Sin título, 2010 Mezcladora de cemento personalizada, protector solar / 100 x 100 x 130 cm Nassauischer Kunstverein Wiesbaden, Alemania, 2011
Sin título, 2010 (Detalle) Cuerdas, boyas de poliestireno, resina, cristales imitando diamantes / 250 x 25 x 25 cm / Nassauischer Kunstverein Wiesbaden, Alemania, 2011
Sin título, 2010 Neumáticos, frijoles / 60 x 60 x 20 cm / Nassauischer Kunstverein Wiesbaden, Alemania, 2011
Like Taking Sand to the Beach, 2006 1.927 libras de arena de una playa en Bahamas / 550 x 500 x 30 cm / Nassauischer Kunstverein Wiesbaden, Alemania

A finales de marzo pasado, mientras me encontraba en Frankfurt inaugurando una exposición, decidí hacer una breve pausa para visitar a Anita Beckers, amiga y galerista. A ella debo entonces mi primer contacto con la obra de Blue Curry. Después de ese doblemente feliz encuentro, con Anita y con Blue Curry, me vinieron a la mente una serie de preguntas cuyas respuestas en vano intenté descifrar echando mano a los muy trillados tópicos del “centro” y la “periferia”.

Vamos a ver. Blue Curry es un joven artista caribeño de Nassau, Bahamas. A pesar de la extraña fascinación-proyección europea con respecto al Caribe, todavía hoy se pueden contar casi con los dedos los artistas de esa región “periférica” cuya obra haya tenido una verdadera repercusión en los centros de arte de esta parte de occidente. Según parece, la tendencia predominante hasta ahora en el ciclo de reconocimiento de un artista caribeño en Europa, y no quiero hacer de esto un axioma, ha sido pasar primero por establecerse en el mercado de Estados Unidos y más tarde por el reconocimiento de la academia de ese país. Una vez filtrado de esa manera, la posibilidad de un rebote triunfal en Europa está casi garantizada. El caso más emblemático que siempre me viene a la mente es el de Wifredo Lam. Su carrera artística la hizo entre los surrealistas franceses y la mitad de su vida la pasó en Francia y, sin embargo, fue el MoMA el primer museo importante que reconoció el valor artístico de su trabajo.

Pero volvamos a Blue Curry ¿Quién es este joven artista emergente que está acaparando cada vez más atención en los centros artísticos europeos? Un brevísimo repaso de su biografía educativa nos dice que obtuvo en 2004 el título de BA en Fotografía y Multimedia por la Universidad de Westminster y que en 2009 terminó su maestría de Bellas Artes en el Goldsmiths College de Londres. El Departamento de Arte de esta última universidad es uno de los más prestigiosos de Inglaterra; según Wikipedia, más de veinte premios Turner y los miembros del colectivo Young British Artist (Tracey Emin, Sam Taylor-Wood, Jake y Dinos Chapman, Damien Hirst et alibi) provienen de allí. Pero esto no es todo. En 2010 Blue Curry fue incluido en la Catlin Guide junto a los cuarenta artistas emergentes más importantes del Reino Unido.

A pesar de llevar ese bonus en su currículum, la obra escultórica e instalativa de este artista nos remite casi siempre al contexto del Caribe aunque, hay que reconocerlo, sin caer en las trampas del tropicalismo y el discurso étnico. El uso de materiales como conchas o estrellas de mar, arena o mandíbulas de tiburones, erizos, arpones, boyas, cocos y frijoles, a primera vista, y me gustaría resaltar que solo a primera vista, evocan un mundo que en Europa, sobre todo, se construye desde un imaginario del deseo. De un inventario visual semejante se alimentan muchas de las ficciones turísticas que encuentran en los catálogos y las guías para vacacionistas sus ejemplares más alegóricos.

Desgraciadamente, si eres un artista latinoamericano o caribeño en Europa ya ni tan siquiera te miran con la imprecisa sospecha de ser el otro, el intruso. Más bien esperan casi siempre de ti un alineamiento, una toma de posición que te reduce, como una camisa de fuerza, a los descoloridos límites de lo político o lo exótico. 

Cuando pienso en esto no puedo dejar de suscribir lo que sugería el filósofo español José Luis Pardo al final de su Ensayo sobre la falta de oficio: “sería bueno abandonar la perniciosa idea de que la obra de arte tiene que simbolizar la verdad (que a menudo es solidaria de un mundo inhóspito y de una tierra inhabitable) para experimentar con otra vieja idea de la obra de arte: aquella que la describe como símbolo de la libertad”.

