JOSÉ MANUEL FERRARI El paso de los Andes por el General San Martín, 1914 / Cerro de la Gloria, Mendoza, Argentina
Monumento a la Batalla de Carabobo en reverso de billete de diez bolívares (fuera de circulación)
Hemiciclo a Juárez en reverso de billete de veinte pesos mexicanos
CILDO MEIRELES Proyecto Cédula
JOAQUÍN TORRES-GARCÍA / Monumento cósmico, 1938
MILTON BECERRA Nidos, 2012

El don de las estatuas o la fundación del espacio conmemorativo

La escultura pública ha jugado un rol decisivo en la construcción del imaginario territorial latinoamericano. Luego de la independencia, y fracasado el proyecto de integración continental, sobrevino “la fractura territorial en los antiguos dominios coloniales”2. El mapa del “Nuevo Mundo” se transformó en un manojo de naciones en ciernes que debían inventar los símbolos de su soberanía para demarcar culturalmente sus respectivas jurisdicciones. La Venezuela de Antonio Guzmán Blanco, el México de Porfirio Díaz, la Guatemala de José María Reina Barrios y el Chile de Manuel Bulnes encajan en este modelo, signado por la ejecución de planes urbanísticos y obras conmemorativas.

Por todas partes, del río Bravo hasta la Tierra del Fuego, se erigieron monumentos a próceres de la independencia y caudillos de turno. El lugar de emplazamiento primordial fue, casi invariablemente, la plaza mayor de la otrora ciudad colonial. A partir de este punto las estatuas se diseminaron a través de las principales vías de tránsito y edificios oficiales. El procedimiento para instalar las piezas era casi siempre el mismo, partiendo en casi todos los casos de un encargo oficial a un artista local (cuando lo había) o extranjero. El resultado era más o menos similar, pues los monumentos realizados en esta época no difieren mucho de los europeos, aunque estuvieran dedicados a héroes indígenas o mestizos. Ejemplo de ello es el “Monumento a Cuauthémoc (1878-1887), obra de factura académica realizada por Miguel Noreña (1843-1890) y erigida en el Paseo de la Reforma de la capital mexicana. En esta pieza, el guerrero azteca aparece representado como un emperador romano, quedando como únicos atributos de su condición indígena la lanza, la corona de plumas y algunos elementos ornamentales que decoran la base del monumento. 

En cualquier caso, la importancia de estos reside en su capacidad de afirmación volumétrica de los simbolismos locales sobre un territorio real. Todas esas estatuas, quietas y vigilantes, eran (son) la expresión tridimensional de un trazado imaginario; es decir, un símbolo de la soberanía del territorio en el que se ubican. Eran (son) una marca fundacional, cuyo significado se extendió incluso a la escultura funeraria, modalidad que también se difundió ampliamente en las necrópolis del continente. Si la escultura heroica afirmaba la soberanía de la nación sobre el territorio, la escultura funeraria aseguraba un espacio para el recuerdo póstumo. Las estatuas de los cementerios, además de honrar a los muertos, ganaban para estos un “lugar dimensionable” donde encontrarlos.

Esa búsqueda de referentes contextuales, esa especie de “emoción territorial” que define la nación al decir del argentino Ricardo Rojas3, se aprecia en El paso de los Andes por el General San Martín, obra del uruguayo Juan Manuel Ferrari (1874-1916) que se ubica en la ciudad de Mendoza, Argentina. Uno de los perfiles más interesantes de este monumento recrea la escarpada topografía de la cordillera andina sobre la cual avanza la estatua ecuestre del prócer, acompañado de su ejército. La obra no solo muestra al héroe sino el propio “lugar” de la hazaña; el trozo de geografía donde ocurrieron los hechos, aunque este no sea el mismo sitio en que se encuentra el monumento.

Así como la pintura, el dibujo y el grabado contribuyeron a la delimitación visual de una geografía propia, la estatuaria pública y funeraria propició la identificación corpórea de ese espacio como lugar de fundación y sitio de memoria. Cierto que esto se hizo con presupuestos formales y estéticos foráneos, siguiendo el patrón de un academicismo ya falleciente en los países europeos, pero de formidable utilidad para la configuración simbólica del territorio continental. 

