- Historias del mar
EN PUERTO DE LA LIBERTAD, EN EL SALVADOR, SE VIVE DEFINITIVAMENTE UN MUNDO DIFERENTE. ALLÍ TODO ES UN ESPECTÁCULO QUE DE NINGÚN MODO DEJA INDIFERENTE AL VISITANTE, SEA NACIONAL O DE OTRAS LATITUDES
Separado a poco más de 30 km de San Salvador se impone el Puerto de La Libertad, uno de los principales sitios turísticos del país, que con su magia deslumbra de un golpe, porque lo posee todo: playas de arenas negras de origen volcánico que invitan a zambullirse; típica gastronomía marina, irresistible para quienes gustan del buen comer; llamativa artesanía que es expresión de una cultura auténtica; y un ambiente tranquilo y seguro en el que sobresale su gente de piel curtida por el salitre y el sol, que por ese contacto directo con el mar, expresa una identidad, una manera muy peculiar de ser. Ellos, cientos de pescadores artesanales, vendedores, procesadores, comerciantes, ayudantes…, constituyen el alma de una ciudad que de ningún modo deja indiferente al visitante, sea nacional o de otras latitudes.
Lo mismo por la Carretera del Litoral que usando la vía San Salvador-La Libertad se puede acceder al que fuera, durante décadas, el primer puerto comercial de El Salvador y hoy resulta su punto más importante de producción pesquera, aunque, si así lo prefiere, existe la variante de tomar el autobús de la ruta 302 que parte del Parque Bolívar, en la capital, con lo cual aparece también la oportunidad de apreciar el llamativo paisaje que va conduciendo hasta este tradicional territorio que ha concentrado en el turismo el 80 % de su actividad.
Con sus numerosas playas (San Diego, El Obispo, Conchalío, Majahual, La Paz, Toluca, Las Flores, Ticuizapa, Las Bocanitas, Cangrejera y Los Pinos), restaurantes esparcidos por todo el litoral y su muelle artesanal, tal parece que el Puerto de La Libertad no descansa con el ajetreo constante de sus habitantes, quienes se muestran orgullosos de proyectos como la Plaza Marinera que, con el apoyo del Gobierno salvadoreño, ha llegado no solo para otorgarle un rostro más renovado al Malecón, sino, sobre todo, para potenciar, desde el punto de vista turístico y económico, este lugar que constituye una de las maravillas del país.
PARA TODOS LOS GUSTOS
Intensamente activo es el muelle del Malecón. Con su infraestructura física ya mejorada, termina en un espigón donde se localiza el famoso mercado de pescados y mariscos frescos, el sitio que provee muchas de las delicias que habitan en el Océano Pacífico: langostas, cangrejos (conocidos popularmente como jaibas), bocas coloradas, calamares, conchas, camarones, almejas, jureles, mantarraya, tiburones…, los cuales se pueden adquirir por libra y a precios asequibles.
Expresión auténtica de la cultura del país, en el muelle se levantan los puestos para vender esos productos que son tratados de forma artesanal. Irresistible se vuelve, por ejemplo, el ceviche que María propone a precios que van entre 3 y 5 dólares. «Lo tenemos muy sabroso de pescado, pero también son muy ricos los mixtos con calamar, camarón, caracol y pulpo», enfatiza, mientras destapa los recipientes que por ser transparentes resaltan por el colorido.
Pero esa es solo uno de los tantos ofrecimientos que motivan al paladar desde los más diversos mostradores donde los vendedores, en su mayoría mujeres, cantan sus productos todo el tiempo, sin importar que los paseantes finalmente los compren o no. El fuerte de Beatriz es el pescado en salazón. Su curvina tiene fama en los alrededores, pero ella no revela el secreto de cómo realiza el proceso de preparación. «Se sala y el secado dura dos días, después se puede conservar por mucho tiempo», comenta, pero no dice más.
Marcos, que dentro del mercado representa su competencia con un puesto especializado en camarones, se muestra todo el tiempo comunicativo. «Los camarones de cola grande, los semijumbos, son perfectos para cocinarse al ajillo o fritos; tenemos también colitas más pequeñas (les llamamos chacalines) que combinamos con los medianos para preparar cocteles... y, bueno, están los jumbos, de seis a ocho pulgadas, y las langostas (dos hacen una libra) que te los doy por seis dólares», comercializa sin ningún recato.
Jaibas para sopas y mariscadas, almejas, mejillones, junto a filetes de raya, curvina, boca colorada y dorado, «que son los especiales», completan las ofertas de Marcos, quien aprovecha para disertar sobre los calamares del Pacífico. «Los japoneses le dicen ika, los americanos squid, y nosotros calamardo. Cierto que los del Atlántico son más grandes, pero los nuestros, con su sabor característico, da gusto comerlos».
VIVENCIAS PARA CONTAR
En el espigón, David se gana la vida como maniobrero. «A nosotros nos toca dejarles listas las embarcaciones a los pescadores para que puedan lanzarse a la mar. Empezamos sobre las 7:00 a.m. porque vienen zarpando a las 9:00 a.m. a más tardar. Nos encargamos de buscar lo que requieran para el viaje, mientras ellos van a comprar la comida que necesitarán», explica este hombre que realiza esas labores acompañado de su esposa.
«Nos pagan en especie, con pescados, que luego les vendemos a los turistas. La ensarta (cinco ejemplares que pesan unas cuatro libras) la proponemos a 5 dólares, pero si me dicen que se la llevan en 3 igual se la doy, porque preferimos vender que enhielar».
David trabaja para gente como José, quien cada vez que se tira con su lancha nombrada «Ayre de mar» se encomienda a San Rafael Arcángel, patrono de los pescadores y pobladores de Puerto de La Libertad, para que lo proteja y lo ayude. «No siempre nos sonríe la suerte y podemos capturar varios bocas coloradas, atunes, jureles y especialmente dentones, formidables tanto por el tamaño que alcanzan como por la exquisitez de sus carnes. Se les llama de ese modo porque tienen dientes enormes, como colmillos.
«Ya estamos acostumbrados, pero son dos días los que nos pasamos en altamar. Le haríamos una ofrenda especial a San Rafael Arcángel si regresáramos al muelle con mil libras de pescado, pero sabemos que lo normal es que reunamos unas 400, 300. A veces el Pacífico no le hace honor a su nombre y se enfurece, entonces no podemos esperar mucho: nos anclamos y colocamos en la punta de la lancha una pichinga para que no retumbe mucho, hasta que todo vuelve a la normalidad y ponemos nuevamente, esperanzados, manos a la obra».
En Puerto de La Libertad se vive, definitivamente, un mundo diferente. Allí todo es un espectáculo que no se debería perder quien visite El Salvador: un regalo seguro para los sentidos y la oportunidad de entrar en contacto con personas llanas, quienes, como puros «lobos de mar», tienen un sinfín de historias interesantes que contar.