Los antiguos cafetales francohaitianos: paisaje arqueológico de la humanidad
Cuando Jean Baptiste Rosemond de Beauvallon, guadalupeño radicado en París, llegó por mar a Santiago de Cuba en 1841, después de un interesante y azaroso viaje a lo largo de la isla, se creyó transportado a Francia, no solo por la apariencia pintoresca de la ciudad, parecida a otras de este país, sino también por el idioma que se hablaba por las personas ocupadas en diferentes tareas en la bahía y zonas vinculadas al puerto.
«…Y para completar la ilusión, desde que las piraguas de la villa abordaron nuestro barco, no se habló más que francés en torno mío. Era la primera vez en muchísimo tiempo que oía hablar la lengua de mi país. ¡Qué dulce música resuena entonces en el oído del viajero!»
En esta primera impresión que recibió el visitante se evidenciaba la presencia de una cultura diferente a la criolla e hispana existente en la región oriental del país. Su fuerte influencia tanto en el lenguaje como en la economía, la música, la danza, la literatura, la gastronomía, la religión, el arte, la arquitectura, los gustos y las costumbres alcanzó el ámbito citadino y logró un énfasis extraordinario en la zona rural.
La causa de este influjo fue el intenso proceso migratorio que generó el estallido de la Revolución Haitiana en Saint Domingue en 1791, desde finales del siglo XVIII, sobre todo en los primeros años del XIX, con el arribo de miles de franceses: militares, funcionarios, artesanos, comerciantes y hacendados, que viajaron con sus bienes y esclavos, unos, y otros con lo que llevaban encima y en ocasiones llorando la pérdida de amigos, parientes y hasta de su propia familia. Se establecieron fundamentalmente en Baracoa, Guantánamo y Santiago de Cuba, aunque algunos fueron a radicar a Pinar del Río, Cienfuegos, Nuevitas, etc.
En Santiago de Cuba fueron bien recibidos por el gobierno de la ciudad e incidieron en el florecimiento de la economía de la región. Muchos se desarrollaron en el comercio de forma acelerada, otros establecieron escuelas de dibujo, bordado, música, idiomas, geografía, baile, piano, etc. Levantaron un teatro en la calle Santo Tomás y un café concert en las alturas de Loma Hueca al que se le dio el nombre de Le Tivolí, todo de la mayor aceptación por las diferentes clases sociales de la ciudad. Fundaron un barrio en la mencionada zona, al sur de la ciudad, y convirtieron la calle del Gallo en una arteria típicamente francesa.
El desarrollo superior de los emigrados en relación a los españoles se evidenció en el arte, el comercio, la industria y en los diferentes órdenes de las costumbres y la cultura en general.
Los que no se asentaron en la ciudad se internaron en la Sierra. Sobre todo estos últimos, eran antiguos administradores o propietarios de plantaciones, quienes compraron -mediante diferentes formas de pago- al francés don Prudencio Casamayor, lotes de diez caballerías que él había adquirido anteriormente en los territorios que abarcan El Cobre, Contramaestre, Dos Palmas, Gran Piedra y Ramón de las Yaguas.
Los cafetales que se desarrollaron en ese territorio montañoso presentaban similares características, pero se distinguían sobre todo por el tamaño de las haciendas y el lujo de sus casas señoriales.
Por varias referencias de la época y con el análisis de las evidencias arquitectónicas que han llegado a la actualidad, puede asegurarse que las haciendas cafetaleras constituyeron monumentos de la ingeniería hidráulica, vial, de la arquitectura doméstica y productiva, que revelan la maestría de los ingenieros, alarifes, carpinteros y mano de obra esclava.
