López Oliva: La poética del desplazamiento
Las exposiciones antológicas conducen, necesariamente, a revisiones críticas, por lo que, a propósito de Mímesis1, se requieren algunas palabras sobre las propuestas estéticas de Manuel López Oliva. Veinte años de producción artística se combinan en las salas del Museo Nacional de Bellas Artes, en las que la máscara deviene motivo iconográfico y poético cuyos inicios datan de la serie Dioses, Semidioses y Mortales (1992) y fueron expuestas, por primera vez, en Sin Catálogo (Centro Wifredo Lam, 1993). Como provocación intelectual opera este título: el recurso de la representación, con su tradición intrínseca en los predios del arte, funciona en franca disyuntiva con la voluntad conceptual de las obras, pues los motivos de López no intentan captar primariamente una realidad, sino sugerirla y recrearla. Sus máscaras se transmutan, asociadas con una pluralidad de motivaciones artísticas, para ofrecer un repertorio amplio de sensaciones e interpretaciones: sensualidad, erotismo, reflexión, sensorialidad, etc. La máscara, en su dimensión simbólica, se erige como referente iconográfico en el inagotable acto creador del artista, quien hace de ellas los motivos plásticos y filosóficos con los que comprende y cuestiona la existencia humana.
La sedimentación del juicio crítico respecto a la obra de Manuel López Oliva ha conducido a la enunciación de coordenadas estéticas aceptadas colectivamente, y que han sido sintetizadas así por Carina Pino-Santos: “La pintura de Manuel López Oliva, quizá el artista más culto de su generación, encuentra una plenitud de significaciones a través de sus alusiones constantes a alegorías como la mascarada, el teatro y el deseo; e imbrica nociones barrocas de otras artes que recontextualiza el creador de acuerdo el panorama insular, pero siempre de forma muy densa […].”2
La declaración de la vastedad del sistema de conocimientos argüidos por el artista, la búsqueda de una pluralidad sígnica en sus obras, y los motivos temático-iconográficos constantes (las ya aludidas máscaras y la teatralidad), junto a la morfología barroca, comprometen –ineludiblemente– las interpretaciones críticas acerca de su propuesta visual. Cada uno de estos tópicos, si bien abordados en numerosas entrevistas realizadas, aun requieren la aparición de textos valorativos con una voluntad decodificadora.
El Caribe y el carnaval han sido los escenarios por excelencia de la máscara en su dimensión cultural y simbólica; desde su acepción primaria como atributo, componente de un atuendo o disfraz, hasta su alegoría de la resistencia cultural en la región. La visualidad y los componentes de estas festividades: los personajes populares, los vestuarios, los juegos, entre otras prácticas colectivas, han devenido motivo de representación para el arte de la región; y a la vez vía de indagación cultural en los valores identitarios y sus significados colectivos. La confluencia de rituales de herencia católica, africana o hindú, de ritmos auténticos como el calypso o las steel band y los atuendos de disímiles materiales y formas, convierten al carnaval en un thropos de la cultura caribeña, que en palabras de Norman Girvan, se puede interpretar: “[…] como un vehículo de celebración de la libertad, de protesta social y de reafirmación cultural.”3
Las máscaras han devenido motivo artístico con alto valor significante, el de libertad colectiva –propiciado por las festividades, le atribuye lecturas asociadas con el travestismo cultural–, o como atributos para el ocultamiento de verdades subyacentes. En la primera función los roles sociales pueden ser trastocados y transgredidos legítimamente, mientras que en la segunda encarna las mutaciones del hombre caribeño, que ha debido debatirse entre el modelo cultural signado por sus metrópolis y los productos generados hacia el interior de las hibridaciones y el mestizaje. Resultan significativos los contrastes de aprehensión del símbolo, en los que el orden del mundo colonial se desplaza hacia el terreno de otras interpretaciones.
A su vez, la máscara es también entendida como alegoría de resistencia cultural. La dualidad intrínseca asociada con el individuo portador y con su esencia de ambigüedad o fachada, propicia un modelo de comprensión filosófico-literario de los componentes de la identidad regional caribeña. El hombre se apropia de un conjunto de signos culturales atribuidos o impuestos, que utiliza o desecha de forma voluntaria o involuntaria, pero que en definitiva lo conforma. La dualidad entre las máscaras y las pieles, entre lo negro y lo blanco deviene noción genésica de la construcción de una cultura.