Más adelante, durante las primeras décadas del siglo xx, los principios de la escultura pública encontrarán una expresión más flexible en las corrientes nativistas y criollistas, las cuales tienden a la estilización de los volúmenes y a la introducción de rasgos étnicos autóctonos. Las formas rotundas de una humanidad mestiza, “raza cósmica” según José Vasconcelos, describen la imagen, generalmente idealizada, de una cultura que comienza a reconocer el perfil humano que habita su geografía. Bajo esos preceptos se desarrolla el trabajo escultórico de Lucio Correa Morales (1852-1923) en Argentina, José Belloni (1882-1965) en Uruguay, Francisco Narváez y Alejandro Colina en Venezuela, a los cuales se unen más tarde las proposiciones del costarricense radicado en México Francisco Zúñiga y de la cubana Rita Longa.

El espacio ubicuo: la iconografía monumental en postales, sellos y billetes

Como hemos sugerido, las estatuas son capaces de “hacer lugar”, tanto para quienes se mueven en torno a ellas como para aquellos que residen en lugares distantes. Así lo demuestra la gran cantidad de grabados y postales con imágenes de monumentos que comenzaron a circular entre las décadas finales del siglo xix y la primera mitad del siglo xx. A ello se añaden más tarde las emisiones postales y los billetes en los cuales se aprecian los monumentos como sitios emblemáticos de las naciones emergentes.

Por medio de la reproductividad técnica, ya sea gráfica o fotográfica, la escultura cívica pasó a ser algo más que un volumen en el espacio para convertirse en un punto reconocible que formaba parte de un itinerario más amplio. De esta manera las estatuas de Buenos Aires, Montevideo, Ciudad México, Quito, La Habana y Caracas, por citar algunos ejemplos, irradian su presencia configuradora, su potencial escénico, sobre otros espacios y circunstancias.

Las postales, los sellos de correo y los billetes han propiciado, a su manera, un don de ubicuidad a la escultura pública, han sido el vehículo difusor de esa voluntad de “hacer lugar” donde antes no lo había, es decir, de fundar el escenario real de un continente ficticio. “La postal articulaba la comunicación personal y la imagen. No era ya la imagen propia (podía serlo también) del remitente, sino del sitio, paraje o motivo real o simbólico que elegía para la persona destinataria. Tenía, pues, la calidad de una transferencia específica que complementaba el mensaje literario”.4

Al pasar de la lógica del monumento in situ a la representación postal, la escultura pública ingresa en un espacio diferido, carente de espesor y materialidad, pero de una alta pregnancia evocativa. Ahora el lugar puede estar en cualquier sitio donde alguien, ávido de noticias, reciba una postal. Si el monumento “hace el lugar”, la postal lo reproduce y disemina, extendiendo su alcance más allá del territorio.

Un artista que ha utilizado la postal como soporte de una reflexión sobre la escultura cívica en el espacio urbano es el venezolano Eugenio Espinoza. Entre sus postales intervenidas con acrílico destaca una donde aparece el monumento a María Lionza del escultor indigenista Alejandro Colina. La propuesta, fechada en 1973, consiste en añadir una retícula sobre la imagen preexistente, rompiendo de este modo la sinuosa anatomía de la diosa indígena y planteando el conflicto que se produce entre la expresión figurativa y la racionalidad geométrica. 

Las estampas filatélicas, como las imágenes postales, también han servido como medio de divulgación del patrimonio escultórico. En El descubrimiento de América en la filatelia mundial, Juan Manuel Martínez Moreno reúne una amplia serie de sellos con reproducciones de monumentos a Colón. 5 Entre ellos destaca una estampilla cubana de 1942, por valor de 5 centavos, donde aparece la estatua dedicada al Gran Almirante en la ciudad de Cárdenas (Matanzas, Cuba). La obra fue realizada en 1862 por el escultor español José Piquer y Duart (1806-1871), y cuenta entre sus atributos distintivos con un globo terráqueo a los pies de Colón. Este elemento no solo hace alusión a la hazaña del descubrimiento, sino además al surgimiento de una territorialidad nueva que se incorpora a las coordenadas de un mundo único. Paradójicamente, el monumento en cuestión está cercado, es decir, demarca un territorio de exclusividad que se rompe en el instante mismo en que la pieza es reproducida en el sello, trascendiendo a un espacio de circulación más amplio. 

