- El Caribe: una ola, un abrazo, un festival…
MÁS QUE PAISAJE Y SONIDO, ESTA PARTE DEL MUNDO EMERGIÓ COMO LUGAR DE REFUNDICIONES POR ANTONOMASIA. UN ESPACIO SIN GUERRAS NI ODIOS, QUE DEMUESTRA QUE ES POSIBLE LA CONVIVENCIA, LA PLURALIDAD DE CREENCIAS Y DE COLORES EN UN MISMO ESCENARIO
En la minúscula isla de Guanahaní, en las Bahamas, el Almirante de la Mar Océana, Cristóbal Colón, conectó dos mundos en el estertor del siglo xv. El Caribe se erigió desde entonces en centro del mundo, en parteaguas de la historia universal.
A los habitantes autóctonos de las ínsulas, a los ibéricos que avistaron el Nuevo Mundo con ojos de conquista, pronto se sumaron los africanos. Comenzaba esa gran noche de la humanidad que fue la esclavitud. África llegó con la espalda llagada, pero con un poderoso canto en la garganta.
En plantaciones, barracones, casas señoriales, mercados… se generó la mixtura que distingue el rostro del Caribe. Emergió a golpe de violencia, tantas veces; y también a golpe de encantamientos. Los emigrantes asiáticos, árabes y de otras partes, agregarían sus marcas en diferentes etapas.
Más que paisaje y sonido, el Caribe emergió como lugar de refundiciones por antonomasia. Un espacio sin guerras ni odios, que demuestra que es posible la convivencia, la pluralidad de creencias y de colores en un mismo escenario.
El Caribe rebasa el concepto meramente geográfico y deviene marca espiritual. Puede tocarse en Campeche o Margarita, Belice o Puerto Príncipe, Montego Bay o Cartagena, pero también en la Florida o la Louisiana, Nueva York o París, Londres o Ámsterdam. El Caribe siempre va con su gente en sus sucesivas diásporas. Va con sus dolores, sus sabores, sus saberes. Sin rendirse jamás.
Jesús Cos Causse, conocido como «El Quijote Negro», es autor de textos esenciales a la hora de aprehender el cosmos caribeño, como el poemario La islas y las luciérnagas. Nadie mejor para definir al Caribe: «Es una parte del mundo con un sentido distinto que no tiene que ver con tambores y mulatas. Es un asunto sanguíneo, y, ante todo, la historia que nos define. Esa es la raíz secreta que nos comunica más allá de idiomas y razas, es la historia común, la identidad».
El maestro Eduardo Rivero, coreógrafo de esa gran síntesis danzaria que fue Súlkary y director de la prestigiosa Compañía Teatro de la Danza del Caribe, sostenía su creación en un pensamiento: «El eros se derrama en el Caribe. Hay una forma especial de ser caribeño. Aquí la gente baila hasta caminando, baila hasta cuando se sienta».
Aquí se habla en creole y calipso, en español y son, en francés y en café, en brea y bolero y ron. Y todos se entienden. El Caribe es Joel James, es Guillén, es Roumain. Son los Ureña. Y Walcott, Lamming, Andrés Eloy Blanco, Palés Matos, Lola Rodríguez de Tió, Aimé Césaire. Es Makandal transfigurándose. Es Carpentier nombrando «lo real maravilloso» que sale al paso.
El Caribe es el instante supremo de la libertad atrapado en la escultura de Alberto Lescay en el mítico poblado de El Cobre, en el oriente de la Mayor de las Antillas. Olla de fuerza, mano, flama, culebra, caballo, cimarrón. Es todo y cada uno de esos elementos.
Cada julio tengo la suerte de vivir en Santiago de Cuba el Festival del Caribe, la también llamada Fiesta del Fuego. Comenzó a principios de los ochenta como una descarga de las artes escénicas, como un pasacalle, un sueño… y es ya vitrina de la cultura popular y tradicional de la región.
La Fiesta del Fuego es cobija para poetas, intelectuales y artistas que no creen en centros ni periferias. La cultura vista como savia que corre por las venas, como aire que inflama sus velas. Gente que ama el sol. Gente que escribe, canta, danza, ama, saborea, vive.
A estas alturas, he visto de todo en el Festival del Caribe: al sable de Toussaint Louverture erguido en el cristal, sangre de chivo manando en el ritual, cinturas rompiéndose al ritmo de un merengue dominicano. Y al Nobel de Aracataca, García Márquez, firmando autógrafos hasta en la espalda.
A tres mujeres del Caribe rindiendo al mundo: a Sonia Silvestre, en medio de la tarde; a Lucecita Benítez, la jíbara de la alabanza; a Sara González, cantando la victoria. A Luis Carbonell, el acuarelista, pintando olas con la palabra. A Totó la Momposina. A Marta Jean Claude, mujer de dos islas, cantando, o llorando, o las dos cosas.
A la Stell Band de Trinidad Tobago, al vallenato, a las arpas llaneras. A los cueros sonantes, a los diablos danzantes, a la reina del carnaval de Aruba. A los muñecos gigantes de Pernambuco. A un diablo de paja quemarse frente al mar. A una ciudad irse detrás de una corneta china.
He visto de todo.
El Caribe es un grito de coral. Es una ola, un abrazo, un festival. Una llama que jamás se apaga.