Castillo de San Salvador de la Punta
Todo el oro y la plata de América pasaban anualmente con destino a España a través del estrecho y corto canal de entrada de la bahía de La Habana. A inicios del siglo XVII un obispo lo llamaba la garganta de todas las Indias, y la Corona lo había convirtido en el sitio mejor fortificado del imperio levantando tres fuertes abaluartados en sus extremos: los llamados castillos de la Fuerza, de los Tres Reyes del Morro y el de San Salvador de la Punta. Los dos últimos fueron diseñados por el célebre ingeniero italiano Bautista Antonelli, encargado por Felipe II de llevar a cabo el plan de defensa de sus dominios en el Nuevo Mundo.
Ambas fortificaciones compartían el propósito de hacer inexpugnable el acceso a la bahía cruzando los fuegos de sus cañones sobre el horizonte del mar. Desde 1590, en plena amenaza de los corsarios ingleses, comenzaron a ser emplazadas una frente a la otra, apenas separadas por los 430 metros de la boca del canal, y sobre dos asientos topográficos muy diferentes, de los cuales tomaron sus nombres más comunes: el Morro, un promontorio rocoso elevado, y la Punta, una terraza de arrecifes y arena situada a ras de mar en forma de ángulo.
A lo largo del tiempo los dos Castillos fueron trazando sus vidas paralelamente como celosos guardianes de la ciudad, uno elevado y dominante como un hermano mayor y el otro pequeño y como disminuido por su imponente presencia.
El Castillo de La Punta parecía surgir del mar sin fosos y bañado por las aguas. Su figura era la de un cuadrilátero con cuatro baluartes en sus ángulos. El gobernador Tejeda y el ingeniero Antonelli grabaron sus nombres en relieves que aún perduran en sus muros, y como no se trataba de una obra de grandes proporciones, se consideraba ya habilitada para la defensa en 1593, cuando el Morro daba aún sus primeros pasos. Pero muy rápidamente La Punta comenzó a padecer los estragos de su proximidad al mar, cuando en 1595 las fuertes olas impulsadas por un ciclón destruyeron la mitad de lo construido y tuvo que ser reedificada bajo la dirección del ingeniero Cristóbal de Roda. El breve relato de este último sobre el suceso constituye el primer testimonio sobre los efectos de un huracán en la ciudad: “… hubo una grandísima tormenta de mar y viento que hizo grandísimo daño en las casas y estancias de la ciudad y particularmente en la fuerza de la Punta por haber salido la mar de su límite y echado los navíos al monte y se derrumbó desde el baluarte de la mar hasta el de la campanilla, derribando una cortina y un través que allí había, que es lo que mira al Morro, sin dejar muralla ni terraplén, ni señal de ello…”
Durante mucho tiempo su capacidad para la defensa despertó dudas, pero estas no impidieron que llegara a contar con más de 20 cañones y una dotación de 60 hombres. Se consideraba que al estar situada en una posición baja podía batir con su fuego las superficies adyacentes con mucha facilidad.
La invasión inglesa de 1762 a La Habana dañó considerablemente la fortaleza, y destruyó considerablemente sus cortinas y baluartes que fueron reparados por el ingeniero Silvestre Abarca al ser restituida la ciudad nuevamente a la corona española. A partir de entonces recibió modificaciones parciales en diferentes ocasiones hasta el fin la dominación colonial española.
El área inmediata al Castillo, la plazuela de La Punta, fue elegida desde el siglo XIX para llevar a cabo las ejecuciones públicas de los reos condenados al garrote, acumulando desde entonces una triste memoria sobre el sitio. El crecimiento de la ciudad fuera de las murallas y la construcción del paseo del malecón algo más tarde, a inicios del siglo XX, disminuyeron considerablemente el valor estratégico del antiguo castillo, hasta quedar atrapado entre avenidas, monumentos conmemorativos y edificios públicos, mientras sus muros se hundían parcialmente bajo los rellenos sucesivos que le ganaban terreno al mar.
En 1998 se concluyó un proyecto de restauración mucho más completo que ha dejado instalado en la fortaleza un museo arqueológico subacuático con objetos rescatados de los pecios. Con sus interesantes colecciones, La Punta recobra del mar su antiguo prestigio, y frente a las olas y el salitre comienzan a atesorar las muestras que el océano le devuelve, protegiéndolas con el mismo papel de fiel guardián que antes desempeñara a la entrada del puerto.
Pie de grabado: La Punta en invierno bajo el oleaje de los vientos del norte. Litografía de Federico Mialhe, 1848.