Cada DÍA es más común percibir que las relaciones del ser humano con la realidad, a veces escurridiza en su complejo transcurrir, se encuentran mediadas por una intrusa que hemos adoptado como extensión y nuestro más “fiel ojo”: la cámara de fotos, de vídeo o cine. La obsesiva necesidad de acumulación de imágenes propias y ajenas en memorias “portátiles”, en forma de chip o tapes, nos lleva a obviar o al menos desplazar la atención de lo que sucede, hacia su representación. Pareciera que sólo se tiene una relación más “intensa” con lo que ocurre si lo grabamos. En gran medida, esto se debe a la impronta de una cultura signada por la televisión, el cine, Internet y las comodidades que permitió el acceso a la autorrepresentación primero mediante la cámara fotográfica analógica, y más tarde digital y de vídeo, aún cuando actualmente los límites se desdibujan y el mito de lo “instantáneo” va desde una polaroid a las fotos de teléfono móvil.

Resulta todavía más preocupante para aquellos interesados en el arte, designar qué asumir y qué desechar dentro del marasmo de imágenes que diariamente circulan. Tan es así que los artistas han tratado de imponer una visión propia, sin obviar las posibilidades de cada medio artístico, para ir más allá de lo estrictamente tecnológico y penetrar el espacio de lo estético. La historia del videoarte recoge las propuestas críticas que, durante los años sesenta y setenta, diversos artistas realizaron al imperio de la televisión y sus niveles de manipulación –una de las líneas más desarrolladas en los primeros tiempos por Nam June Paik y Vosstell. Asimismo, registra la documentación de performances e intervenciones públicas y video-instalaciones como parte de una voluntad colectiva de necesaria implicación social. Más recientemente, tras la impronta de la revolución digital, es usual encontrar la mezcla de diversos medios: el video inserto en instalaciones interactivas que involucran en ocasiones el net art, la gráfica o la animación. El resultado, un arte-híbrido, indefinido y poco convencional.

En Cuba el video como soporte y fin creativo tiene pocos años de historia; surgió y se desarrolló fundamentalmente en el campo del audiovisual y de las artes plásticas, y no como crítica al medio televisivo, sus contenidos y formas expresivas.1 Si a finales de los 80 comienza a experimentarse con este soporte dado el desarrollo del Movimiento Nacional de Video y teniendo como referente los experimentos llevados a cabo décadas atrás en el documental por Santiago Álvarez, Enrique Pineda Barnet y Nicolás Guillén Landrián, es en los años 90 y hasta la actualidad que la video-creación alcanza mayor fuerza y personalidad.

En efecto, durante los noventa y desde las primeras propuestas del cineasta Enrique Álvarez (“Polimita”, 1991) hasta las de artistas recién egresados del Instituto Superior de Arte o vinculados a las artes plásticas como es el caso de Raúl Cordero y Luis Gómez, o también de videastas que venían del campo audiovisual y la ficción como Pavel Giroud, Magdiel Aspillada e Ítalo Expósito, se aprecia un análisis muy específico de las posibilidades del video como medio expresivo. Sin duda la realización del Primer Festival de Video Arte celebrado en el año 2001, paralelamente al Tercer Salón de Arte Contemporáneo, constituyó un punto de inflexión en el reconocimiento y desarrollo de esta práctica artística en el país. El público cubano pudo acceder a un conjunto heterogéneo de propuestas en las que se mezclaron, con mayor o menor rigor, documentales de fuerte contenido antropológico y social con materiales de ficción, animaciones y experimentos visuales de amplio espectro que hablaban de una riqueza estilística y temática, pero al mismo tiempo de una con-fusión terminológica que aún hoy nos acompaña. Igualmente, por esos años el otrora Centro Cultural de España en La Habana aupó un conjunto de proyectos que involucraron al videoarte, entre ellos la muestra Copy Right (2002) que presentó lo más significativo de esta manifestación.2

A inicios del siglo xxi, la generalización del uso del video como soporte para instalaciones, documentación de performances y acciones en el espacio público supuso para el arte cubano el acceso también a un circuito internacional de Bienales, Ferias3 y eventos diversos que han conformado una nueva visualidad del arte nacional de cara al exterior. Para nadie es noticia que cada vez es más común encontrar en estos grandes eventos, exposiciones y plataformas de proyección audiovisuales antes que obras de filiación tradicional. Lo cual apunta a la legitimación definitiva del medio pero, también, a una posible estandarización de los márgenes creativos dentro del arte contemporáneo, determinado en ocasiones por diversas influencias del campo extrartístico sobre el “deber ser” del arte.

