- Tejidos y sustento.
Aunque la sucesión del paisaje y la aparición inesperada de muebles de madera preciosa inquieten al viajero, y lo tienten a hacer paradas y fotos y preguntas, el guía y conductor insta a seguir viaje. El trayecto hasta Arismendi es inevitablemente agotador. Acostumbrado a transportar cubanos, el chofer llama la atención sobre determinados elementos y aclara con pragmática precisión cada duda que surge. Emplea palabras y frases de la Isla y hasta bromea con cierta picardía que nos es familiar. Desde Barinas, la capital del estado, pasan siete horas de viaje, de ahí que se resista a hacer paradas que considera innecesarias y apenas haga el alto obligatorio en San Carlos, luego de haber dejado atrás Portuguesa y Cojedes. Cuando es demasiado creciente el interés por la fauna, con búfalos en las lagunas y monos pequeños en los puentes y árboles, accede al menos a disminuir velocidad. Con los búfalos, el flash gana su tiempo; con los monos, se escabulle reacia la instantánea.
Al llegar a Arismendi todo es acogedor, inmediato, íntimo, preciso. Incluso la pobreza de ciertas zonas en el recorrido. La natural nobleza de la gente evoca a la de los campesinos de mi infancia, amables y solícitos con el visitante bienvenido, o sabichosos y reacios si no les da confianza. Mientras a paso apresurado observamos el trabajo en sus Bases de Misiones, los lugareños muestran su hacer con humildad raigal, con un orgullo que ignora el exhibicionismo. Hay participación y entrega en cada gesto. Y hay dignidad y acicate en la pobreza.
En Ezequiel Zamora hallamos a Amarilis, una niña de diez años que vive con su anciana abuela; su padre, aquejado por las enfermedades; y una hermana pequeña. En la estrecha y rústica vivienda contrastaba la presencia de sus delicados tejidos, en un abigarrado conjunto de obra inquebrantable.
Bajo la asesoría no especializada de la instructora de danza Tahimí González, Amarilis responde más a su viva inspiración que a los conceptos de tejido, más a la propia tradición perceptiva que a una idea de mercado, aunque vender su producto sea vital para el sustento familiar. Se excusa, porque al subir el precio del hilo disminuyen sus posibilidades de tejer y puede mostrar menos productos. Solícita, acumula en apenas segundos gorros de varios tamaños, blusas, mantillas, bolsos, carteras, cintas, cintillos, estuches para celulares… Su pequeña hermana accede a servirle de modelo y posa calzando algunas de sus creaciones; luego ella misma se prueba algunas otras, que van con su tamaño.
Cada pieza se ajusta a una pequeña historia personal, como si jamás fuese a tener idea de qué es la producción en serie, de qué puede ser una labor de oficio. Cada objeto predice en su relato una historia de vida. Entretanto, y como si no hubiese advertido la insistencia, Amarilis se lamenta de nuevo de que va siendo cada vez más difícil ayudar al peculio familiar por la subida de los precios, pues en su mente no cabe que pueda pedir más por sus productos. Sostener la familia y tejer son para ella actividades naturales, no pedestales de enriquecimiento. Sabe que debe tejer para ganar el pan; siente que debe tejer para sentirse en paz consigo y con los suyos. El tejido es su vida más allá del sustento. El entusiasmo de crear, en cada anécdota, se impone al peso específico de la responsabilidad.
Pero Amarilis apenas ha cumplido diez años. Por atada que se halle a sus deberes, es una niña al fin, y se anima cuando habla de juegos y exhibe sus mascotas. En nuestra mente se impregna la viveza a toda prueba de su rostro, la humildad tan plena con que exhibe un producto de más alto valor del que supone, en moneda y esencia. ¿Cómo serían los chinchorros, vestidos y cobijas tejidos por sus manos? ¿Cómo el pan que llegaría a su familia si retornara a sus manos de artista natural el valor justo del trabajo? Acaso, me dice el viejo avatar del corazón, o el insistente motor de los deseos, las veleidades del tiempo le giren a favor y el tumultuoso peligro del futuro no trastorne sus dones para siempre.