Herencia (La bandera)
Con niños de su proyecto cultural en el barrio de Romerillo

Si los hijos son siempre una pregunta que hacemos al futuro, la existencia de Kcho sería una respuesta para seguir queriéndolos: su grandeza de espíritu, su talante de ángel… A tal punto llega su inmanencia, que si un viajero arribara hoy a La Habana e indagara por Alexis Leyva Machado, lo más probable es que se fuera como vino, sin saber quién es. En cambio, si preguntara por Kcho, se llevaría la sorpresa de que muchos lo conocen e incluso lo protegen, lo que no significa que puedan encontrarlo cuando más lo precisan: él tiene el raro privilegio de estar aquí y hacerse esperar allá, de estar allá y hacerse esperar aquí. Si la ubicuidad fuera posible, tendría que llevar su nombre. Si lo sabremos todos, que de tanto aguardarlo, siempre lo perdonamos.

Ahora bien, si nuestro viajero despistado desembarcara en Nueva Gerona e hiciera sus mismas preguntas habaneras, vería que todos —sin excepción y aún hoy cuando ella no está— le espetarían: «Ah, sí, ese es el hijo de Martha», y a partir de entonces la energía y el misterio de aquella mujer excepcional serían, en buena medida, la explicación a este Kcho que nos revisita y convoca a vivir todos los días. Por supuesto, en un periplo tan íntimo y necesariamente breve como el que nos ocupa, habría que hablar de Leyva, el «viejo», el padre, el trashumante, el ingenioso, el carpintero, con sus sillones multicolores a lo Mondrian, y sus andanzas festivas. Él es un trotamundos, navega a toda hora y no deja constancia. Su mejor invento fue, sin lugar a dudas, aquel pequeño trasmisor de televisión capaz de provocar en el vecindario de la calle 22 la misma pregunta cada tarde: «Leyva, dinos qué vas a poner esta noche». Y él, con la ingenuidad de un alquimista, seguramente habría respondido: «El padrino, primera parte», que sigue siendo hasta hoy su película favorita.

Cuando Martha llegó a Gerona, Kcho, si acaso, era una esperanza. Corrían los años sesenta, y en su afán fundador ella estructuró una familia, sembró proyectos, durmió poco y jamás dudó a la hora de situarse del lado del deber. Cuando hablaba de Patria, indefectiblemente decía Martí, Maceo, y decía Fidel. Así creció Kcho.

Tanto hizo y legó esta mujer, que hoy la recuerdan varias instituciones culturales que llevan su nombre, entre ellas la Galería de Artes Plásticas de Nueva Gerona, una escuela, una sala de arte en La Habana, miles de amigas y amigos y una nostalgia explicable, incluso en quienes no la conocieron. En las ocasiones en que me encontré con ella, siempre dejó en mí la sensación del asombro, como si me hablara la voz de una estirpe. Si te daba la mano, se estremecían las cosas; si reía, se enteraban los muertos, y si conversaba, lo hacía con el encanto de las madres antiguas, sin el menor resquicio para el desaliento. Sus consejos y encargos no eran para ignorarlos. Hablaba de la vida, de lo que nunca muere, y si le preguntabas, tenía la solución. La recuerdo diciéndome: «El problema de un taller de cerámica no es la calidad del horno, sino los ceramistas». Y colaba café, sin importarle cuánto ni si mañana habría.

Era estricta y severa en asuntos de arte, a los cuales hermanaba la ética. Kcho me ha contado que una vez, mientras él estudiaba en la Isla, debía hacer un dibujo y, por mucho que se lo proponía, le resultaba imposible. Entonces ella lo tomó de la mano y lo ayudó a despejar el trazo. «Aquello fue impresionante
—me confiaría el hijo de Martha muchos años después—; sin embargo, cuando creía que había resuelto mi problema, rompió la cartulina y me dijo que ahora lo hiciera solo, sin ayuda de nadie. Así me enseñaba y así fue que aprendí».

En otra ocasión, Kcho, obviamente más inquieto, impetuoso y travieso que los niños de su edad —aún hoy lo es entre sus contemporáneos—, estaba castigado en la parte alta de la casa, mientras Martha atendía a una visita. Entonces se le ocurrió dibujar a un presidiario con un grillete enorme, y deslizar el dibujo por una suerte de claraboya que daba a la sala, donde estaban su madre y aquellos convidados. Martha lo vio, se echó a reír y le suspendió el castigo.

En 1986, cuando Kcho fue seleccionado para continuar sus estudios en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP), a Leyva no le gustó la idea. Le preocupaba el muchacho, lo inquietaba La Habana. Y el hijo de Martha no tuvo otro consuelo que afligirse y llorar. Un buen día la madre, persuadida de que no habría otro remedio como no fuera acceder, lo llamó a solas, le explicó las razones e hizo que se comprometiera a ser, si no el mejor, uno de los mejores alumnos del país. De convencer a Leyva, con seguridad parte del plan, se encargaría ella. Y Kcho festejó en su interior el júbilo de un sueño.

Lo imagino llegar a La Habana en 1990, precisamente en los momentos en que Cuba se adentraba en la más honda y prolongada crisis de su historia. Fue en esa época, quizás en 1992, cuando Martha me habló por primera vez de su hijo y me pidió que me interesara por él y le informara periódicamente. Yo ocupaba a la sazón un cargo directivo en el Ministerio de Cultura y había ido a Nueva Gerona a evaluar cómo marchaba el proyecto del Taller de Cerámica y a sostener encuentros con varios escritores y artistas, entre los que sobresalían los integrantes del grupo Terracota 4, la gestora cultural Martha Machado, el poeta Francisco «Paco» Mir y el artista plástico Agustín Villafaña, estos dos últimos mis amigos desde los días tempranos de la Brigada Hermanos Saíz.