Desde aquí se puede ver el mundo… Si realizáramos un rápido recorrido por la historia del arte cubano, comprobaríamos cómo la presencia de la mujer en las artes plásticas fue, aunque puntual, decisiva durante la primera mitad del siglo xx. Indiscutiblemente la visibilidad de la mujer en el arte cubano –como sujeto de la creación, ya que como objeto siempre estuvo presente–, conoció un impulso sin precedentes a partir de la década del sesenta dada su inserción en los programas de estudio de la Escuela Nacional de Arte y, desde 1976, del Instituto Superior de Arte.4

Sin embargo, se percibe cómo, pese a existir similares posibilidades y accesos a la educación artística por ambos sexos, el campo de las artes visuales en Cuba –y del audiovisual en concreto– sigue siendo mayormente un “terreno masculino”. Sin duda una muestra de videoarte hecho por mujeres contribuiría a desmentir, o cuanto menos a relativizar, esta creencia, al tiempo que presentaría una visión desde la mujer sobre los más diversos temas, aunque no necesariamente desde una perspectiva de género.5

Singularizar la producción de un sector de la plástica joven cubana a través del video como soporte podría parecer una limitante discursiva y excluyente, pero lo cierto es que apuntaría la emergencia, cada vez más palpable, de una tendencia provocada por la relativa accesibilidad que estos nuevos medios suponen para los artistas en formación. Investigar las posibilidades del video constituye en cada una de las artistas que relacionaré a continuación, la vía para trascender lo inmediato, penetrar el espacio donde lo personal cede ante lo público, la percepción de una realidad que no por local obvia referentes y preocupantes de alcance global. Tan es así que sus obras consiguen articular una propuesta no ajena al desarrollo del videoarte a nivel internacional, que apunta algunas de las líneas de investigación dentro del arte cubano actual con la distancia y serenidad necesarias para no sustraerse del contexto del que (pro)vienen, aunque sin llegar a convertirse en mera crónica de él.

Tatiana Mesa inicia un camino que parte de lo íntimo al examinar una experiencia personal, obviando dramatismos innecesarios. Despedida (2003) es el registro de un sentir sobrecogedor, único, efímero, individual. La cámara se centra en el rostro, justo donde los ojos comunican –hinchados, sombríos–, y la lágrima aflora silenciosa sin llegar a perderse. La documentación del acto presupone la invasión de la intimidad de esa persona que, al mismo tiempo, nos hace cómplices: somos testigos de un momento, sin vislumbrar sus causas o consecuencias. Apenas un instante.

Yaniezky Bernal se centra también en el sujeto, buscando reconstruir su imagen desde el fragmento. Pero el sujeto se nos presenta, más que en su fisicalidad, a través de la ambigüedad formal y visual. En dos de las obras pertenecientes a la serie El punto de vista (2007), Bernal toma un segmento del rostro para discursar sobre la estereotipación y reproducción de la imagen de un ícono como José Martí, prócer y Héroe Nacional. La apariencia que el punto de vista de la cámara confiere a los alvéolos de una nariz, convirtiéndolos en ojos de mirada vacía, se enfrenta a “La obra infinita”, el héroe reproducido en bustos de ojos ciegos que, cual metamorfosis constante dentro del vídeo, ve lentamente despersonalizada su identidad. El tratamiento de la imagen realista dado el apego al natural de las “esculturas”, confiere a la obra una cualidad casi táctil. Es una reflexión sobre el (ab)uso de ciertos íconos en un contexto como el cubano donde los atributos nacionales continúan siendo fuertes referentes.

Otra es la intención de Susana Delahante con el conjunto de seis videos, El Narra (2007). La artista documenta fragmentos de la vida de un joven, a todas luces marginal, en un barrio capitalino. Si la imagen presenta un modus vivendi particular (vivir a expensas de la caridad comunal, a la espera, sin una ocupación o fin determinado), el sonido introduce el habla callejera, la voz popular. En efecto, al nombre de Narra o Chino responde un sujeto cuyo discurso sirve de fondo a la existencia marginal del individuo que vemos en la imagen. Discurso que deviene narración y suerte de delirio en off, mezcla insidiosa y provocativa de política, referencias a la historia nacional, la memoria, la discriminación, parlamentos de películas… Concebido con un orden secuencial, El Narra se plantea presentar, antropológicamente hablando, un sector de la sociedad cubana actual y crear una visión integral, en la que imagen y sonido se complementan y articulan eficazmente.

