“Acidulce” y jugosa, la piña informa lo que se ha considerado uno de los primeros “frutos” de la cubanidad en la lírica insular. La oda “A la piña”, para decirlo con palabras de uno de los más respetados estudiosos de la poesía cubana, Enrique Saínz, “es el poema inicial de la mayor parte de las antologías panorámicas sobre el género en Cuba; asimismo, es uno de los primeros textos reconocidos de la línea temática del canto a la naturaleza cubana”.
El poeta a que pertenece, Manuel de Zequeira y Arango (1769-1805) fue un popular decimista de la época que publicó bajo numerosos seudónimos. Sin embargo, pese a la saludable presencia de la fruta en su famosa oda, apreciaremos un lenguaje que poco tiene que ver con el habla criolla, incluso la más culta. Y es que el bardo fue un representante máximo del llamado neoclasicismo, que como indica su nombre, re-entroniza expresiones y mitos de la literatura grecolatina, especialmente de la poesía, y propone la corrección y el buen gusto como ideales, aunque realmente no avanzara mucho más allá.
Incluso, puede resultar altisonante –sobre todo a oídos contemporáneos– la adjetivación pomposa de Zequeira, la presencia excesiva y redundante de dioses griegos y el regusto culterano –o más bien, de imitación gongorina- que desprende el poema; sin embargo, no es menos cierto que en él ya se canta con orgullo y delectación, en el temprano 1700, a una de las maravillas de nuestra tierra, una de sus frutas más deliciosas, en lo cual ha de leerse un gesto de profundo signo identitario, de autoctonía y autenticidad.
Tres siglos después, los versos se tornan celuloide. Laimir Fano, un joven egresado de la Eicitv, Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de los Baños, Cuba, los lleva a la pantalla mediante su corto de ficción Oda a la piña (2008), triunfador en eventos internacionales, como el prestigioso Festival de Tribeca (New York), donde según el jurado, se trata de un filme que “visualmente delicioso, con sus colores imponentemente ricos, captura los ritmos culturales y los sonidos inequívocos de la ciudad en un retrato artístico del sentido de la pobreza en que permanece la vieja Habana y su belleza”.
Si el joven cineasta (quien ya había sido profusamente reconocido con un corto anterior, Model Town) emprende también un gesto esencialmente identitario como el poeta del siglo XVII de quien toma prestado el título, y algunas estrofas de la oda dichas in off, lo hace precisamente quebrando estereotipos que pudieran identificar erróneamente la cubanía.
Sobre todo desde ojos foráneos que llegan a Cuba buscando tan solo mulatas sensuales, rumba y tarimas donde se venden frutas tropicales, y que pueden identificar a Cuba con eso, o más bien, reducirla a ello.
En Oda a la piña cierta joven ha sido seleccionada para integrar una compañía de bailes cubanos financiada por productores alemanes. Se prepara un número donde las bailarinas emblematizan frutas tropicales, una imitación de las cuales llevan en las cabezas y donde ella representará justamente la piña. Durante uno de los ensayos y contrario a lo que su tipo hace esperar, extravía el ritmo y es groseramente descalificada por el panel de extranjeros que realiza las pruebas. Después, a su regreso, caminando una Habana Vieja bulliciosa y sonora, descubre en la misma calle todo el sabor y la gracia que no pudo (de)mostrar durante el ensayo, y cae abatida, infeliz y frustrada.
La identificación de la fruta emblemática con la cubanía puede lo mismo resultar un signo identitario auténtico (la oda literaria del siglo XVII) que un estereotipo (este cortometraje en pleno siglo XXI), como puede ocurrir con la asociación mecánica de la mulata-sensual y la capacidad inherente para el baile y el ritmo, o ampliando aún más el marco, la equivalencia de cubano con bailador popular.
Fano reafirma esto comentando que su “intención fundamental fue relatar la agonía de un estereotipo cultural tras una súbita disfuncionalidad que le impide ajustarse a una sociedad plagada de clichés. Hablar sobre la pérdida de la autenticidad en Cuba y sobre la exclusión a que se ve sometido lo diferente y todo aquello que se aparta del esquemático y reductor criterio que define “lo cubano”.
El corto todo rezuma tanto frescor y sutileza como los sabores que deja la fruta en el paladar: fotografía, música –verdadero protagonista, junto a la banda sonora toda–, montaje, actuaciones, coadyuvan a un hecho indiscutible: Oda a la piña es una verdadera joya del cine joven cubano desligado del mainstream. La reinserción y contextualización de un verdadero clásico de las letras insulares, como ya hemos visto, trasciende el mero ejercicio de la intertextualidad, o más bien lo afirma en su mejor sentido: ese que busca y encuentra, precisamente, otro(s) sentido(s), valga la redundancia, a veces incluso refutadores, o al menos, entronizadores de matices otros que enriquecen y complementan los valores del texto original.
De cualquier manera, la deliciosa, jugosa y refrescante fruta, que cuatro siglos atrás enseñoreó la poesía cubana como símbolo de autoctonía, vuelve a hacerlo ahora desde el cine más desenfadado e irreverente, emplazando estereotipos y clisés que amenazan con empañar y rebajar justamente esa misma condición que es el ser –y hacer– cubano, para de ese modo erigirse también como otra expresión legítima y digna de la misma cubanía.