FRANCISCO NARVÁEZ (Venezuela) Criolla, 1936
PEDRO FIGARI (Uruguay) La vida, 1933 Tomada de: Divulgación Museo Oscar Niemeyer http://www.pr.gov.br/mon
WIFREDO LAM (Cuba) El Tercer Mundo, 1965-1966 Colección Museo Nacional de Bellas Artes
ANA MENDIETA (Cuba) De la serie Siluetas, 1973
JUAN DOWNEY (Chile) Yanomami with camera, 1976 Cortesía The Juan Downey Foundation para http://www.artishock.cl

 

ETNOTOPÍA: DEFINICIÓN PRELIMINAR

La etnotopía es una estrategia de representación artística, basada en la articulación sinérgica de elementos alusivos al modo de vida y el hábitat de un grupo humano específico, obteniéndose como resultado una imagen indivisible. Dicha estrategia se sustenta en la identificación de la cultura y el territorio, conectando el ser (o la “existencia posible”) de una comunidad con la “situación” de esta en el espacio. Por tanto, la representación etnotópica está asociada a deseos de afirmación identitaria o a búsquedas ontológicas que pueden ser de carácter individual o colectivo y manifestarse con procedimientos o lenguajes tan distintos como la pintu­ra, la escultura, el collage, la instalación y el performance. Esa diversidad de opciones posibilita el abordaje de diversas propuestas y autores en los cuales prevalece la voluntad de construir un discurso, ya sea alegórico o crítico.

La cultura visual latinoamericana está plagada de alusiones etnotópicas que han intentado acercarse a una síntesis me­tafórica de lo vernacular mediante la estructuración de una suerte de cartografía simbólica del continente. Es cierto que, a menudo, este repertorio de imágenes ha sido interpretado equívocamente como el resultado de una identidad sustan­cial y definitiva que ha dado orígen a muchos reduccionismos. Aun así, estas proposiciones plantean un interesante desafío a los procesos de creación y reflexión artística en los países de la región. Se trata, ni más ni menos, de la construcción de un imaginario sim­bólico que, más allá de cualquier juicio teleológico, se sabe inacabado y plural.

SER Y ESTAR: PRECURSORES

MODERNOS

Pensadores como Manuel González Prada (Perú, 1848-1918), José Vas­concelos (México, 1862-1959) y José Enrique Rodó (Uruguay, 1871-1917) delinean un acercamiento preliminar a la fisionomía del ser latinoamericano, señalando algunas cualidades propias del modelo etnotópico. González Prada habla del indoamericano que se eman­cipará por esfuerzo propio y no por humanización de sus opresores. Vas­concelos se refiere a la “raza cósmica”, hecha con el genio y la sangre de to­dos los pueblos. Rodó describe a Ariel, ejemplo de integridad humana, desin­terés y caridad que se opone al espíritu práctico y egoísta de Calibán. Cada una de estas figuras identifica, según estos pensadores, la conducta específica, el gentilicio continental, en oposición a las culturas foráneas. A partir de allí no solo se vislumbra la contextura humana de un nuevo sujeto, sino también las coordenadas geográficas donde este habita. Así lo indica Vasconcelos cuan­do afirma: “Conviene que el Amazonas sea brasileño, sea ibérico, junto al Ori­noco y el Magdalena. Con los recursos de semejante zona, la más rica en te­soros de todo género, la raza síntesis podría consolidar su cultura... Cerca del río, se levantará Universópolis y de allí saldrán las predicaciones, las es­cuadras y los aviones de propaganda de buenas nuevas.”1 Esto es, ni más ni menos, un lugar para el ser, o más exactamente, el surgimiento de la vi­sión etnotópica.

Desde el punto de vista pictórico, la visión etnotópica se manifiesta en dos niveles: el iconográfico, centrado en la combinación de elementos antropomorfos, vegetales y zoomórficos; y el espacial, anulando la separación entre figura y fondo o mimetizando orgánicamente estos componentes para crear una continuidad visual. Cuerpo y espacio se mezclan, reclamando su necesaria complementariedad. El muralismo mexicano, el movimiento antropófago brasileño, el indigenismo y el criollismo dan testimonio de esa mezcla substanciosa del individuo y su territorio, de lo carnal superpuesto en la vasta y accidentada geografía latinoamericana.