La mascarada genera, entonces, dos formas de comprensión de un fenómeno semejante y medular para la cultura caribeña: como valor de libertad eventual o como componente identitario. Al respecto Ivonne Muñiz ha planteado acertadamente: “Espejos y máscaras giran en la ambigüedad, en encuentros y desencuentros, en conciliaciones y desafíos, sobre un tablero de constantes definiciones.”4 Tratadas puntualmente en el arte cubano, las máscaras y sus representaciones cobran protagonismo en López Oliva, y reflejan una franja temática poco abordada en el panorama contemporáneo de la Isla. En sus propuestas, el Caribe y sus máscaras se muestran desde la percepción filosófica de las esencias humanas, desde la metáfora ontológica; pues como planteara el propio artista: “[…] la realidad es también un carnaval y un teatro.”5 La máscara no implica el carácter incidental del espacio de apertura o liberación, sino que adquiere la voluntad permanente de existencia y cotidianidad; por tanto, es inherente al hombre. Sus personajes no solo las portan, también interactúan o prescinden de ellas.
El hombre discurre entre fachadas, acorde a los roles sociales y las expresiones vitales. La máscara deviene esencia, más que ornato, y la percibimos a través del prisma de quien la asume como expresión cultural. “Mis cuadros no tienen máscaras, sino que los propios rostros son máscaras; y sí pienso que es misterio, es duda, es aventura, es pasión y también hipocresía, lo más dañino de la especie humana.”6
La perspectiva autorreferencial deviene una coordenada analítica importante: la experiencia vital de su infancia, la dualidad artista-crítico o los nexos familiares se expresan como una actitud antropofágica. Su mundo no gira alrededor de la obra, sino que se representa en ella. “Yo nací y jugué dentro de un taller de pintura donde se realizaba todo tipo de trabajo, carteles, carrozas y máscaras de carnaval.”7 Los códigos de la música, el teatro y el cine complementan un circuito de referencias e inquietudes expresivas reconocidas por el propio artista. La atmósfera vital de las obras, deudora de un movimiento plástico interno, denota la presencia de recursos de fuerte carácter cinematográfico: el valor de los planos (como en el caso de Fuenteovejuna), la reiteración de motivos artísticos a modo de tiras fotográficas, la sucesión de imágenes, entre otros.
Tal vez sea Regresión la obra más explícita en este sentido, justamente por concebirse para un proyecto curatorial que aunó las propuestas de artistas cubanos y la filmografía joven de la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños. La imagen proyectada por la máquina como expresión del pensamiento o la memoria femenina apela de manera directa a los mecanismos del cine. Las deudas entre el hombre y la tecnología, la traducción de las ideas mediante máquinas y la diversidad de resultados creativos representan a través de recursos plásticos las imágenes cotidianas de la industria cinematográfica.
En esa sucesión de imágenes con naturaleza fílmica radica una constante creativa propulsora del ritmo interno y la sensación atmosférica de las composiciones. La reiteración de óvalos, rayas, puntos, soles o círculos constituye un ejercicio de diseño como sustento de figuras complejas en imperativo dinamismo. El ritmo implica esencia creativa más que mero recurso formal; traduce las vibraciones y sinuosidades de extensiones que se enredan en los rostros y cuerpos o simplemente vuelan libres al aire; deviene dramaturgia de la escena pictórica. La reiteración de los elementos figurativos se asemeja a la cadencia rítmica de una música oculta o al toque regular de un tambor ritual para convertirse en traducción plástica de “las islas sonoras” de Rabelais.
La importancia del teatro en la obra de López Oliva, muchas veces resaltada y distinguida como el más novedoso período creativo, evoluciona en sus modos de representación y transita del símbolo al signo. Si bien en las primeras piezas dedicadas a esta vocación por el teatro aparecían el escenario, el telón, las cortinas y los personajes como elementos contextualizadores, con el tiempo la composición se simplifica para centrarse en el hombre o el actor. López abandona paulatinamente la necesidad de representar en perspectiva los componentes del teatro, para enfatizar el drama humano, trágico o épico. Los fondos pierden protagonismo, la composición se simplifica y las figuras se agrandan. El Pinocho, 1993, se transforma en Brand: el telón cede el protagonismo al personaje, el interés artístico se desplaza del espacio al rostro.
Si bien el artista en la pintura depura los códigos expresivos, sus inquietudes se amplían en busca de los más disímiles soportes, con una tendencia enfática a incorporar el espacio real a la obra de arte. Ya sea desde el performance, el arte público o la instalación, López Oliva traduce un principio básico de su actividad como crítico: hacer llegar el arte a los diferentes públicos. Algunos de los proyectos más representativos en este sentido se realizaron durante la Décima Bienal de La Habana (2009): el Performance Combinatorio, en la sala-teatro Las Carolinas y Retrátese con Arte, en la Casa de la FEU de la Universidad de La Habana. Pero si bien la experimentación con los géneros constituye una constante del arte cubano desde los años ochenta del pasado siglo, en Manuel López Oliva deviene una poética del desplazamiento.
