- Un guajiro en la Corte del rey Cervantes
EL VIII CONGRESO INTERNACIONAL DE LA LENGUA ESPAÑOLA EN LA HERMOSA CIUDAD DE SAN JUAN PUERTO RICO, ESTUVO ESTE AÑO DEDICADO A LA CREATIVIDAD Y ERA DE JUSTICIA QUE LA DÉCIMA Y LA IMPROVISACIÓN ESTUVIERAN PRESENTES
¡Un guajiro entre académicos!
¿Y qué hago yo en la Academia
si lo que me nutre y premia
es la voz de «los endémicos»?
Sé que resultan polémicos
los versos que he improvisado,
pero hoy se oye en cualquier lado:
—La décima estaba sola
y en la Academia Española
un «acadécimo» ha entrado.
Con esta décima improvisada comencé lo que, a la postre, marcó la última actividad «oficial» del programa del Congreso Internacional de la Lengua Española CILE 2016, minutos antes del acto de clausura, donde otro compatriota, el novelista Leonardo Padura, leyó un brillante texto titulado «La ciudad de las palabras», su homenaje a esa Habana que ha nutrido sus libros.
Mi participación era como poeta escritor, en una sesión titulada «Cinco minutos de poesía», inaugurada por la voz irreverente y nonagenaria de Álvaro Pombo, y continuado por otros nueve poetas de varios países. Y sí, leí cuatro poemas de distintos libros. Pero José Luis Vega, el director de la Academia de la Lengua en Puerto Rico, había insistido en que terminara improvisando, dada la importancia que para él tenía, como boricua, la presencia de la décima en este magno evento.
El Congreso había comenzado con décimas —la presencia de tres trovadores boricuas en el acto de Inauguración no fue fortuita— y había terminado con décimas, por mis improvisaciones. Y nosotros, felices, los improvisadores y decimistas de todo un continente, esos a los que se refería Martí cuando dijo: «A qué leer a Homero en griego, si anda, guitarra al hombro, por el desierto americano». Repentistas, trovadores, payadores, galeronistas, decimeros, troveros, jarochos, huapangueros, improvisadores todos, satisfechos de que, después de tanto olvido, los académicos de la lengua, esos guardianes de la materia prima con la que trabajamos, se sorprendieran y en algunos casos redescubrieran la vigencia y pujanza de estas tradiciones, fieles reductos del buen hacer de la lengua cuando de creatividad hablamos.
Cervantes, en su magna obra, ya hace alusión y elogios a los improvisadores, y en su vida real fue un gran admirador de Vicente Espinel, tanto como Lope de Vega, quien rebautizó la estrofa como «espinela» en su honor. Y Rubén Darío, aunque pocos lo saben, y aunque él mismo terminó desaconsejando la improvisación —aconsejado, por cierto, por un poeta cubano: Antonio Zambrana—, fue un precoz decimista e improvisador en su natal Nicaragua, antes de ser el poeta que revolucionó la poesía escrita en lengua española con su modernismo. Por eso ha sido tan importante, y justo, que la «improversación» —tal como yo propuse en mi ponencia que debe rebautizarse el arte de la improvisación de versos— fuera invitada, y no solo ello, sino aplaudida, admirada, reconocida por la Academia y por algunos de los escritores más encumbrados del momento.
El VII Congreso Internacional de la Lengua fue muy útil para que la décima y la improversación tuvieran la visibilidad y el respeto que merecen como expresión poético-musical; para que las Academias de la Lengua de todos nuestros países vean en la décima y la improversación una aliada pedagógica y un complemento metodológico en la enseñanza de la lengua y de la poesía. Esta fue mi ponencia: «La improvisación poética es un juego muy serio. Enseñar improvisando, improvisar aprendiendo». Sirvió, además, para que los niños y los jóvenes improvisadores de Puerto Rico, Cuba y el resto de Iberoamérica vean y reconozcan en su trabajo mucho más que la defensa de unas tradiciones musicales de corte folclórico, sino un baluarte en defensa del idioma español, algo tan importante en el país sede en su lucha sin cuartel por defender su identidad lingüística.
Ver, constatar in situ cómo todo un pueblo, desde sus políticos y sus académicos hasta sus comerciantes, campesinos o artistas defiende su lengua, el español, con la misma fuerza con que otros defienden sus banderas y sus trincheras. Los boricuas han hecho de la lengua bandera y trinchera para seguir siendo, como propuso enfáticamente en el más aplaudido y polémico de los discursos el gran escritor Luis Rafael Sánchez, defensores de la «puertorriqueñidad». Y si algo hubo en este congreso fue eso: en las palabras, en las comidas, en las bebidas, en las músicas, en los gestos. Incluso, el rey de España, don Felipe de Borbón, hizo referencia, risueño, a ello, por lo que al final de esa sesión, llegaron las décimas, el cuatro, los bongoes, el güiro, es decir, música jíbara. Y en las comidas abundaron el mofongo, la yautía, los tostones, el arroz con gandul; y en las bebidas, el ron boricua, y entre los trajes, muchas guayaberas.
