- Rumichaca de Ecuador a Colombia.
DESDE BOLIVIA
¿Te acuerdas cuando cruzamos esa noche la frontera? Cómo podrías olvidarte, tú que tienes mejor memoria que yo y que siempre cuentas las cosas con ese acento que pone a todo el mundo a soñar con ser tú. No te olvidas, porque se te reventaron los pies de ampollas y yo no sabía si reírme o llevarte cargado. Llevabas los zapatos nuevos que te había comprado en Guayaquil, y así y todo la carretera se ocupó de hacerte leña los pies.
Pero no había más opción, ¿verdad?, porque no teníamos dinero para viajar mejor. Así que agarramos la mochila, las guitarras y salimos de Otavalo rumbo a Colombia. Colombia, que sonaba a muertos, a desaparecidos, a narcos y guerrilla. «Ojalá no nos rapten», decías tú. «Ojalá que no te agarre Migración en el camino», pensaba yo. Ilusos. Tan temerosos nosotros de un país que resultó ser la celebración de la vida todos los días y que luego fue nuestra casa por mucho tiempo.
Cruzar la frontera nos demoró las horas más largas de nuestras vidas. Desde Otavalo hasta Tulcán habíamos llegado a dedo, o haciendo botella, como dicen en tu país, pero luego no tuvimos más suerte y tocó seguir a pie. Cada kilómetro cuesta arriba —son diez desde Tulcán hasta Ipiales— parecía crecer exponencialmente con el peso de nuestras mochilas, los instrumentos, la noche, el hambre, el cansancio acumulado y las altas horas a cuestas que nos vieron pasar casi mudos bajo la llovizna de un cielo inolvidable, con su frío ecuatoriano mordiéndonos las orejas y la nariz.
Nos acompañaba Nico, el argentino que hacía el mismo recorrido con chanclas y muerto de la risa cada vez que podía. Era nuestro guía, digamos, y el que nos estuvo halando toda la noche hasta que vimos frontera casi a punto de amanecer.
Rumichaca: «Yo voy y sello, pero ustedes pasen sin decir nada ni mirar a nadie». Así pasamos los tres mosqueteros, que más que mosqueteros parecíamos los sobrevivientes de los Andes pisando suelo colombiano.
Luego cantamos y así conseguimos comida y dinero para seguir el viaje. De Ipiales seguimos hasta Pasto sin contratiempos. Allí Juan Carlos y Paola nos recibieron en su casa y dormimos en la sala como lirones, en una tienda de acampar que era algo así como el Sheraton.
Y luego el bus a Cali. ¡Cuánta rabia, miedo y pena por ti!, ¡cuánta indignación! Para evitar la requisa te metiste al baño apenas subieron los policías. Pero te vieron y te sacaron a gritos. Después nos bajaron del bus y descubrieron quién eras: el polizonte de la vida, el Arthur Gordon Pym del Caribe, el que había salido de su caja a ver qué pasaba en la proa de la vida. Pero no solo no te encontraron papeles, tampoco te encontraron dinero, ni a ti ni a mí. Pobres ellos y pobres nosotros. ¡Qué risa! «Súbanse a su bus, muchachos, y buen viaje». Es que los músicos también tienen angelitos, como los borrachos.