La niña Mercedes y el señor Benz
Mercedes era una niña de apenas 11años de edad cuando se vinculó al automóvil por obra y gracia de su padre, Emilio Jellinek. El señor Jellinek siempre fue un redomado aventurero. Nació en Leipzig, sus padres eran judíos austriacos y desde niño manifestó sus deseos de «correr el mundo».
Siendo un escolar, escapó de su casa para conocer «nuevas tierras», pero pronto se le acabó el dinero.
Se puso a trabajar en una empresa ferroviaria, como simple peón. No por mucho tiempo, porque cruzó el Mediterráneo y se fue al norte de África. Allí aprendió a montar a caballo y se destacó en la equitación, al tiempo que se hizo de importantes amigos. Cierto día a fines del siglo XIX, Emilio corría a galope tendido su caballo cuando tropezó y cayó estrepitosamente.
Quedó inconsciente. Al despertar -como en los cuentos de hadas-, estaba en un fastuoso castillo atendido por una hermosa joven. Resulta que un diplomático austriaco lo recogió herido, lo llevó a su mansión y allí le atendió su hija.
También, como en los cuentos de hadas, Emilio y la hija del diplomático se enamoraron, se casaron y fueron muy felices. Pero aquí no termina la historia. El suegro de Emilio le puso un negocio de frutas tropicales en Viena, que Jellinek sostenía gracias a los jeques norafricanos amigos.
Ese próspero negocio no duró mucho porque el suegro lo «colocó» de agregado en el Consulado Austro-Húngaro de Niza, al sur de Francia. Y a esta importante ciudad de la Riviera francesa se fue la familia Jellinek.
El joven diplomático Jellinek encajó perfectamente en aquella sociedad de entre siglos de Niza. Educado, aventurero y cuentista irremediable, Emilio consiguió muchos amigos y una gran afición por los autos, de moda por esa época.
Ya había sido propietario de buen número de autos: un triciclo De Dion-Bouton, el coche de vapor de León Bollée, un Benz de cuatro plazas, otro Panhard & Levassor y un Peugeot.
En breve, comprendió el grande y promisorio futuro del automóvil, mientras al propio tiempo, estudiaba los defectos que no permitían al auto progresar.
Sin conocimientos técnicos, aunque asistido de un claro pensamiento pragmático, Jellinek fue el primero en proclamar que el automóvil no era un coche de caballos con motor, sino un conjunto orgánico diferente, un vehículo nuevo, sin precedentes. Y con esa idea se fue a Stuttgart para ver a Teófilo Daimler, el «padre del automóvil».
No obstante, Daimler sustentaba otra teoría: la del motor intercambiable, que se usaba hoy para mover un carromato, mañana una lancha y luego para sacar agua de un pozo, por lo que no «se entendió» con Jellinek ni accedió a sus «caprichos», y en cambio terminó vendiéndole un Daimler modelo Phoenix, lo más reciente de lo fabricado en Stuttgart.
Jellinek regresó a Niza con su Daimler Phoenix de 23 CV, y lo inscribió en las carreras que a menudo se organizaban alrededor de la ciudad. El 21 de marzo de 1899, el Daimler de Jellinek participa en su primera competencia. Como las relaciones franco- germanas eran entonces muy tirantes, Jellinek decide no inscribir un auto con nombre alemán. Como quiera que en aquellos años los automóviles no se diferenciaran mucho unos de otros ni tenían marcas renombradas, el inspector de carrera iba auto por auto preguntando: marca, dueño y piloto. Al llegar al Daimler de Jellinek, el diplomático informa dueño y piloto, pero el inspector insiste: ¿qué marca?, y emplazado por la mirada inquisidora del inspector y ante la amenaza de no poder competir, responde sin detenerse a pensar mucho:»Mercedes», el nombre de su hija.
Realmente, como después recordara, en ese momento no calibró las consecuencias que traería su decisión. Pero le gustó que el auto llevara el nombre de su hija. Por eso, cuando sorpresivamente el «Mercedes» de Jellinek ganó inobjetablemente la carrera, dejando sin lugar a dudas la calidad del auto, todos quisieron comprar un «Mercedes», solo que tal marca no existía.
Jellinek se sentía acosado por sus amigos para comprar autos «Mercedes» y no sabía cómo explicar que esa marca la había inventado él. Mientras esto ocurría en Niza, el «padre del automóvil», el legendario Teófilo Daimler, fallecía en Stuttgart el 6 de marzo de 1900, a punto de cumplir 66 años de edad.
Ya para esa fecha, los amigos de Jellinek habían reunido más de medio millón de marcos oro con el fin de comprar 36 autos «Mercedes»; y con tal encargo viajó otra vez Jellinek, en abril del año 1900, a Stuttgart y Cannstatt.
Si bien Daimler ya no pudo escuchar las ideas de Jellinek, Guillermo Maybach, su mano derecha, y quien lo ayudó a fabricar el primer automóvil, sí las había analizado y estaba de acuerdo con Jellinek. Cuando el banquero Maximiliano Duttenhofer, presidente de la Sociedad Daimler-Motoren-Gesellschaft tras la muerte de su fundador, vio el dinero que traía Jellinek, ordenó inmediatamente fabricar los autos como pedía tan distinguido cliente.
Fue Maybach quien construyó la primera máquina Mercedes de la historia como la quería Jellinek, un automóvil totalmente revolucionario, con soluciones mecánicas innovadoras y una técnica nueva que lo alejaba definitivamente del carromato tirado por caballos. Así nació el auto marca Mercedes.
¿Y lo de Benz? Pues lo de Carlos Benz se los contaré en la próxima edición, porque su nombre no se une al de Mercedes hasta 1926. Pero esa es ya otra leyenda.