Algo más fascinante sucede con las reproducciones de estatuas que aparecen en los billetes. Los pesos mexicanos, chilenos, bolivianos, dominicanos y colombianos, los sucres ecuatorianos, los colones costarricenses, los lempiras hondureños y los bolívares venezolanos exhiben en su reverso la iconografía monumental de sus respectivos países. Para citar un ejemplo, basta con señalar la imagen del Hemiciclo a Juárez, reproducida en el billete de 20 pesos mexicanos. La obra, de carácter alegórico, fue realizada durante el período porfirista por el escultor Guillermo de la Heredia. 

En este caso, como en muchos otros, la escultura cívica accede sin recato alguno a los más diversos espacios de transacción: bancos, comercios, servicios públicos… Inserta en el sistema monetario, la imagen de la estatua no solo multiplica su presencia pública sino que trasciende el valor conmemorativo y estético que le dio origen. De esta manera, la condición del monumento se hace consustancial a la naturaleza del dinero, habitando aquellos espacios imposibles donde no cabe la literalidad física de una estatua, ya sea una billetera, un bolsillo o una caja registradora. Los billetes, como las postales y los sellos de correo, han propiciado la ingeniosa transformación de una figura de bronce o piedra en una imagen impresa, liberando el objeto tridimensional del volumen y el peso que le impedían “hacer lugar” más allá del sitio de su emplazamiento.

Una variante crítica de esta idea es la obra Inserciones en Circuitos Ideológicos: Proyecto cédula (1973) del Brasileño Cildo Meireles, quien aprovecha el papel moneda como soporte de su trabajo, intentando trascender el limitado alcance de los espacios artísticos tradicionales y tematizando el significado comunicacional de los medios de información alternativos. En este sentido, el artista imprimió textos en billetes con preguntas tales como: ¿Cuál es el lugar de la obra de arte? o ¿Quién mató a Herzog? Estas interrogantes circulaban de bolsillo en bolsillo, de banco en banco, “haciendo lugar” para el arte donde antes no lo había.

Construcción del espacio moderno y la escena contemporánea 

La entrada de la modernidad supone el reemplazo del canon académico, y la creación de un espacio dominado por el orden y la técnica donde la escultura debe incorporarse como parte del ambiente. En Universalismo constructivo, texto programático del uruguayo Joaquín Torres-García, queda prefigurado ese topos racional que se asienta en la combinación de elementos abstractos y simbólicos, los cuales corresponden a lo universal y lo ancestral, respectivamente. Esta visión trasciende ejemplarmente al espacio cívico en su Monumento cósmico (1938), pieza ubicada en el Parque Rodó de Montevideo. La obra, planteada como una gran estela incisa sobre piedra, parte de una matriz geométrica a la cual se incorporan símbolos disímiles. La parte superior está rematada con tres volúmenes –un cubo, una esfera y una pirámide– que resumen esa búsqueda de un orden primordial basado en la simplificación formal.

Los planteamientos de Joaquín Torres-García representan un avance definitivo hacia el abandono de la representación y la anécdota, dando paso a la fundación de un espacio propiamente moderno. Esa es la búsqueda que emprenden los experimentos constructivos que tienen lugar entre las décadas del cuarenta y el setenta en Argentina con los Grupos MADI y Concreto-invención, en Brasil con el Neoconcretismo y con el Cinetismo en Venezuela. El protagonismo en esta etapa no es ya de los héroes y las gestas de la independencia, sino de la forma, el color y el movimiento. La escultura se convierte en un elemento de realce visual de la arquitectura y la urbanidad que trasciende el carácter anecdótico y conmemorativo de antaño. Se rompe la unicidad totalitaria del monumento tradicional y se trabaja con estructuras modulares, aprovechando las posibilidades de nuevos materiales como el hierro, el aluminio y el plástico. 

En esta nueva afirmación de lo tópico la escultura ya no está obligada a re-presentar nada; basta con indicar su presencia en el escenario arquitectónico y urbano. La participación y el juego sustituyen la solemnidad del monumento decimonónico. Este esfuerzo, como la idea que lo anima, apunta a la ciudad como territorio fundacional de la modernidad, prescindiendo de cualquier alusión a la naturaleza o el universo rural. 

A partir de los setenta definirán nuevas coordenadas para el arte tridimensional en Latinoamérica, aunque esta vez a partir de un trazado menos literal del territorio que combina lo natural, lo artificial y lo mítico. Bajo la impronta del land art, el minimalismo y arte povera, la escultura pública se torna un poco más evocativa y metafórica, asumiendo la noción de lugar desde la experiencia. La naturaleza y la ciudad son dos grandes referentes para un arte que retorna, luego del fracaso del proyecto modernizador, a los motivos arcaicos. Así surgen las intervenciones en llanuras, desiertos, bosques y zonas urbanas del continente, destacando las siluetas en el paisaje de la cubano-americana Ana Mendieta y los trabajos en ambientes naturales del venezolano Milton Becerra.