Nada más regresar a La Habana, ya Martha estaba llamándome para «controlar» la tarea relacionada con su hijo. Recuerdo que «inventé» una visita a la ENAP, entre otros propósitos penosamente disimulados, para conocer el rendimiento académico y la conducta del muchacho. En mi recorrido por las instalaciones lo vi enfrascado en la tarea de dibujar sin modelo. Él no se inmutó, y la profesora que me acompañaba me comentó en voz baja, refiriéndose a Kcho: «Ese, cuando se propone algo, hasta que no lo logra no para». «¿Y es disciplinado?», pregunté haciéndome el tonto. «Bueno, le gusta mucho ir a las cafeterías y al barrio ese del paradero». Cuatro años después, aquel adolescente llegado de Gerona se graduaba con la máxima puntuación y mostraba una tesis o trabajo de diploma que, desde entonces, clasificaría entre los más sorprendentes de cuantos se hayan visto en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de Cuba. Aquel conjunto de obras estaba integrado por las hoy muy célebres Paisaje cubano (más conocida como El escudo), La peor de las trampas (comúnmente identificada como La escalera), Herencia (reconocida como La bandera), y cuatro paisajes: La isla, El mar, La sierra y El tornado. Empezaba así la incontenible ascensión de Kcho. Curiosamente, en Europa y Norteamérica los agoreros decretaban el «fin de la historia». En realidad, el mundo era otro, pero Cuba resistía.

Llevo conmigo, como uno de mis más abrigados recuerdos, el día en que Kcho, ya egresado y no sin cierta impaciencia, me invitara a ver una obra que tenía literalmente encerrada en un cuarto de la casa donde entonces vivía. Estuvimos apenas un minuto en la sala, hasta que él abrió la puerta de la habitación, y ante mis ojos se mostró, aprisionada por las cuatro paredes del recinto, como un dragón dormido, nada menos que La regata, con toda seguridad una de las obras más contundentes y estremecedoras que se hayan hecho en Cuba y en el mundo acerca del tema migratorio. Me preguntó qué opinaba, y le respondí, sin sombra de dudas: «Es arte, es sencillamente extraordinaria, irrepetible, y vamos con ella hasta el final». Después se expuso en la Bienal de La Habana, y una copia de ella en museos y galerías de diferentes países. Nadie osó nunca entorpecer la circulación natural de aquella obra tan desgarradora como valiente. El coleccionista alemán Peter Ludwig la adquirió y la mostró durante un buen número de años en el Forum Ludwig de Aachen, en Renania Septentrional-Westfalia, hasta que le perdí la pista. Helmo Hernández, Jorge Luis Prats y yo nos reencontramos con ella en ese sitio y, finalmente, pude detenerme a observar cada uno de las decenas de objetos que, por efecto del todo, de la sensibilidad y la mano de un artista realmente original, se trasformaban en diminutas balsas que viajaban en un solo sentido, el de la Tierra Prometida, el del Norte industrializado y seductor.

De entonces a acá han pasado no solo años, sino penas y glorias. Por pasar, ha pasado un siglo sobre nuestras cabezas, «el más breve de la historia», según Erick Hobsbawm. Hoy Kcho tiene cinco hijos y encabeza uno de los más hermosos proyectos socioculturales que yo he conocido: el Kcho Estudio Romerillo, Laboratorio para el Arte, al que, dada su significación para la cultura cubana, dedicaré alguna otra crónica en el futuro. El proyecto, que fuera inaugurado por el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz en víspera del 8 de enero de 2014, cuando se cumplieron 55 años de su entrada triunfal a La Habana, en 1959; consta de la biblioteca Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque, con su correspondiente sala de lectura e Internet, de acceso gratuito para todos los vecinos; la Sala de Arte Martha Machado, donde ahora mismo se expone parte de la colección personal de Kcho de obras de Wifredo Lam (próximamente se mostrará el quehacer de otros artistas de renombre internacional: Warhol, Spencer Turner, Servando Cabrera…); la Sala Teatro Tocororo, en la que tiene su sede La Colmenita del barrio y donde se realizan presentaciones de diversa naturaleza escénica; La Nave, espacio para el arte contemporáneo, que exhibe en estos momentos El pensador, conjunto de obras de la autoría del propio Kcho, y el Taller Experimental de Gráfica Romerillo.

Este nuevo núcleo cultural de permanente interacción con la comunidad, ideado por el artista no como algo ajeno a los pobladores, sino como factor de cambio y progreso social, comprende áreas deportivas, espacios socioculturales, redimensionamiento de lugares públicos, entre otras acciones. El Kcho Estudio Romerillo está ubicado en un barrio de la ciudad históricamente poco favorecido, a escasos metros de la que fuera la mil veces añorada por Kcho Escuela Nacional de Artes Plásticas, justamente en el sitio a donde aquella profesora me dijera que él se escapaba todos los días. Así es la vida de coherente en este niño grande y creador, que ya peina canas, pero jamás se cansa.

Martha, la madre de Kcho, y Kcho, el hijo de Martha, se asemejaban como dos gotas de agua. Ambos eran/son torrenciales y no hubo ni hay obstáculo en este mundo que los contenga. Su adoración era recíproca, a pesar de la muerte, a pesar de la vida, sin detenerse a calibrar los límites. Yo le pregunto: «¿Cómo es posible, si ya ha pasado un siglo?», y Kcho me responde: «Es que nunca se ha ido; ¿es que tú no la ves?». Y hablamos de otra cosa para no entristecernos. Así exponga en la Luna, así funde en la Tierra, Martha estará con él y Kcho estará con Martha. Hijos así, padres eternos.
La Habana, 2002 / 2014.