La buena memoria
¿Que cuándo comencé en la poesía? Pues no acierto a encontrar el punto de partida. Tendríamos que saber de manera exacta qué es la Poesía o aún con más justeza qué es poesía. Más cómodo y menos riesgoso es asumir el elemental y gracioso juicio de mi madre, la cual contestaba siempre que me hacían aquella pregunta: “ella nació poetisa. Lo sé porque apenas aprendió a hablar ya cambiaba las letras de las canciones de cuna que, tanto su abuela como yo, entonábamos. Porfiaba, con mimo pero enérgicamente: - no, mami, cámbiala así que es más bonita – y según yo arrancaba con la misma música, ella, para asombro nuestro, incorporaba otra letra parecida pero no igual a la original y la adaptaba muy bien a la melodía y al ritmo”.
Mamá entonces le preguntaba a mi abuela: “¿De dónde saca esta criatura esas letras nuevas si solo ha escuchado las tradicionales?” Mercedes, que era más santa que abuela, replicaba: “no te preocupes, hija, es la Virgen María quien se las enseña cuando está dormida”.
Recordando estos dulces dislates pienso que quizás por eso cuando estudiaba el segundo grado en la escuela pública acostumbraba a escribir renglones cortos que no eran poesía pero sí intentos de rima y ritmo. La única vez queme regañó la maestra Ruperta (que era la directora y vivía frente a mi casa) fue cuando sorprendió un papelito que viajaba por el aula y que se refería a una compañera que falló su respuesta en la clase de Geografía. La adivinanza en cuestión expresaba algo así: No sabe donde está el Nilo Y es flaquita como un hilo
Mi verdadera tendencia hacia la Poesía comenzó durante un curso de Preparatoria para ingresar en el Instituto de Segunda Enseñanza. Fue entonces cuando tropecé amorosamente con Heredia, su obra lírica y heroica, y su vida que iluminó aquella primera adolescencia mía. Aprendí sus versos inflamados y patrióticos, y los repetía en actos y veladas estudiantiles. Cada vez que transitaba por el puente sobre el río San Juan me decía conmovida: por aquí pasaba él.
Por primera vez, quise concientemente ser poeta. Estaba estudiando algo de Preceptiva Literaria pero no tenía ni un solo amigo que intentara escribir. Los jóvenes literatos de ahora no pueden imaginar qué huérfanos éramos entonces sin preceptores o, al menos, gente afín con afanes similares, con intereses por el arte, la literatura, la cultura especializada en estos aspectos. Intenté el apoyo de mi profesor de Literatura, pero estaba aún haciendo una obra de ayer, al extremo de que mis balbuceos retóricos no le parecieron mal, razón por la que sospeché que ambos andábamos el mismo camino desacertado.
Posteriormente ingresé en la Escuela de Derecho de la Universidad de La Habana. Cinco años difíciles, de viajes cotidianos, pues seguía residiendo en Matanzas.
Mediaba el tercer curso cuando conocí a Fernando Llés Berdayes: filósofo, periodista y poeta, emparentado con mi abuela Mercedes, la cual sirvió de intermediaria y madrina. Supongo que Llés – talento y ternura – fue más generoso que sincero y terminó por prolongar aquel romántico engendro. La Poesía no se dio por enterada de este mal paso mío. Los cronistas de periódicos provincianos y algunos otros vitorearon la imagen rubia y juvenil, y saludaron con simpatía aquel advenimiento de cuyo parto estoy aún mal parada, pero este error me hizo adquirir la sensatez. Seguía yo dudando de todo aquel jaleo cómplice y envié dicho librito a un crítico literario, franco a más no poder, quien me espetó en una carta que guardo celosamente: “Lo único que sirve en el libro es su retrato” (Poco tiempo después me invitó a una cita).
Tan pronto entendí el sentencioso fallo me dije: ¿así que no soy poeta? Entonces supe cuánto amaba la Poesía. No era mi vanidad la lesionada. Absolutamente no. Estaba agónica como si me hubieran arrojado del paraíso. De repente supe que la Poesía era mi madre, mi hija, mi amante, mi amado, mi tierra, mi cielo... ¿Cómo vivir ahora en el desierto sin aquellas noches de ilusión en que palabras, a lo mejor sin juicio, armonía ni poder, me alimentaban emergiendo desde dentro de mí como si quisieran besarme por fuera y que también yo besara con ellas y su inocente juego a los demás?
Anduve mucho a solas, sin queja, en silencio, por calles y campos, por playas y lomas, coronada de estrellas o de lluvia, y entré en jardines, en hombres y en bibliotecas, y empecé a respirar con mayor pureza y tuve un aliento que venía de siglos, y con el que me rozaban Dante, Quevedo, Shakespeare, Bécquer, Whitman, Rilke, Martí, Darío, Machado, Alfonsina, Pablo, Vallejo, Federico, y comprendí humildemente que nunca podría ser como ellos, pero que aquel muro de sombras sagradas, aquel lírico coro embriagador, devolvía mi alma a su puesto y que eso era también un modo de tener la Poesía.
Y empecé a fijarme en cada cosa, en cada ser vivo o muerto, en cada música, en cada milagro de la naturaleza, en cada temblor del tiempo, en ustedes y no en mí, y llegó el amor disponiéndolo todo con su magia – dádiva suprema de la vida – y sin darme cuenta escribí, escribí tragando sueños, lágrimas, días; escribí, escribí otro libro que era de sed y de miedo , de agua y de luz, de soledad, de amor y no sé si de poesía pero al que, inesperadamente, le otorgaron el Premio Nacional y entonces, sin saber nada de poesía – como no lo sé tampoco ahora –, canté desde el sur de mi garganta y he seguido este sendero por donde ya nunca voy sola sino de la mano de mi pueblo.
Estoy completamente segura de que no fue la Virgen María quien me dictó mientras velaba mi sueño el “Me desordeno, amor, me desordeno”...