En su obra Cuba a pluma y lápiz, Samuel Hazard no deja de asombrarse de la elegancia y magnificencia de los cafetales orientales. Al referirse a los que visitó durante su viaje a Cuba en el siglo XIX contaba: «Después de los ingenios, los cafetales son los establecimientos agrícolas más importantes de Cuba, aventajando generalmente los segundos a los primeros en hermosa apariencia y cuidadosa labor.» La unidad típica de producción fue la finca de 10 caballerías con una producción media de 1 200 quintales de café y una dotación de 40 esclavos, aunque hubo unidades mayores que podían llegar a 30 caballerías y más, sobrepasar los 3 000 quintales de producción y con 100 esclavos de dotación. Cada hacienda cafetalera estaba conformada por cuatro componentes fundamentales: la red de caminos, la zona industrial, la zona habitacional (vivienda, almacén y jardines) y la zona agrícola. Generalmente poseía más de un dueño aunque solo radicase en él uno, que actuaba como administrador o propietario. Los beneficios eran repartidos en partes iguales.
El batey constituía el núcleo de la plantación cafetalera, y formaba un imponente conjunto de casas, naves, secaderos y tanques para el agua, rodeado de jardines y vergeles. Las construcciones se agrupaban en diferentes terrazas siguiendo un orden lógico: la instalación industrial en la parte más baja cerca del arroyo y la vivienda del dueño en la más elevada, pero buscando la mayor cercanía posible de sus partes componentes.
Algunos aspectos que se narran de la casa vivienda hacen imaginar el nivel de confort y el refinamiento que supieron llevar los franceses a las montañas: la existencia de chimeneas, enchapes de maderas preciosas cuidadosamente pulidas, gabinetes, salones de música y billar o biblioteca, persianas de madera de las llamadas francesas, etc., dándole a todo el conjunto un aire acogedor, el jardín de estilo italiano con naranjos y flores que aprovechaba con ingeniosidad los menores desniveles del terreno. La zona industrial contenía una serie de instalaciones que garantizaban la actividad productiva, dando respuesta al complejo proceso húmedo de beneficio del café. Por su carácter era la más elaborada desde el punto de vista arquitectónico y técnico-constructivo, ya que contaba con el batardó o represa, el acueducto industrial y doméstico, las albercas, los tanques de fermentación, los molinos, los tendales o secaderos y el horno de cal. La plantación de cafetos constituía la base económica de las haciendas y su razón de ser. Por lo regular abundaban en ella los árboles frutales que propiciaban sombra a manera de umbráculo al cafeto y a los cultivos menores de viandas y vegetales para el autoconsumo del asentamiento. A todo esto se incorpora el paisaje, una naturaleza paradisíaca que se interrelaciona con la obra del hombre. Lo que destaca es la adecuada y perfecta interpenetración, en la que el colono hizo sabio uso de ríos, arroyos y manantiales, de la accidentada topografía, de bosques y frutales para satisfacer las necesidades industriales y enriquecer su espiritualidad.
Las crisis económicas mundiales que motivaron el abandono de muchas habitaciones cafetaleras y los embates de la guerra de independencia cubana que sufrieron otras, motivó la decadencia de las mismas en la segunda mitad del siglo XIX. A pesar de estos efectos devastadores muchos propietarios fueron capaces de reconstruir sus haciendas y con posterioridad a 1899, a inicios del siglo XX, hubo una nueva inmigración hacia los cafetales.
Todo parece indicar que según avanzaba ese siglo fue incrementándose la reducción a ruinas de una gran cantidad de estas haciendas cafetaleras, así como la transformación de la actividad económica fundamental de muchas de ellas, lo que aceleró su deterioro. El abandono fue cerrando filas con la naturaleza, y la vegetación fue ocultando muros, escalinatas, canales, albercas y secaderos, el intemperismo destruyendo maderas y techos, llevando al olvido y reduciendo al silencio las evidencias materiales y espirituales de una cultura extraordinaria en aquel medio rural.