La vocación dual y complementaria de artista y crítico de arte ha conducido a una permanente transición de roles, perspectivas y enfoques. Según criterios del propio artista: “Tengo una formación cultural que me lleva a pensar de manera poliédrica y mi obra es también un poliedro.”8 La capacidad de abstracción para comprender procesos, dinámicas y poéticas visuales de figuras o generaciones, en diálogo con las transgresiones del arte postmoderno, condiciona la plataforma de este artista “(des)generado”, como le divierte llamarse a sí mismo. Y esta imposibilidad de clasificación en todos los terrenos, esta pertenencia a múltiples roles dentro del circuito del arte, refuerzan las inquietantes transiciones del discurso legitimado entre el centro y la periferia. La producción de López Oliva a partir de los años noventa, a mi juicio, corresponde con el período de mayor solidez en los postulados artísticos y con las propuestas creativas que aun señalan caminos.
El crítico de arte y el artista revelan su pensamiento estético como un producto del mestizaje cultural y vital, de la hibridez que sus raíces y su formación académica le han propiciado. Como planteara Alejo Carpentier “[…] el suelo Caribe se hace teatro de la primera simbiosis, del primer encuentro registrado en la historia entre tres razas que, como tales, no se habían encontrado nunca: la blanca de Europa, la india de América, que era una novedad total, y la africana […].”9
López Oliva, como individuo, se reconoce de herencia indígena ancestral, si bien cubano y “hombre del mundo”, en consecuencia con el pensamiento martiano de una América Nuestra. La compleja dimensión humanista se traduce como un resultado vital y artístico. En la transculturación radican las esencias de su obra, en la generación de un producto singular que parte de múltiples matrices culturales: Occidente con su pasado clásico, lo caribeño en su esencia híbrida y lo latinoamericano en su génesis indígena.
“No temo por los resultados híbridos, combinatorios –plantea el artista–, porque provengo de una idiosincrasia nacional heterogénea (“barroca” la han llamado Carpentier, Lezama Lima y otros pensadores) y porque la experiencia vital hizo de mí una personalidad también híbrida.”10
Las artes transgreden sus fronteras en la obra de López Oliva: el teatro, la música y el cine se imbrican y traducen aleatoriamente en recursos plásticos y sobre soportes diversos. El cuerpo humano, la cerámica, el lienzo, el cartón y la tela compiten por apropiarse del espacio. La mascarada deviene una forma de expresión individual asociada con los roles y las actitudes humanas, no defensora de la lectura del divertimento y del espacio de liberación, sino como condición vital del individuo, como manera de expresión de sentimientos, actitudes e identidades.
La categoría del thropos deviene una noción esencial: el carnaval, la máscara o el teatro se convierten en componentes de múltiples asociaciones sígnicas y de replanteamientos filosóficos. Recuerdo nítidamente el diálogo sobre la obra Antígona y la ironía intrínseca en la explicación del artista: al personaje clásico femenino lo representa con ojos incapaces de ver. Antígona, si bien defensora de la justicia en la tragedia de Sófocles, se interpreta desde el ejercicio plástico como invidente, ya sea por el peso trágico de la herencia de Edipo o por el replanteamiento contemporáneo de los valores humanos.
La obra denota, a su vez, una poética del complemento (si teóricamente pudiera existir), en el valor intertextual de apropiación de todo aquello válido como motivo artístico, como recurso plástico o como presupuesto conceptual. El creador se completa con el crítico y viceversa, la máscara con el rostro, el hombre con el escenario, el filósofo con el comunicador, el mundo clásico con el contemporáneo. Los pares complementarios, actuantes en simultaneidad, se manifiestan desde las imágenes y las palabras.
Los conflictos caribeños subyacen de forma latente en el “ajiaco” de sus inquietudes creativas, ya sea desde los presupuestos teóricos de la hibridez o desde los motivos iconográficos privilegiados. Sus principios éticos y su condición de culturólogo se pueden resumir en palabras de Alejo Carpentier, cuando plantea: “El Caribe es una espléndida realidad y su común destino no deja lugar a dudas. Tomar conciencia de la realidad del Caribe es ampliar y completar la conciencia de una cubanía […].”11 Los derroteros expresivos de Manuel López Oliva –maestro en eterna actitud de discípulo–, han encontrado caminos y motivaciones poco comunes en la historia del arte cubano, que a la vez funcionan como puertas de una constelación cultural caribeña. Los temas del teatro y el carnaval, los motivos iconográficos de las máscaras y el ritmo implícito en las composiciones artísticas, trazan puentes culturales entre islas; tejen los sentidos de una cultura cuya máxima expresión radica en el propio sujeto y en la multiplicidad de matices y contrastes.
La Habana, 3 de junio de 2010