En La jungla (1943) del cubano Wifredo Lam, acaso el ejemplo más abrumador e incuestionable de etnotopía, lo natural y lo humano son casi la misma cosa. También hay variantes tridimensionales de la visión etnotópica como sucede con la Criolla (1936) del escultor venezolano Francisco Narváez. La pieza, una talla en madera de anatomía voluptuosa e in­confundibles rasgos mestizos, se yergue sólidamente sin alterar la organicidad del bloque. Remata la pieza en su par­te superior un racimo de bananos que casi se confunden con los cabellos de la mujer, indicando esa intrincada mez­cla de figura y naturaleza. Es como si la obra trajera a escena, aunque solo sea de manera evocativa, un pedazo del paisaje.

En estas propuestas, como sucede en general en toda etnotopía, el tiempo se detiene. Las figuras y los cuerpos permanecen en una sincronía perenne, en un génesis eterno. No hay genea­logía, sino una amalgama protohistóri­ca, que es –al mismo tiempo– origen y destino. La imagen artística no se deja penetrar por el devenir como ocurre en el cronotopo2 bajtiniano. En conse­cuencia, la obra no se concibe como representación o ilustración de un re­lato, sino como ese instante primigenio a toda fábula; como el momento de la fundación.

LA ETNOTOPÍA VISUAL COMO

COLLAGE

La etnotopía visual tiene también sus declinaciones contemporáneas, basada en la renovación del andamiaje técnico e iconográfico y empleando el collage como estrategia de articulación creati­va. Entre los casos ejemplares que re­nuevan esta orientación se encuentra el artista venezolano de orígen italiano Claudio Perna (Milán, Italia, 1938-Hol­guín, Cuba, 1997), quien centra su pro­puesta en el binomio arte-ecología. “Yo descubrí –afirma– que no hay diferencia entre postulados geográficos y postula­dos artísticos.”3 Como docente univer­sitario de geografía y creador se decla­ra interesado en la convergencia de la naturaleza, la vida y la creación. Para él “los recursos de la naturaleza, junto al recurso de la inteligencia colectiva, generarán expresiones paisajísticas...”4 Esa indisociable relación entre los indi­viduos y el entorno domina sus mapas intervenidos con fotografías, dibujos y anotaciones. Son trabajos concebidos desde la óptica de un Geógrafo Cul­tural5 que tiene por objeto indagar en torno a un “ser en situación” que es único y plural al mismo tiempo. “Tra­bajo –dice– con la convergencia huma­na, conceptual y geográfica.”6 De ahí que sus mapas de Venezuela, aunque indiquen lugares específicos, están plagados de múltiples referencias cul­turales, tanto propias como foráneas, combinando reminiscencias personales y colectivas, pasadas y presentes, na­turales y urbanas. El sujeto como pro­tagonista: el territorio como proyección de la experiencia.

Las obras de Perna no son, hablando en sentido llano, ni retratos ni paisa­jes; tampoco se detienen en los efectos expresivos y atmosféricos que suelen distinguir estos géneros. En realidad son proposiciones evocativas, elípticas, que adelantan una visión etnotópica más actual, basada en la indagación fi­sionómica y espacial: “Venezuela como gran unidad territorial, compuesta de múltiples realidades físicas y cultu­rales, de habitantes y actividades, de percepciones, de tesoros que testimo­nian la continuidad de las ideas.”7

En vez de buscar la proporción entre mapa y territorio, entre espacio físico y espacio abstracto, la propuesta de Claudio Perna intenta establecer la sig­nificación humana y cultural de la geo­grafía. Enmarcado en esta concepción, el collage no es solo un procedimiento técnico, también es una manera de aprovechar los fragmentario y acceder a lo diverso más allá del carácter unívo­co del juicio objetivo. Con este enfoque el artista se aproxima a la epistemo­logía de lo complejo, según la cual el mundo que es dado a nuestras percep­ciones no corresponde a una realidad predefinida e invariable, sino configu­rada a través de la experiencia.

PERFORMANCE ETNOTÓPICO

Si hasta aquí hemos analizado los dife­rentes matices que ha adquirido la visión etnotópica como estrategia de represen­tación vinculada al sujeto y al entorno, ahora nos toca comentar la manera en que este planteamiento se manifiesta de cara a la experiencia del cuerpo en el paisaje físico. En este sentido, el arte performático constituye una nueva posi­bilidad de enlace o reencuentro vital con el territorio. Aquí la visión, como en el modelo perceptivo merleau-pontiano, se transforma en acción y el espacio se con­vierte en una extensión del cuerpo.