No es hasta la década del 40 del siglo XX que surgen las primeras motivaciones encaminadas a la investigación de las huellas que dejaron los caficultores en la zona oriental. Varios profesionales e investigadores, cuyos nobles intereses convergieron en el Grupo Humboldt, irrumpieron en aquellos parajes y realizaron planos de ubicación, de levantamientos arquitectónicos y tomaron fotografías. El camino iniciado fue retomado a inicios de los años 60 por el investigador Fernando Boytel Bambú, miembro de ese grupo, con la restauración del cafetal La Isabelica y la creación allí de un museo representativo del ambiente doméstico y productivo de un cafetal francés del siglo XIX, que recuerda la presencia francesa en la Gran Piedra.
En las décadas del 70 y el 80 otras entidades se sumaron al estudio e investigación de esta cultura en sus disímiles manifestaciones. Entre ellas la Casa del Caribe, la Facultad de Construcciones de la Universidad de Oriente, la Oficina de Flora y Fauna del Parque Baconao, la Facultad de Historia, también de la Universidad de Oriente, entre otras. Se realizaron limpiezas especializadas y sistemáticas a varios cafetales y se inició la restauración de la casa señorial de Fraternidad, en una acción conjunta entre la Oficina Técnica de Restauración y Conservación del Centro Provincial de Patrimonio Cultural, la Facultad de Construcciones de la Universidad de Oriente y el Grupo para el Desarrollo Integral de la Ciudad. El 30 de diciembre de 1991 fue declarado Monumento Nacional el conjunto de 94 asentamientos cafetaleros localizados en la provincia de Santiago de Cuba. Seis años más tarde se realiza la restauración de la casa vivienda y otros elementos componentes del cafetal Ti Arriba.
Finalmente, el 29 de noviembre del año 2000 quedó inscrito en la Lista del Patrimonio Mundial el Sitio Cultural Paisaje Arqueológico de las Primeras Plantaciones Cafetaleras en el Sudeste de Cuba. Este hecho se produjo en el transcurso de la XXIV Reunión del Comité de Patrimonio Mundial de la UNESCO, que se celebró en Cairns, Australia, entre el 27 de noviembre y el 2 de diciembre de ese año. Este bien cultural localizado al sudeste de las provincias de Santiago de Cuba y Guantánamo, fue inscrito atendiendo a los siguientes criterios:
• Las ruinas de los cafetales de los siglos XIX y principios del XX en el sudeste de Cuba son un testimonio único y elocuente de una forma de explotación agrícola en un monte virgen, las huellas de estos han desaparecido en el mundo. • La producción de café en el sudeste de Cuba durante el siglo XIX y comienzos del XX tuvo como resultado la creación de un paisaje cultural único, ejemplificando una etapa significativa en el desarrollo de este sistema de agricultura.
Esta decisión constituyó un reconocimiento de la humanidad a las evidencias de una cultura y de una forma económica singulares que incidieron no solo en las montañas orientales, sino también en la estructura de toda la sociedad de la región en la época. La alta distinción mundial contempla un territorio de 81 475 hectáreas con un área de protección de 35 900 ha, que representa parte de las provincias de Santiago de Cuba y Guantánamo y 171 testimonios de las antiguas haciendas cafetaleras en diferentes estados de conservación, de los cuales 139 se ubican en la primera provincia mencionada y 32 en la segunda.
Es importante destacar que en el vasto territorio santiaguero estos antiguos cafetales están en distintos estados de conservación. Todos presentan singularidades especiales del sistema habitacional y/o productivo, destacándose unos de otros, precisamente por el valor exclusivo de lo que conserva cada cual. Aparecen, muchas veces, en medio de intrincada maleza, asombrosas jardinerías con muretes recreando variadas formas geométricas (San Juan de Escocia), numerosas arcadas que sostienen a distintas alturas, el acueducto que transportaba el agua hacia diferentes zonas de producción o a la vivienda (San Luis de Jaca, Fraternidad, La Idalia), hornos de cal (El Olimpo, San Luis de Jaca, La Isabelica), amplios secaderos que se extienden en terrazas (San Juan de Escocia, Visitación, La Idalia, Fraternidad), trazados de acueductos adaptados a la topografía, que son verdaderas obras de ingeniería (Tres Arroyos, Fraternidad); casas de vivienda y casas-almacén (Fraternidad, La Isabelica, San Sebastián, Ti Arriba), tahonas, casas de café, etc.
