Tendría que preguntarle a Fabelo, pero juraría que estábamos en la década de los años setenta, probablemente en 1975, y que hacía un frío de espanto en La Habana, donde las olas rebosaban el muro del malecón y las salpicaduras y el salitre cubrían, hasta nevarlos, los cristales del hotel Riviera.

 

El caso es que ambos nos habíamos propuesto conversar con Gabriel García Márquez sin que nadie nos introdujera y sin que fuera necesaria la recomendación de alguna celebridad nacional. Y como yo lo había saludado en Casa de las Américas un par de veces --momentos que, como era de esperar, aproveché para hablarle de La hojarasca, su novela de juventud y, por supuesto, de Rulfo y Pedro Páramo, de Vargas Llosa y Los cachorros, de Carlos Fuentes y Aura y, por qué no, de Los pasos perdidos y Alejo Carpentier, que era (entonces y todavía) la mejor manera de explicarse el boom-; nada más justo, se supone, que yo presumiera ante mi hermano, el dibujante de Guáimaro, de mi estrechísima amistad con el hijo del telegrafista de Aracataca. Y fue tal la determinación que teníamos reflejada en el rostro cuando llegamos a la Carpeta del hotel y preguntamos por el número de la habitación del escritor colombiano, que los empleados nos respon-dieron sin la menor sospecha de malas intenciones, entre otros motivos porque Fabelo y yo ni siquiera parecíamos impostores. 

 

Todavía el arique nos colgaba de los tobillos y el jineterismo a nadie se le ocurría imaginarlo en aquellos años, cuando apenas con 25 pesos (obviamente cubanos) uno podía invitar a la mujer de su vida a contar estrellas y a subir al cielo…, para seguir con las metáforas.

 

García Márquez (para nosotros fue Gabo mucho después) bajó en el acto, atravesó señorialmente el lobby, fingió que me conocía de toda una vida (incluso preguntó por mis padres que, estoy seguro, allá en Villa Clara, no tenían la más remota idea de quién era él) y nos invitó a sentarnos justo frente a la salida del Cabaret Internacional, que a esa hora estaba cerrado.

 

Recuerdo que cuando le presenté a Fabelo, le dije que era uno de los más grandes dibujantes de Cuba (ya lo era) y que me respondió con la misma gracia de la última vez en que nos vimos, durante su más reciente viaje a La Habana: - Sí, él y yo somos más o menos de la misma grandeza; cuánto mides tú, Fabelo.

 

No hablamos de literatura, ni de arte, ni de política; de lo que único que pudimos conversar fue de nosotros mismos y de cómo se pierde el tiempo cuando se es joven, sin conciencia de que jamás podrá recuperarse. En particular, él habló de la importancia que tiene para un escritor observar y leer más que escribir, al tiempo que nos aconsejó (pero sin parecer que nos aconsejaba) no confiar demasiado en la lógica que se deriva del orden.

 

Nosotros lo escuchamos como si hablara Dios y, en mi caso, la única pregunta que le hice estuvo relacionada con la figura del padre en la familia ancestral colombiana. Él no se detuvo demasiado en el asunto, aunque nos confesó que le interesaba muchísimo, y nos preguntó, casi susurrándonoslo: -¿Ya conocen a Fidel? Cada uno le contó sus limitadas experiencias al respecto, y al cabo él cerró el tema con una frase que todavía hoy se me antoja lapidaria: -Apúrense, porque toda la vida no les va a alcanzar para quererlo.

 

Al final, cuando ya no quedaba asunto humano o divino por tratar, Fabelo desenrolló una cartulina mediana que había tenido todo el tiempo sobre las piernas y se la ofreció como regalo de despedida. Él la tomó por los extremos y miró el dibujo sin proferir palabra alguna... 

 

Hasta que dijo, con esa alegría suya de niño grande: -Me voy; Mercedes tiene que ver esto antes de que yo se lo cuente. Y se fue por donde mismo había venido; sólo que ahora llevaba junto al pecho, arropado por sus brazos, el tesoro irrepetible de una acuarela de Fabelo.

 

Varios años después, cuando ya todos éramos grandes amigos y nos reuníamos siempre que Gabo y Mercedes venían a La Habana, alguien me llamó desde México, o desde Colombia, para decirme que necesitaba hablar con el artista cubano Roberto Fabelo para proponerle que ilustrara La cándida Eréndira y su abuela desalmada, y otros libros de Gabriel García Márquez…

 

Pasó la muerte y nos quedó la vida.

 

Fue así como caí en cuenta que sin aquella tarde en el hotel Riviera, una parte esencial de lo que somos hubiera sido imposible, y muchísimo menos sufrir este dolor amable que ya no me abandona, esta mesa vacía, esta ausencia de un dios.

 

Mayo de 2014