Los cubanos y cubanas vivimos a diario esa vocación por lo mágico, lo maravilloso no inusual, que inunda todas las prácticas cotidianas. Los servicios no son, no deberían ser, una excepción

No es casual que haya sido en la literatura latinoamericana donde se produjera una alquimia narrativa en la que la realidad se funde con la fantasía abriendo las puertas a situaciones que en su inverosimilitud son transparencias del acontecer cósmico continental. Lo real maravilloso, diría Carpentier, “esa inesperada alteración de la realidad, una revelación privilegiada... de otras dimensiones de la realidad, sueño y ejecución, ocurrencia y presencia”.

Cuba, los cubanos y cubanas, vivimos a diario esa vocación por lo mágico, lo maravilloso no inusual, la realidad que se levanta sobre sí misma para convertirse en un imaginario social de arquitectura diversa que inunda todas las prácticas cotidianas, las culturales, las políticas, las institucionales. Las prácticas de los servicios no son, no deberían ser, una excepción.

¿Qué es la excelencia sino un levantarse desde lo real y hacer algo maravilloso? ¿A qué calidad superior, sobresaliente, deberíamos propender en las prácticas gastronómicas nacionales? ¿Qué tenemos avanzado y dónde aún las oportunidades de mejora son contundentes? Lo real maravilloso es un camino inequívoco, una propuesta de probabilidad multiplicada. Desde lo nuestro, lo tangible y lo intangible, lo que somos y lo que no queremos ser, desde una ética fundante del humanismo nacional, desde la apertura del alma cubana, hay que hacer una práctica cotidiana de la excelencia, de la calidad suprema,  en el universo creciente de los servicios.

No es una quimera. La utopía tiene ya manifestaciones firmes. El reconocimiento de la “Nueva cocina cubana”, mixtura inspiradora de lo tradicional, lo moderno y lo gourmet, lleva el alma de lo real maravilloso. 

En esta “olla puesta al fuego de los trópicos… siempre a fuego de sol” que es nuestra isla, en la metáfora de Don Fernando Ortiz, se coccionan sus elementos identitarios con la asimilación de las culturas foráneas, con los tiempos pretéritos y futuros, y se brinda un producto novedoso que se reconoce desde el placer de los que lo conocen. Su marca valorativa es acuñada como “cocina de alta calidad”.

Siguiendo los pasos, en fiel compañía, la coctelería cubana no quiere quedarse atrás. Promueve así una mezcla de sabores autóctonos, incorporaciones  nacionalizadas de las herencias culturales europeas, africanas y la interconexión latina, para servir una “producción alucinógena no alienante… que nace en los sentidos y crece desde ellos hasta separarse de la raíz”.  

La coctelería cubana es una arquitectura sensorial para el despliegue y redimensión de los sabores que acompañan al placer de los que a ella se acercan. Una conversión de lo real en marvilloso cuya marca valorativa es acuñada como “cócteles de alta calidad”.

El camino aún está por desandarse en el encuentro de la producción y el consumo, en ese momento-proceso en el que las producciones simbólicas se han concretizado, han tomado cuerpo, y debería comenzar el supremo rito de la entrega, del servir. 

Anda con paso seguro la fusionada creación culinaria, pletórica de imaginación, buen gusto, imagen. Pero debe ser entregada. Le acompaña la emulsión de néctares divinos, colores asombrantes, que predicen el placer. Pero deben ser servidos. Aparece entonces el mediador subjetivo entre lo hecho y el placer del consumo. 

Servicio, y no ser-vicio (mala denominación para lo que no debe ser mala calidad, defecto, falsedad, yerro). Servicio, servir. Una vocación, una actitud, un modo de estar-siendo. 

¿Por qué no avanza a la par la pareja de complementar producto-servicio? ¿Por qué se ha imantado a nuestros haceres gastronómicos la falla en el servir? 

Trasnochados lectores de la suspicacia, o intrépidos defensores de la caracterología dicen que “somos demasiado orgullosos”. Otros, que somos despreocupados, inestables “adolecemos de fijador”. No faltan los que hablan de desmotivación, desinterés. Los menos de falta de capacidad o de formación: “El cubano sabe, pero no quiere. Sabe, pero no hace”. Miradas obtusas, generalizaciones seguro inválidas, pero no sin alguna razón.

Relegados desde las filosofías del “es lo que hay”, construidos desde modelos de consumo del “lo que te den cógelo”,  las fuentes y reforzamientos de las prácticas de servicio agotaron a la vocación y se circunscribieron en la conducta. 

Desatendieron a la persona, y la convirtieron en “intermediario robótico” (por cierto, malsano y aprovechador). Una práctica donde el otro (a quien llamamos cliente), su satisfacción, su placer, han de ser (son) el leitmotiv, fue invadida por quienes pretenden convertirla en medio de subsistencia y aprovechamiento personal (no es la satisfacción del otro, sino mi satisfacción). 

Un visitante me preguntó en una ocasión: “¿por qué los cubanos dejan de ser cubanos cuando de los servicios se trata?”. La necesidad del realce de un modo de ser, frente a un modo de estar.

¿Por qué dejarse arrastrar, hasta pensar en el “no hay salida”, por tal visión en extremo porcionada, adherida a las prácticas oscuras, sin proyecto de modificación, y además extraída de las características menos nobles y representativas de la diversidad de lo cubano?. ¿Por qué no dejar de estar en un rol que lo que más demanda es un modo de ser? 

Desde su origen como identidad el cubano es alegre, amable, colaborador, amistoso, hospitalario. Su sentido del humor, su inteligencia práctica, su “chispa”, su carácter afable, extrovertido, auténtico, lo han hecho notorio en comunidades exteriores. Sabe compartir, es bueno, sano, servicial. Le gusta más dar que recibir. Y cuando recibe supedita el precio al significado humano de la entrega. ¿Imaginemos por un momento catapultar los servicios de esas cualidades psicográficas?

Ningún favor le hace a los servicios su anclaje unilateral con los procesos de rentabilidad. Está bien que como argumento colateral se evidencie el impacto económico de un buen servicio, cuanto este puede aumentar la frontera de las ganancias. Pero la esencia del asunto no se revela en su componente tecnocrático, sino en su dimensión humana. Especialmente su dimensión ética.

Sobre todo cuando entendemos la ética como apropiación personalizada, asimilada, constituida en valor personal, de ciertas dimensiones relacionales, interpersonales, normadas con el fin de hacer posible la felicidad compartida.

La ética fundida con la cualidad del ser cubano haría esa mezcla glamourosa de realidad y fantasía que puede instituir un servicio de calidad, de muy alta calidad. La expresión del realismo mágico en el acontecer cotidiano de los servicios. 

Hacer nacer desde lo mejor del ser cubano, desde la ética de las relaciones humanas, un imaginario inundado del buen hacer en el servir, del placer de unos en favorecer el placer de otros, de encontrar una alta calidad nacional de los servicios. Sin chovinismo y con universalidad, sin desganos y con mucho amor. Una pasión por hacer las cosas bien desde el inicio, pasando por un fin más transitorio que definitivo, hasta el próximo comienzo. Una secuencia ininterrumpida de atenciones y empeños “con todos y para el bien de todos”, en aras de la excelencia.