La cultura material sobrevivida de aquellas magníficas haciendas cafetales en las estribaciones de la Sierra Maestra al este y oeste de Santiago de Cuba, levantadas en los comienzos del siglo XIX y hasta principios del siglo XX, representan el testimonio más valioso de la lucha del hombre frente a la naturaleza (en particular de los colonos franceses y haitianos), de su quehacer agroindustrial, de las genuinas expresiones culturales que allí vieron la luz, del esfuerzo, sudor y sangre de los africanos esclavizados que fomentaron la riqueza de aquellos amos.
La Sociedad de Tumba Francesa La Caridad de Oriente: Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad
Por: Laura Cruz Ríos
La Sociedad de Tumba Francesa La Caridad de Oriente, expresión músico, danzaria y lingüística, resultado de las culturas laborales lastradas por los siglos de esclavitud en el Caribe, llega al presente como huella indeleble de la personalidad de la región oriental cubana. Junto a esta, la Santa Catalina de Ricci, Pompadour, de Guantánamo y la Bejuco, de Sagua de Tánamo, sobreviven el paso del tiempo.
Portadoras de una auténtica tradición centenaria, diseñada por la economía de plantación cafetalera, las tumbas francesas entregaron al hombre esclavo un nuevo sentido del arte y de la vida, que supieron comunicar a sus congéneres, como resultado de la fusión en el Caribe, de la presencia del Dahomey africano y la Francia versallesca.
El sabio cubano don Fernando Ortiz definió a las tumbas francesas como « (...) producto previamente mestizado que adquiere entre nosotros nuevos matices al entrar en contacto con la cultura que se gestaba: La cubana. « (...) se fundía la sangre y los pigmentos y se unía en una misma riqueza la blanca azúcar y el negro café. » «La Tumba Francesa constituye, un importante capítulo del folklore Nacional de Cuba, de sorprendente vitalidad. » «Su música es bella, sus ritmos son peculiares y muy atractivos, sus melodías tienen el arcaico bouquet francés como el viejo rhum haitiano o el eau de vie colonial de los tiempos napoleónicos. »
Las tumbas francesas remontan sus orígenes al último cuarto del siglo XVIII, cuando los colonos caficultores franceses y francohaitinaos permitían a sus dotaciones de esclavos -en particular a los domésticos- bailar y cantar los días de los Santos Patronos, o en cualquier otra festividad. Fueron denominadas tumbas, y tumberos sus miembros, por estar compuestas musicalmente por tambores dahomeyanos -Benin- y por el propio significado etimológico del vocablo -tambor, tambú o jolgorio-; y francesas porque sus protagonistas originarios fueron esclavos que supieron guardar cierta identificación con sus propietarios franceses al asumir algunos de sus términos, atuendos y danzas.
Antes de 1895 en Santiago de Cuba proliferaron innumerables sociedades de tumba francesa, entre ellas: Tivolí, Cocoyé, Tiberés, Papiant o Papiante, Alto Pino, Palenque, entre otras. Todas ellas con iguales orígenes, en los secaderos de café.
Esta expresión de la cultura cubana, en su estructura morfológica, es el resultado de cabildos abiertos respecto a las otras mancomunidades de negros que existieron en Cuba. Durante la esclavitud estuvieron jerarquizados en una corte, formada por príncipes, princesas, marqueses, duques, capitanes, gobernadores o mayores de plaza y un rey o una reina como las más importantes figuras. Las tumbas francesas, aglutinaron no solo a los negros de nación, sino también a los esclavos, cimarrones o negros libres, naturales cubanos o africanos.
Con la abolición de la esclavitud en Cuba en 1886 y la posterior promulgación de la Ley de Asociaciones en 1887, a las tumbas francesas se les permitió reagruparse en Sociedades de Recreo, Socorro y Ayuda Mutua; conformadas a partir de entonces, por un presidente y una presidenta, los mayores de plaza y vocales; además de los miembros tocadores, bailadores, cantadores, quienes tuvieron desde aquel tiempo la oportunidad de ser, junto a sus descendientes, obreros asalariados en el desempeño de un sinnúmero de oficios.