En muchas de las entrevistas que se le han hecho a Blue Curry la pregunta obligada sobre su marcada dependencia de los materiales exóticos se coloca siempre como si ello fuera el rasgo esencial de su práctica artística. Es verdad que él está negociando todo el tiempo con esos elementos, sin embargo lo hace desde una posición intencionalmente iconoclasta, casi neo-dadaísta. En sus piezas todos esos elementos asociados al Caribe están siempre yuxtapuestos con otros elementos no precisamente tropicales que generan una conexión vaga, imprecisa, algo que nos estimula a mirar un poco más allá de lo visto. De este modo crean un doble proceso de reciclaje donde la metáfora agotada se vuelve a impregnar de un significado nuevo. 

Por eso, no es de extrañar que el propio Blue Curry haya declarado en una entrevista que odiaba “tener que cargar con todas las asociaciones superficiales del destino turístico sólo porque El Caribe no puede ser entendido en términos de pensamiento crítico o del arte contemporáneo”1. 

Para empezar, la mayoría de sus trabajos carecen de títulos, con lo cual, al no condicionar la obra a la marginalidad del rótulo, desafía al espectador a sumergirse directamente en ella. De manera que, lejos de facilitarle una inmediata respuesta, lo obliga a enfrentarse cuerpo a cuerpo con eso que Antonio Benítez Rojo denominó “una máquina especializada en la producción de bifurcaciones y paradojas”. 

Ya aprendimos que las paradojas son verdades a medias que, al no revelarlo todo, dejan siempre un margen de interpretación muy proclive a estimular e inquietar las mentes. Pensemos, por ejemplo, en la mandíbula de tiburón que colgó del techo en una exposición en Londres y de la cual, a su vez, colgaba algo parecido a un largo y tupido traje de baile formado por 567 horas de cintas magnéticas de cassettes de sonido; o en la instalación que hizo en 2006 en el Nassauischer Kunstverein de Wiesbaden, Alemania, a donde hizo transportar dos toneladas de arena de una playa de Bahamas para cubrir una habitación con ella.

Uno puede imaginarse muchas cosas cuando ve la mandíbula del tiburón abierta, o la habitación cubierta con una tonelada de arena o, hasta incluso, una mezcladora de cemento batiendo 30 litros de protector solar. Si observamos por separado y linealmente estos componentes de la narrativa de Blue Curry, llegaremos a conclusiones cuyo significado termina en el ámbito de las compensaciones triviales y escapistas que derivan del sujeto contemporáneo y esa entelequia instrumental denominada estado del bienestar. 

Sin embargo, allí donde se agota el contenido simbólico de los materiales “banales” que constituyen la obra de este artista es donde en verdad comienza a operar su sistema instalativo-escultórico. Volvamos a la instalación Like Taking Sand to the Beach (Como tomar arena de la playa), 2006. Aquí, mediante un proceso riguroso de taxonomía, al estilo de las románticas excavaciones arqueológicas de finales del siglo xix, Blue Curry segmentó un pedazo de playa, lo dividió en cuadrículas y extrajo de cada una de ellas bolsas de arena que clasificó y ordenó según su tamaño, peso y ubicación en el área marcada. Además, encima de la superficie excavada puso un cartel con la siguiente inscripción: “este segmento de la playa se encuentra temporalmente en préstamo para una exposición internacional, disculpen por las molestias ocasionadas”. Después procedió a empaquetar y enviar las bolsas de arena a la galería de Alemania donde, siguiendo meticulosamente su orden de ubicación en la cuadrícula, reprodujo exactamente el mismo segmento previamente extraído de la playa bahameña. Terminada la exposición la arena se echó en sus correspondientes bolsas y se depositó otra vez en su lugar de origen. 

Creo que no hay que ser demasiado experto en procesos de interpretación como para darse cuenta de la intencionalidad y el sentido de una acción que, a los ojos de todos los implicados, fue realizada según un procedimiento de normas y parámetros reconocidos, aceptados y legitimados por un saber que, dando por sentado las cosas, nadie cuestiona. Precisamente, sin tener que hacerse pasar por arqueólogo, el artista se apropió y aplicó una metodología convincente para, de esta manera, dar forma lógica y reificar, con los mismos procedimientos del sistema, el contenido absurdo de su obra. 

A mi modo de ver en este tipo de paradojas antinómicas, que parecen insinuar algo pero en la práctica encubren su verdadera intención, es donde mejor se puede medir el pulso a la obra de un artista al que no interesa la desterritorialización del mapa pero sí la del contenido. Dicho con sus propias palabras: “el arte contemporáneo es tonto a veces, y me río intencionalmente de ello. Solo en el arte tú podrías tomar una tonelada de arena en vacaciones, llenar una mezcladora de cemento con treinta galones de crema para el sol, o pegar judías a un neumático de coche y llamar a esto trabajo. Habiendo dicho todo eso, yo todavía lo sigo tomando muy en serio.”