Por otro lado, el espacio de la ciudad deviene materia de examen y experiencia sobre la cual erigir discursos relativos a lo local y lo universal. “Mirando el mundo” (2007) de María Victoria Portelles nos conduce por las calles de La Habana, semejando una única toma circular que, de tanto en tanto, se detiene en la “esfera del mundo” localizada en lo alto del edificio de la Logia masónica, en la céntrica Avenida Carlos III. Este foco de atención que se descubre desde diversos puntos de la ciudad, en los que la artista se ubicó buscándolo como “norte” o guía, habla de asumir la ciudad, nuestra ciudad, como fragmento y una de las posibles representaciones de ese mundo. Una ciudad en constante cambio y re-construcción. Al sumergirse en la cotidianidad, “Mirando el mundo” alcanza a vislumbrar lo que somos y hasta dónde llegar si guardamos la distancia precisa, la perspectiva correcta.

Analía Amaya, también busca en el espacio citadino percibirse como parte de un todo. Es así que “Concierto” (2006) se presenta cual poético homenaje a una ciudad, La Habana, vista desde sus calles y edificios, su penumbra. Las luces que, respondiendo a notas musicales, se van encendiendo poco a poco descubren, dibujan más bien, un paisaje urbano de hermoso trazado reticular, donde el color de algunas fachadas o los escasos neones contrastan con la ausencia de vida en sus calles. Una ciudad vacía que existe en sus diáfanas avenidas y sus tristes edificios: el encanto de una sonata en imágenes. Justo lo que sentimos ante el deleite de la naturaleza, un relámpago que dibuja un “Paisaje fugaz” en el cielo o la gota de lluvia que traza el “Horizonte” en la ventanilla de un auto en movimiento. Analía apuesta por una visión evocadora que busca lo esencial, lo íntimo, con una economía de recursos visuales y una limpieza sólo entendible bajo la influencia que el Minimal y el Conceptualismo han constituido para el arte contemporáneo, pero que aquí potencia la cualidad sensorial como clave para el disfrute estético.

Sin embargo, hay otra mirada que aboga por el juego formal y asociativo, de gran impacto visual, explorando las posibilidades creativas del videoarte como manifestación. Tal es el propósito de Diana Fonseca y de Nadia Medina.

Diana Fonseca constituye un ejemplo bien interesante. Su dominio del medio pasa por la minuciosidad y el apego al diseño dibujístico, para crear un juego imaginativo de formas que bien podrían haber salido de una fantasía o cuento infantil. En una de las piezas partiendo de la mezcla de arroces y una semilla de frijol negro, la artista construye todo un imaginario de figuras, filmadas cuadro a cuadro, que se transforman una en otra cual seres mutantes. De alto valor plástico, la obra remarca su matiz lúdicro a través de la música, que deviene elemento importante en la progresión. De forma similar, en “Jardín I” (ca. 2006), la artista tomó los motivos naturales de las baldosas de las casas tradicionales para crear una suerte de dibujo animado, sin apegarse realmente a una “historia”. Es un pretexto para la experimentación formal, la libre asociación y el gusto por el color, pero tomando como referencia el espacio doméstico, la memoria visual: el juego a encontrar figuras e imaginar historias, la plasmación de todo un universo de sueños y deseos, la recuperación de un tiempo perdido.

El componente gráfico en las obras de Nadia Medina podría ser un punto común con la propuesta de Diana. Sin embargo, Medina trabaja más en el plano de la comunicación y lo conceptual ya sea a través de la superposición de imágenes (“El mundo en colores”, 2001) o la mezcla de elementos gráficos, animación y textos (“El mundo en blanco y negro”, 2004). La artista parte de un estudio sobre la representación del hombre y su inserción en un contexto, las relaciones de adaptabilidad y desarraigo, todo expresado desde un punto de vista sintético, casi ideal, que maneja códigos visuales de fácil comprensión. Se trata de reconocer al individuo en los más disímiles objetos, en su voluntad de poder (o no) incidir en el entorno a través del ejercicio de su criterio.

Más que analizar grandes temas, las propuestas de estas siete artistas desean presentar algunos de los caminos que el videoarte ha encontrado dentro del arte cubano actual, la necesaria oxigenación que ya alcanza noveles logros y reconocimientos. Se trata de asumir el mundo a la vez como contexto físico, personal, o como área geográfica, con características definidas: el microcosmos desde el cual construir una infinidad de mundos posibles.