VEGUEROS
odas las alegrías del veguero germinan en la ansiedad de trabajar. Del campo brotan las ilusiones que le ayudan a seguir viviendo y sobre él, nacen teorías muy propias acerca de la dicha de existir. No hay dudas: para estos hombres, el único pensamiento invariable es sacar adelante la vega; y en eso consiste la grandeza de su historia, mezcla de tradición, sabiduría, voluntad y dominio de las complejas reglas del cultivo. ¿Qué hacen día tras día durante nueve meses o más, hundidos en el fango, mojados o al sol y acorralados por un mar de hojas? Surcan, siembran, riegan, escardan, limpian con azada, aran con bueyes, deshijan, desbotonan, cuidan, cosechan, miman cada una de las plantas y cada una de las hojas; a veces tantas veces a la semana, que pareciera que han perdido la noción del tiempo y del espacio, en medio del paisaje exuberante de la vega, que constituye a la vez, su conexión con el mundo; y en la distancia, una especie de postal bucólica que pocos imaginan lo que cobra en esfuerzos y en horas.
Eso es la vega, en apariencia; un paraíso que contagia una extraordinaria sensación de libertad y de paz; donde el aire ciertamente es más puro, el cielo más alto y el verde más intenso, como una extraña ecuación natural que cualquiera pudiera confundir con la perfección. Los vegueros, sin embargo, saben que esa imagen idílica está jalonada por desafíos y esfuerzos; que la naturaleza está ahí como un péndulo y que puede ser noble pero también cruel, o sorprendente al menos, como una fiera. Por eso, si bien no niegan que para que una vega prospere, la única visión en el horizonte es el trabajo –lo que cualquiera descubre nítidamente en sus rostros, su piel y sus manos–, sienten un orgullo enorme y una alegría proverbial del destino arduo; inconcebible para ellos en ningún otro lugar del mundo como no sea allí, mientras siga saliendo el sol cada mañana y mantengan viva una esperanza de felicidad, tengan todavía fuerzas y algo de creencia en que el único porvenir posible es contemplar todo ese esfuerzo, después, en la exquisita elegancia y placer de un habano. Esa es una verdad deslumbrante. Como también lo son la tranquilidad del veguero, la diminuta escala de su euforia, la monumental modestia que le distingue y el deseo recurrente de que vuelva a cantar el primer gallo del día y amanezca, como una invitación indeclinable al silencioso disfrute de su tesoro tan exigente. La mejor forma de saber esto es perdiéndose por los campos de San Luis y de San Juan y Martínez, en Pinar del Río, Cuba; a través de carreteras tranquilas que serpentean entre vegas y descubren las casas simples, pero atildadas, de los labriegos.
Esposas e hijos, nietos y sobrinos, suelen adorar al veguero principal, muchas veces personalizado en ancianos cándidos, curtidos y de manos portentosas, como un símbolo de unidad familiar; o en sus descendencias primogénitas e incluso más bisoñas, que llevan en sí el carácter ancestral de quienes les antecedieron y una gigantesca cuota de aprendizaje metabolizado; pues esa es otra característica cualidad entre estos hombres: la vega atrapa y el veguero, normalmente, es fruto de una tradición que siempre devuelve a la memoria el mismo sueño de semillas, posturas, raíces y hojas, que normalmente excitaba de un modo diferente, la imaginación del papá.
Hay una profunda asunción en el veguero, de lo que significa su papel para el éxito de la cosecha: si es buena, todo lo que puede pasar en lo adelante, será maravilloso
Hay, por demás, una profunda asunción en el veguero, de lo que significa su papel para el éxito de la cosecha. Si es buena, todo lo que puede pasar en lo adelante, será maravilloso; y por eso, la decisión de aferrarse a esa probabilidad, como un único desenlace. Varias decenas de hombres de generaciones distintas se encuentran aislados en los campos de San Juan y Martínez, aunque unidos por el hilo invisible de la misma historia común de su condición de vegueros, que sigue sobreponiéndose intacta a los embates ciegos de la modernidad. Las hojas de sus vegas son el mejor juicio que pueden merecer; y descubrir que no existe en el mundo ninguna revelación tan dulce como amanecer en esos campos colmados de un fulgor verde y tierno, que también pudieran ser parte del paraíso.
La tradición familiar está siempre presente entre estos hombres, cuyos abuelos o padres también fueron veguero