La artista cubano-americana Ana Men­dieta (La Habana, 1948-Nueva York, 1985) emblematiza ese deseo de co­munión entre la naturaleza y el cuerpo a través de un enfoque muy personal del performance. “Gran parte de su obra –escribe Gerardo Mosquera– con­siste en un acto único: fundirse con el medio natural. Lo describió así: ‘Me he lanzado dentro de los elementos mis­mos que me produjeron, usando la tie­rra como mi lienzo y mi alma como mis herramientas’”.8

Complementando este planteamiento, Mendieta se interesó por indagar en torno al significado cultural de sus ac­ciones, intentando trascender metafó­ricamente las restricciones sexuales y el exilio. Por ello introdujo alusiones a diferentes culturas, referenciando par­ticularmente la tradición prehispánica y la liturgia afrocubana. De estas retomó el carácter sagrado de la tierra, el río y el monte. Hurgando en esos elemen­tos la artista buscaba restablecer la conexión con un pasado y una cultura que consideraba esenciales.

En Siluetas, una serie de acciones e intervenciones realizadas en lugares aislados de Iowa (EE.UU.) y Oaxaca (México) entre 1973 y 1980, la figura de la artista se inserta en el paisaje, utilizando materiales naturales como agua, fuego, lodo, plumas, arenas y pólvora, incorporando también sangre y cabellos propios: “La realización de las diferentes siluetas se planeaban metódicamente y con gran precisión con un bosquejo muy minucioso, de­cidiendo el sitio y la materia con gran exactitud. Esta la recogía Mendieta de sitios donde ella consideraba que ha­bía una fuerza heredada, como exca­vaciones arqueológicas en México o en las riberas del Nilo. Con esto, plantaba otra cultura en la suya, de la misma manera que a ella la habían trasplan­tado de Cuba a los Estados Unidos.”9

Después de realizar Siluetas, Ana M. desarrolla una serie de esculturas ru­pestres en las cuevas de Jaruco (Cuba, 1981). En estos trabajos la forma fe­menina emerge de la piedra caliza con un marcado acento arcaico, manifes­tando su voluntad de comunión con la naturaleza y la cultura de su país natal. Durante la época precolonial las cuevas de Jaruco fueron habitadas por indígenas, sirviendo más tarde como escondite para los insurrectos vincu­lados al movimiento independentista. En consecuencia, trabajar en este sitio constituyó un acto de compensación psicológica y reafirmación antropoló­gica que simboliza, en su sentido más amplio, el retorno a los orígenes.

El itinerario creativo de Mendieta fue relativamente breve, pero intenso y cargado de connotaciones antropo-geográficas. “Ana se usó a sí misma como una metáfora. Y hasta su muerte trágica pareció completar el ciclo –con una lógica escalofriante– en una última obra. Como signo de la utopía e impo­sibilidad de su proyecto, la silueta final quedó sobre el cemento de Nueva York, volviendo a los primeros performances de Mendieta con la muerte y la san­gre.”10 Aun desde su fatal resolución, esta propuesta consuma en toda su plenitud la evolución y el destino final de la visión etnotópica en latinoameri­ca,11 que no aspira a otra cosa que a la perfecta fusión del sujeto y el territorio a través de la experiencia artística.

COMENTARIO FINAL (ALGUNAS AD­VERTENCIAS)

Ha querido el azar que los ejemplos empleados para argumentar estas re­flexiones correspondan exclusivamente a creadores venezolanos y cubanos del siglo xx. No obstante, las correspon­dencias que hemos encontrado entre estos creadores no omiten los matices geoculturales que distinguen a estas dos naciones. Salta a la vista la dis­tinta configuración espacial en la que habitan estos pueblos. La continentali­dad de un lado; la insularidad del otro, aunque sin descartar la pertenencia a una cuenca marítima común: el Caribe.

Pues bien, si hemos tomado estos ejem­plos como base de una hipótesis que afectaría la plástica continental, es jus­tamente porque el trabajo de los autores seleccionados, además de ser amplia­mente conocidos en los círculos intelec­tuales de la región, se ha constituido en modelo. Naturalmente, hay otros artis­tas del hemisferio que encajan dentro del enfoque propuesto, especialmente significativos son el onirismo caníbal de la brasileña Tarsila Do Amaral, las tu­multuosas escenas del uruguayo Pedro Figari, y los videos etnogeográficos del chileno Juan Downey, por solo citar al­gunos ejemplos.

Otro aspecto a destacar es que este comentario, contrariamente a lo que podría pensarse, no intenta definir “lo latinoamericano” ni establecer su iden­tidad, sino analizar las particularidades de la mirada etnotópica como una “estrategia de representación artísti­ca”. Por eso nos limitamos a describir el procedimiento y su relación con la poética del artista, sin juzgar el grado de pertinencia o de objetividad con que los creadores manejan la representa­ción etnotópica.