Tampoco estuvo exento el congreso de anécdotas, públicas y no tan públicas. La más sonada por su alcance mediático fue una errata en la televisión puertorriqueña cuando, al rotular en caracteres el cintillo sobre el discurso del rey apareció en pantalla «su magestad». Le dio la vuelta al mundo y estallaron las redes sociales. Abundaron los memes, algo saludable, digo yo, en un congreso dedicado a la creatividad. Dicen que la joven periodista que cometió el gazapo está muy afectada. Pero no debería, digo yo. Ella, con su errata —tan común en todo lo concerniente a la escritura— le dio un plus de visibilidad. Gente hubo, estoy seguro, que solo por ello repararon en que había un Congreso de la Lengua en Puerto Rico.
Siempre en tono jocoso y creativo, estuvo quien quiso ver en el error un gesto metalingüístico, un homenaje al español antiguo, cuando esta palabra se escribía con g de gracioso, y no con j de jodido. Prefiero la interpretación que hizo el trovador y decimista puertorriqueño Roberto Silva: «Es que como en Puerto Rico los únicos reyes que conocemos son los reyes magos…». Y yo, ante tanto ingenio creativo, me puse trascendental, metafórico: «No nos dejemos engañar. El verdadero rey en estas fiestas es Cervantes. Estamos en la Cortes de Cervantes, súbditos todos en el Reino del Idioma». Y con esta cursilería guajirona le quité hierro al asunto.
La presencia de los reyes de España ya es habitual en la jornada inaugural de los Congresos de la Lengua Española. Ahora ha tocado el turno al rey Felipe y a la reina Leticia. Desde el anuncio de su presencia, todo cambió: nos pidieron oficialmente que «los caballeros» deberíamos ir a la gala y a la comida inaugural vestidos de traje y corbata. La etiqueta de rigor, vaya. Yo reconozco que muy pocas veces he usado corbata. Dos, para ser exacto: durante la entrega del premio de novela Alba, en Canarias, en 1998, y para recibir la réplica del machete de Máximo Gómez en La Habana, en 2003. Esta vez también tuve que pedirla prestada. Y Padura me dijo lo mismo. Padura, recién investido Académico de la Lengua en Puerto Rico. Éramos del grupo de los «descorbatados» (que no anticorbáticos). Ambos habíamos planchado las guayaberas «que vestí mañana», para citar a otro gran creativo del idioma, César Vallejo, pero no nos quedaba otro remedio que aceptar las normas para la comida real.
Y comimos con los reyes, por supuesto. Distendidamente, con traje y corbata y en mesas numeradas. A mí me tocó la mesa 18 (me hubiera gustado la número 10, como un legítimo «acadécimo»). Éramos muchos. Cientos de comensales. Ministros, escritores, académicos, autoridades boricuas, y hasta «segurosos» (otra palabra nuestra, cubana, que me encanta). A mí me tocó en la mesa 18, como dije, acompañado de un académico del Perú, el secretario de Estado para la Educación de Puerto Rico, y por unos señores y una dama muy elegantes y serios que no sabía de qué Academia eran. «Tal vez estoy comiendo con el próximo Nobel y no lo sé». Y como la curiosidad mató al guajiro, pregunté. ¡Sorpresa! El hombre era miembro de la guardia personal de sus majestades, y su médico personal. Y los otros tres jóvenes, fuertes también, que comían mirando a todos lados, también de la secreta. «Vaya importancia le están dando a la décima en el CILE». No perdí la oportunidad de entregar a los reyes de España, para sus hijos, dos de mis libros infantiles: Chamaquili en Almería y En un lugar de la Mancha, mi versión de Don Quijote en verso. Dicho y hecho, con la anuencia y el buen hacer del jefe de Protocolo de la Casa Real.
El congreso finalizó con un concierto de eso que en Cuba llamamos «música bailable». Tres agrupaciones que han hecho de la palabra mucho más que música, y de la música mucho más que palabras. Subieron al escenario La Sonora Ponceña —toda una institución—, el Gran Combo de Puerto Rico —todo un clásico— y un genio musical llamado Oscar de León, detenido en el tiempo, un músico sobrenatural que me recordó el Gran Concierto de mi adolescencia, en La Habana, cuando con la misma energía puso a bailar hasta a las piedras, los árboles, los almendrones habaneros. Grandioso ver y escucharlo en directo y tan cerca. Y muy gracioso ver a un grupo de académicos de la lengua preguntando quién era él, y percibir en sus caras el desconcierto. Parte de la puertorriqueñidad, les dije, que la «traca final» del Congreso fuera un bailable. Y sonrieron. Y al final de la noche, tampoco faltó la voz de alguna de sus señorías pidiéndome una décima-resumen —pudo haber sido Salvador García Ordóñez, o Ismael Fernández de la Cuesta, o Jaime Labastidas, o Juan Gil, no recuerdo—, mas yo improvisé a gusto.
Volví a sentirme como lo que era: un guajiro en la corte del rey Cervantes, un acadécimo rodeado de académicos, un feliz aprendiz de muchas cosas, esta vez con dos simpáticas ventajas: yo sabía improversar y ellos no, yo sabía bailar casino con Oscar de León, y ellos tampoco. «Sirvió», como dirían los muchachos de mi barrio.