Como sociedades mutualistas, las tumbas francesas, son depositarias de una cohesión, unidad e identificación interna espiritual, acompañada del respeto y la veneración a la herencia ancestral, como parte de toda su liturgia religiosa, cultura alimentaria, musical, danzaria y lingüística.
La Sociedad de Tumba Francesa La Caridad de Oriente posee su referente inmediato en el 24 de febrero de 1862 con la formación de la tumba francesa Lafayette, originaria de las plantaciones de los amos franceses Antonio Venet, con la finca Paz de Los Naranjos -Mango Tié-,y Salvador Danger, propietario de la hacienda San Nicolás, ambas en el Caney, de un lugar conocido como la Vuelta de Limoncito, en los altos de Villalón o el Palmar de Santiago de Cuba, en la antigua Jurisdicción de Cuba. En 1905 esta tumba francesa queda dividida en dos ramales: uno de ellos asume la condición de Sociedad de Tumba Francesa La Caridad de Oriente -según consta en los registros del Gobierno Provincial de Oriente para el asentamiento de las Asociaciones de Recreo, Socorro y Ayuda Mutua- como fusión de tronco familiar Venet-Danger; representado en el presente por su sexta, séptima y octava generación.
Al pasar a radicarse en la zona urbana de Santiago de Cuba, La Caridad de Oriente se asentó a inicios del siglo XX en la barriada santiaguera de Los Hoyos. Luego transita por varios locales de la ciudad, hasta recibir del Ministerio de Cultura el inmueble en la calle Los Maceos, esquina a General Bandera, donde se mantuvo por cuatro décadas. Recientemente, con la declaratoria de Patrimonio de la Humanidad, a esta sociedad se le otorga una nueva sede en la calle Carnicería, entre Trinidad y Habana, del centro histórico urbano de Santiago de Cuba.
La Caridad de Oriente llega al presente con sus tres grandes tambores o tumbas originales: un tambor premier, mamier o primer bulá, de sonido grave, agudo y como tambor principal; a su tocador se le identifica como mamamier y los otros dos secundarios los second o segundos bulá, conocidos además, por arcend, de tamaño más pequeño, a cuyos tocadores se les conoce como secondier o bulayer para los toques complementarios. Asimismo, utilizan una tambora o requinto, colgada al cuello y tocada por un bolillo para los toques del ritmo mazón y tahona o tajona, con que ganan las plazas del carnaval santiaguero. Cada uno de estos tambores fue confeccionado con madera recia y piel de chivo curtida. Del mismo modo que la percusión de las tumbas francesas va acompañada del catá o cataje, como instrumento básico de sonido penetrante y guía del ritmo, elaborado a partir de un tronco de madera recia, ahuecado al centro e interpretado por un par de palos o bolillos, también de madera. A su tocador se le conoce como catayer. Consuelo Venet Danger -Tecla-, nieta de esclavos, legó a esta sociedad la particularidad de que el catá pudiera ser interpretado por féminas. Para dar una mayor sonoridad y colorido a la orquesta y coro son utilizados preferentemente por mujeres, los cha-chá o marugas; confeccionados con metales blandos que se visten con cintas de diversos colores para su decoración.
Entre los toques y bailes de tumbas francesas predominan los ritmos y coreografías del masón y el yubá, en este último se sitúan antecedentes del guaguancó y la rumba cubana. Para los cantos se destacan los miembros del coro y como principal figura el composé quien improvisa al compás de los toques. Para La Caridad de Oriente este legado fue tributario de la inolvidable Gaudiosa Venet Danger -Yoya-, hija de Tecla y heredera de la presidencia de la sociedad que su madre le trasmitió. A ella, se le reconoce el mérito de componer muchos de los cantos de tumbas francesas que en la actualidad se escuchan en el país.
