Paraguay rapé / camino paraguayo
Interesada desde hace tiempo en la compleja relación entre paraguayos y argentinos –impregnada por rémoras de la guerra de la Triple Alianza (1864-1870), complicidades dictatoriales (plan Cóndor), tensiones de frontera y conflictos en torno a los inmigrantes ilegales–, la curadora Victoria Verlichak reunió en una muestra, bajo el título Paraguay rapé (Camino paraguayo), a las argentinas de ascendencia paraguaya Matilde Marín y Luna Paiva, y a los paraguayos Joaquín Sánchez y Ángel Yegros. La exposición fue inaugurada hace unos meses en el Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires, en el contexto de los festejos del Bicentenario.
Si bien las obras aluden a situaciones o personajes reales, se trata de construcciones personales al margen de la historia oficial. Ellas exponen cicatrices profundas, evocan zonas de silencio, páramos interiores, ficciones enriquecidas por el tiempo. La exposición, breve e intensa, articula con precisión y elegancia cuatro propuestas que acercan al público argentino una visión del Paraguay, a contrapelo del difundido estereotipo con que se identifica a los paraguayos en el país vecino.
Suite Villarrica Matilde Marín, sobrina de Alejandro Marín Iglesias (quien fuera ministro del presidente José Félix Estigarribia), remonta su origen paraguayo a la vieja casona de sus abuelos en Villarrica, ciudad conocida por su afición a las artes y las letras. A través de testimonios familiares empañados de dolor y nostalgia conoció los mitos del país, el esplendor de la naturaleza, la guerra del Chaco y las turbulencias políticas que llevaron a su padre al exilio, como a tantos otros paraguayos que se afincaron en Buenos Aires. Creció, así, con la sensación de un mundo perdido cuyas notas aflorarían, de tanto en tanto, en su obra. En la mitología del propio origen se destaca el personaje de Saturio Ríos, uno de los jóvenes becarios enviados por Carlos Antonio López a Europa en 1858, que trascendería por su talento artístico y por su participación como uno de los grabadores del Cabichuí, periódico de trinchera aparecido en 1867 y 1868, célebre por las ilustraciones satíricas realizadas en xilografía. En la instalación de Marín, quien cultivó el grabado con maestría, la identidad personal se configura a partir de imágenes superpuestas, fragmentos encontrados, señales que se desprenden de un relato mayor al que tienden a volver. En una austera vitrina escalonada, fotos de época reposan junto a recortes de periódico, impresiones y postales, en una cartografía que evidencia la naturaleza diferente del recuerdo, su materia disímil, su orden errático.
Yukyty (Campos de sal) “Sus propias madres les pintaron los bigotes con carbón. Les hicieron barbas con crines de caballo…”, es la primera frase del vídeo de Joaquín Sánchez, cuyo título ofrece ya una clave y traduce, de manera extraordinaria, el trabajo de memoria y el anhelo de superar los traumas del pasado. “La sal cura y la salmuera conserva”, reflexiona el artista. Las imágenes, de exquisita y trágica belleza, concitan la inmediata atención de quienes ingresan a la sala. Una vieja lavandera rememora, al son del agua que corre, la masacre de Acosta Ñu. El episodio es recordado como uno de los momentos cúlmine de la guerra, cuando unos 3 500 niños, disfrazados de soldados, murieron enfrentando a cerca de 20 000 hombres del ejército aliado. La pieza ha sido rodada en el sitio mismo del horror, casi como un gesto de conjuro. Nada es casual: éste ha sido el lugar de los juegos infantiles del propio artista (el campo familiar), el lugar de la amenaza, el paraje maldito donde el sol revela los fantasmas: “La guerra grande comenzó un día caluroso como hoy” son las palabras que cierran el relato, abriéndolo de nuevo al recuerdo. Más allá del episodio –que marca prácticamente el final de la guerra de la Triple Alianza–, la refinada visualidad de esta obra se desliza por sobre las referencias históricas y cada elemento adquiere la fuerza y la intensidad del símbolo. Con delicadeza deja al descubierto la condición humana en su total crudeza, cuestionando los fundamentos del tan mentado “amor a la patria”.
Paiva Paraná Paiva A Luna Paiva –hija del célebre fotógrafo Roland Paiva y sobrina bisnieta del ex presidente Félix Paiva– esta muestra la llevó a revisitar el mundo de su padre. A partir de las imágenes que este captó durante un largo periplo río arriba, por el Paraná –y que fueran reunidas en un libro memorable publicado en los años 90– genera un video de atmósfera ficcional que dialoga con paradisíacos paisajes tridimensionales de un diorama lumínico “en los que estalla el color y reina la naturaleza: más reales que la vida, pero a la vez oníricos y atemporales […] habitados por una vegetación exuberante y tonos alucinados [que] barren con cualquier forma de nostalgia”, según Verlichak. La curadora relata que “expatriados, los abuelos paternos de Luna lucharon en las Brigadas Internacionales contra Francisco Franco y en la Resistencia en la Francia ocupada por los nazis durante la segunda guerra mundial. Su abuelo, Emiliano Paiva, militante comunista, fue ejecutado cuando Rolando era todavía un niñito”. Hasta hoy, para Luna Paiva el Paraguay permanece como un mundo mítico a explorar, al que tiende sus lazos afectivos, más allá del desarraigo. El mismo título instala el nexo entre las dos generaciones, unidas por el fluir del río.
Tekoha (el lugar del ser) Retomando el nombre de una reciente exposición individual, Ángel Yegros aborda la historia del Paraguay a partir de su propia genealogía, al tiempo que remite, en metáfora visual, al sustrato guaraní. El vídeo se inicia con un gesto de borradura del universo original, para pasar a un momento introspectivo que expone la profunda decepción de Fulgencio Yegros, el prócer de la Independencia. Lejos de la evocación ingenua, la obra instala un clima de honda reflexión. Sobre una superficie polvorienta que refleja el rostro del artista, emerge el personaje histórico, traído al presente por la sangre y la memoria. Frente a este espejo improvisado que se superpone a otro espejo, “real”, en un juego de infinitas ilusiones, Ángel Yegros lee el poema que su tatarabuelo Fulgencio escribiera en la cárcel, poco antes de ser ejecutado y decapitado por orden del dictador Gaspar Rodríguez de Francia. En simultáneo, discurren los mapas familiares, guías precisas para establecer la filiación y la fidelidad a un relato escamoteado por versiones sucesivas de la historia. Finalmente, la reiteración obsesiva de un poema anónimo en guaraní, recogido por el poeta Oscar Ferreiro, hace varias décadas, actúa como letanía reparadora que reequilibra el mundo. Al conocido texto de Yegros “en plantar una esperanza me pasé todos los años y floreció un imposible con frutos del desengaño […]”, hace contrapunto un canto a la creación, a la belleza, a la tierra y sus frutos: “Che ruvusu, che ruvusu, yvy o mbojegua ara ka’e, itymbyra ra poky, rory rory […]”. Alegría, alegría.