exclusivamente): usar y abusar de términos como vanguardia y subversión mientras que sus actos y sus obras colindan más con la moda que con cualquier otra forma revolucionaria del arte, produciendo la fascinación a la vez que el equívoco, y demostrando la enfermedad constitucional que padece, lo que lo lleva a ser, según él, “la imagen viva de la muerte”. Gracias a esa enfermedad, dice, es imposible predecir “si el arte contemporáneo recobrará su vitalidad o si se degradará, como en los últimos años, en estériles repeticiones” (O. C., VI: 306-314), y sugiere como receta para recuperar su vigor el redescubrimiento del punto de convergencia (conjunción de los contrarios) entre tradición e invención.
Paz caracteriza el arte latinoamericano como un ente imposible de definir, y entonces habla de la riqueza de ese arte, en contradicción flagrante con la definición simplificadora anteriormente citada. Dice el poeta mexicano (O. C., VI: 306-314):
Como el de los otros continentes, el nuestro (el arte) se despliega en muchas tendencias y personalidades contradictorias. La dificultad para definir esta situación no procede de la ausencia de estilos sino de la presencia de muchos. Aunque la diversidad de escuelas, maneras y artistas individuales prohíbe toda generalización, hay algo en común a todas esas formas contradictorias: el espíritu que las anima”.
Y concluye que ser latinoamericano:
es un saberse –como recuerdo o como nostalgia, como esperanza o como condenación– de esta tierra y de otra tierra. El arte latinoamericano vive en y por este conflicto. Sus mejores obras, lo mismo en la literatura que en la plástica, son la respuesta a esta condición realmente única y que no conocen ni los europeos ni los asiáticos ni los africanos. El cosmopolitismo latinoamericano no es un desarraigo ni nuestro nativismo es un provincialismo. Estamos condenados a buscar en nuestra tierra, la otra tierra; en la otra, la nuestra. Esa condenación se resuelve en algunos casos en libertad creadora: ese puñado de obras únicas que, en lo que va de siglo, han creado unos cuantos latinoamericanos. La precisa y honda concepción de nuestras tierras americanas permitió a Paz concluir con altura el citado texto sobre el grabado latinoamericano, en el que desplegó algunas contradicciones, definió su idea del “fin del arte moderno” y cerró con una sugerente descripción de nuestro arte, el de América Latina.
La Habana, mayo de 2009
BIBLIOGRAFÍA CITADA Acha, Juan: “Hacia un pensamiento visual independiente”, en Hacia una teoría americana del arte, Serie Antropológica, Ediciones del Sol, Buenos Aires, 1991. Bayón, Damián: Aventura plástica de Hispanoamérica, FCE, México, 1975. Cardoza y Aragón, Luis: “Arte y crítica”, en Antología, SEP, México, 1987. Helguera, Pablo: “Los caminos de la crítica poética de arte en Latinoamérica”, en Columna de Arena, 12 mar. 2003, en www.universe-in-universe.de, tomado también del Boletín Arte al Día, del CNAP no. 80, julio, 2003. Morais, Federico: “Las artes plásticas en América Latina: del trance a lo transitorio”, Casa de las Américas, La Habana, 1990. Octavio Paz: Obras Completas, 14 tomos, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1994. __________: Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo, Joaquin Mortiz, México, 1972, pp. 34-35. __________: Los privilegios de la vista. México en la obra de Octavio Paz, FCE, México D.F., 1987. Ortega y Gasset, José: La deshumanización del arte, Revista de Occidente, Madrid, 1925. Ruy Sánchez, Alberto: “Itinerario de una mirada”, en Los privilegios de la vista, libro-catálogo, Centro Cultural de Arte Contemporáneo, México, 1990. Traba, Marta: “La tradición de lo nacional” (ponencia), en Catálogo del Museo de Arte Contemporáneo, Caracas, 1978.