Hasta nuestros días, los cantos son interpretados en creole y español, con una enérgica fonética africana cargada de vocablos franceses, que identifican tradicionalmente el profundo sentido epopéyico, de rebeldía, identidad, lirismo, dramatismo y sátira de sus miembros.
Del mismo modo, llega al presente la tradición de que las mujeres vistan las elegantes batas de cola y corte princesa, con la cabeza adornada con pañuelos de atractivos colores conocidos como duván y sus hombros estén cubiertos por chales. Esta sociedad posee dos auténticos chales de seda y un collar de piedras de cristal de roca utilizado por la primera reina de la tumba Lafayette. Los hombres, por su parte, demuestran distinción al usar los broches en los lazos al cuello, las camisas de mangas largas almidonadas, chalecos, frac o guayaberas, pantalones de corte francés y calzado de pieles cerrados y con tacones que sustituyeron a las alpargatas esclavas. Todos estos atuendos, los diferenciaron del resto de los cabildos negros en Cuba.
Aún conservan la tradición culinaria de consumir platos como: el tasajo; aporreados de carnes; jigote; ajiaco; empanadillas; frituras de mariscos, especialmente de bacalao; harina de maíz salada y dulce; tubérculos hervidos, con mojo; congrí; bebidas como el ponche, aguardiente que no debe faltar nunca; otros rones cubanos, vinos y postres, muchos de los cuales son elaborados domésticamente por sus miembros.
En la actualidad esta sociedad está presidida por Andrea Quiala Benet, sobrina materna de Yoya y con el legado de ser composé, y por Flavio Figuero Padilla, como presidente y percusionista, además de Sarah Quiala Benet, como mayor de plaza. Veintiocho son sus miembros, todos descendientes de esclavos franceses y la mayoría reside en la comunidad donde se encuentra enclavada la sociedad.
Como importante mérito histórico, la Sociedad de Tumba francesa La Caridad de Oriente está orgullosa de reconocer entre sus antiguos miembros a los hermanos José y Antonio Maceo Grajales, Guillermón Moncada y a Quintín Bandera, próceres de la Independencia, evidencia de la participación de las tumbas francesas en la causa cubana contra el colonialismo español. Un documento atesorado en el Archivo Histórico Provincial de Santiago de Cuba corrobora la colaboración de los toques de tumba francesa la noche anterior al 10 de octubre de 1868, en el ingenio La Demajagua.
En 1979, esta sociedad admitió reconocerse simbólicamente por el nombre de Los Maceos-Bandera- Moncada, en modesto homenaje a sus generales mambises miembros.
La Caridad de Oriente ostenta importantes reconocimientos como La Bandera de Ciudad Héroe, otorgada por la Asamblea Municipal del Poder Popular, el Premio Nacional de la Cultura Comunitaria 2000, Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, 3 de noviembre del 2003 y Premio Nacional Memoria Viva 2004 . Se distingue además por su participación y reconocimiento a su labor en las XXV Ediciones del Festival de Caribe Fiesta del Fuego y la Jornada Cucalambeana, entre otras. En esta sociedad tiene el Caribe un importante instrumento científico para el desarrollo de las ciencias sociales; por su consagración a los más auténticos valores y decidida contribución mediante la Casa del Caribe en Santiago de Cuba, a los programas educacionales sobre la cultura popular tradicional de la región. En la Tumba Francesa La Caridad de Oriente, junto a las otras dos -Pompadour y Bejuco- se confirman la multiplicidad de las diversidades y singularidades de los tesoros humanos vivos, no solo de Cuba, sino también de la humanidad. Por sus valores excepcionales hemos de pronunciarnos en pro de su infinita continuidad, a partir de la transmisión generacional, de forma empírica y oral, de sus cantos, toques, bailes, fenómenos lingüísticos, culinarios y socioculturales, legados desde los finales del siglo XVIII y XIX y que la hacen merecedora del reconocimiento como grupo portador de la cultura popular tradicional cubana y universal.