Nuevas amistades y experiencias quedarán por siempre en la memoria de los pequeños.

UN joven profesor de matemáticas, llamado Charles Dodgson, se encontraba un día paseando en un pequeño bote de remos en compañía de un amigo y tres niñas casi adolescentes. Durante ese paseo río arriba, Alicia, que tenía diez años, le insistía para que siguiese inventando cuentos para ella. Muchos años después, Lewis Carroll - que es el nombre literario de este autor- recordaría el paseo que diera origen a Alicia en el país de las Maravillas, como una ocasión irrepetible en una «tarde dorada», con un azul limpio en lo alto, el espejo acuoso en lo bajo, la barca deslizándose perezosamente y el sonido de las gotas que caían de los remos. Alicia le pidió después que escribiese para ella la historia, surgiendo así, en 1865 para el mundo entero, el más famoso cuento infantil de todos los tiempos.

Difícilmente este paseo hubiese dado lugar a semejante inspiración y creatividad sin el estímulo de la niña; tampoco, la imaginaria Alicia de la historia hubiese podido experimentar tantas cosas diferentes y fantásticas si el cuento no se tratase de un viaje imaginario. ¿Por qué, sin embargo, los adultos dudan tanto cuando se trata de viajar con niños?

La más frecuente argumentación para viajar sin los niños es que los adultos necesitan estar solos y descansar de la rutina familiar. Piensan que sin los hijos podrán dejar atrás las preocupaciones, y recuperar -solos y por un tiempo- la posibilidad de estar tranquilos y sin obligaciones; algo así como volver a vivir una despreocupada luna de miel. Pero lo que en realidad sucede es que, después del primer día (en caso de que no sea ya en el avión), la pareja empieza a pensar demasiado en los que quedaron atrás, llegando al extremo de sentir que las proyectadas vacaciones no logran satisfacer sus deseos, porque ellos no pueden dejar de preocuparse por los pequeños que han dejado en casa de los abuelos o de otros familiares o amigos. La «desconexión» se hace difícil, sobre todo si hablamos de niños que no han llegado a la adolescencia - precisamente esos que muchos creen mejor dejar en casa. Los hijos van con nosotros, físicamente o en nuestros pensamientos.

Después de que los tenemos, ya no somos solamente una pareja: somos una familia y disfrutamos mejor juntos. No se trata solamente del disfrute que los padres puedan tener, de lo que se puedan divertir con el niño, o de los rituales adultos que se puedan -al menos temporalmente- romper, comportándose como niños que juegan ávidos de curiosidad. Se trata de la posibilidad de vivir juntos una experiencia que no se olvidará. Eso permite que el niño vea en el padre o en la madre otra faceta de ellos que no sea la de los adultos serios que llegan cansados del trabajo.

Todos sabemos por experien cia que lo que se vive intensamente y con la participaciónde fuertes emociones -lo que se ve de cerca, se toca y se disfruta- se llega a conocer mejor que aquello que solamente leemos o escuchamos por referencias de otros. Pero más aún, viajar con niños es ofrecerles la posibilidad de ponerse retos que pueden ser tan simples como subir una colina y probar nuevos sabores, o tan complejos como familiarizarse con hábitos y culturas diferentes. Lo demás -los detalles y las complicaciones obvias- son cada vez menores. Los hoteles tienen hoy en día todas las condiciones para los niños: juegos, cuidadores, recreación, equipos, excursiones y condiciones físicas en las instalaciones.

Queda por parte de los padres no olvidar algunas cosas. Mi nieto más pequeño tiene una colchita a la que llama KEKE. Puede dormir en cualquier parte, disfrutar en un lejano lugar, sonreír a personas extrañas, aprender palabras en otro idioma; pero se sentiría muy mal si los padres olvidaran llevarle a su KEKE para dormir. Lo mismo se puede decir del chupete - si lo usao de un libro preferido de cuentos para el avión. Eso queda por parte de los padres. Evitados estos posibles olvidos, padres e hijos asegurarán con su viaje un recuerdo tan perdurable como el que quedó en la mente del escritor y de la pequeña Alicia, la real.

El escritor nunca olvidó la experiencia; la niña, una vez terminado el paseo, solo quiso que le escribiesen el cuento que aquella hermosa tarde, un amigo mayor inventó para ella. Y la Alicia fantástica, la protagonista del cuento, la que cayó en una madriguera persiguiendo a un conejo apurado y parlante, nos enseñó que los niños pueden ser, a veces, más cuerdos que los adultos, y que necesitan de la fantasía, la curiosidad y las aventuras para vivir y crecer.