Si bien los principios del arte público derivan de su relación con el entorno, obedeciendo a condicionantes materiales y de escala, algunas propuestas escultóricas concebidas para espacios interiores, ya sea de galería o museo, han incorporado estos criterios para reflexionar acerca de su significado. En la estatua ecuestre del general Juan Vicente Gómez, o en la obra dedicada a un empresario de la aviación venezolana, Marisol Escobar pone en crisis la noción de monumento. Se trata de piezas de gran formato que nunca serán ubicadas en exteriores porque fueron facturadas en madera contrachapada, en vez de utilizar un material resistente a la intemperie.

Esta contradicción entre la escala, el material y el lugar de emplazamiento se torna más dramática con la alternancia que se produce entre la simplificación volumétrica y los detalles naturalistas. Añádase a ello el empleo del dibujo, modalidad que incorpora un elemento de fragilidad sobre la rotunda superficie de la madera. Todo este juego de procedimientos distintos y alusiones fallidas se desarrolla en el contexto del museo y no en el espacio abierto de la ciudad, lo cual supone una crítica a la función cívica del monumento. El museo, sitio de exclusividad y deleite donde los objetos quedan cercados en un espacio-vitrina, tematiza diáfanamente ese lugar donde se produce la pérdida del sentido público del monumento. En consecuencia, las piezas que comentamos ya no centralizan ninguna plaza o zona de tránsito urbano; tampoco prefiguran un sitio fundacional sino que remiten a un espacio intertextual, signado por la mezcla de patrones estético-funcionales diversos.

La pulsión deconstructiva presente en la obra escultórica de Marisol se torna aun más aguda en estas proposiciones donde los principios del arte monumental se aprovechan y neutralizan al mismo tiempo. Lo que debió ser una estatua y ubicarse en un sitio abierto, acaba convirtiéndose en objeto museable y, por tanto, “fuera de lugar”. Dicho de otra manera, el museo es un “no lugar” para el monumento; es decir, el ámbito donde se celebran las exequias de una tradición falleciente.

La escultura pública latinoamericana como estrategia de afirmación territorial tendría distintas maneras de manifestarse, de cuya expresión se desprenden, a su vez, diversos tipos de espacio. Uno de carácter conmemorativo-anecdótico, concebido como lugar de memoria y aprendizaje. Otro racional-abstracto que desdeña los referentes vernaculares y configura un topos universal. Un tercero diseminado-experiencial, para el cual el sitio no es más que un emplazamiento efímero, determinado por la presencia del sujeto. Y, finalmente, otro intertextual y paródico que se refugia en el museo, al margen de la ciudad y la naturaleza, deconstruyendo distintos elementos del monumento tradicional. Se trata de distintas estrategias de configuración territorial a partir de las que se tejen los relatos sucesivos sobre los que gravita la sociedad latinoamericana. 

Aunque sencilla, esta tipología de espacios en la escultura pública del continente no solo revela distintas concepciones estéticas, sino también los supuestos sociales que las impulsan. Son espacios acotados por determinadas relaciones de poder, las cuales se ven legitimadas o vulneradas según las circunstancias. El lugar de memoria promueve sentimientos de devoción nacionalista; el topos universal, por el contrario, potencia los aspectos perceptivos y lúdicos, independientemente de las condicionantes económicas y socioprofesionales; el emplazamiento efímero intenta restituir el protagonismo de la experiencia vital, tanto en los espacios naturales como urbanos; el territorio de la intertextualidad promueve la memoria sin compromiso y el simulacro.

En la actualidad todos estos espacios coexisten en un escenario saturado de estímulos visuales, donde se mezclan el monumento conmemorativo, las proposiciones abstractas y las intervenciones efímeras. La superposición de estos simbolismos configura un panorama híbrido, reforzado por la avasallante presencia de la publicidad. De esta manera, la escultura pública en Latinoamérica permite seguir la huella oscilante de sucesivos proyectos de fundación simbólica de la territorialidad continental, dejando ver la marca de sus expectativas y fracasos.