La impronta francesa en Cuba tuvo como entrada principal su zona sur oriental, dada la cercanía geográfica de la otrora ínsula de La Española, con posterioridad llamada Saint Domingue y finalmente devenida Haití, al igual que por la facilidad del acceso marítimo a través del Paso de los Vientos. La revolución liderada desde 1791 a 1804 por los próceres afro-descendientes François Dominique Toussaint-Louverture y Jean-Jacques Dessalines,  provocó un significativo éxodo de colonos franceses, quienes trajeron consigo y promovieron extensivamente el cultivo y la industria cafetalera en la Isla Grande, donde comenzó a consolidarse en los comienzos del siglo XIX.

Especial protagonismo tuvo para la vida santiaguera el matrimonio de Auguste Girard con la joven viuda y también emigrada Barbe Rey. Asentados inicialmente en la parroquia de El Caney, renombrada localidad cercana a la ciudad de Santiago de Cuba, fomentaron un pequeño cafetal que llamaron Frescaty. Fue necesario que los Girard-Rey lo abandonaran temporalmente, por tener que exiliarse en Nueva Orleans hasta 1820, año en que regresan a la capital oriental y en las inmediaciones de la Sierra Maestra, cerca de la Gran Piedra, asientan el nuevo cafetal Monti Bello. De las tres hijas nacidas de esta unión, fue Louise Girard a quien corresponderá la perpetuación de estos emprendimientos.

Por su parte, en la propia ciudad se establecen los hijos de Manuel de Heredia y Francisca de Mieses, de origen dominicano. Uno de ellos, Domingo, contrajo segundas nupcias con Louise Girard, trayendo al mundo a José María de Heredia Girard, familiarmente llamado “Pepillo”, quien fuera un notable poeta parnasiano franco-cubano.

Indudablemente, los Heredia-Girard dieron lugar a trascendentales progresos de la economía cafetalera en el Oriente cubano. Al Frescaty y el Monti Bello, le siguieron otros cafetales como La Fortuna,  La Simpatía y La Fraternidad. Y casi de inmediato, dirigió su atención hacia la región de Guantánamo, “área de expansión de la élite cafetalera franco-haitiana y criollo-cubana de Santiago de Cuba”.

Fomenta, entonces, en esta nueva región los nuevos cafetales San Luis de Potosí, Santo Domingo y La Náyade. Vale aclarar que la geofagia característica de aquellos terratenientes del decimonónico cubano era esencialmente motivada por la conveniencia de disponer siempre de nuevos terrenos vírgenes, ricos en nutrientes naturales, para remplazar los lugares de cultivo ya “cansados”, lo que garantizaba una lógica continuidad productiva de las plantaciones de cafetos.

En su diario, doña Louise Girard anotaría con sentida convicción: “Cuba, mi bello y dulce país, donde se necesitarían pocas cosas para tener un paraíso terrestre”.  Años antes, ya había expresado lo que para ella y los suyos representaba la patria insular que amaba: “Nuestra vida criolla es más grande, más independiente; de hecho, somos más grandes damas que las grandes damas de Francia”.

Más allá del café

No solo extensos cafetales prodigaron los emigrantes franceses al Oriente cubano. A poco de su arribo a la Isla Grande, los criollos comprendieron las diferencias del vivir entre colonos españoles y franceses. Los primeros, apresurados por la temporalidad de su estancia, fundamentada en el apoderamiento de riquezas –como el oro- para enviar a la metrópoli, construían  sus casas de madera o barro con techumbre de guano; en tanto que los segundos, “a la par que sembraban sus planteles, trazaban sus jardines y fabricaban sus viviendas, pensando en tener en ellas algo más que un techo bajo el cual guarecerse y un espacio más o menos cómodo para dormir”.

La prosperidad es hermana del esfuerzo y el tesón. Paralelamente al progreso de los negocios, mejoraban las comodidades de los nuevos colonos, al igual que se enriquecía su vida intelectual. “La juventud de Santiago bien pronto se sintió atraída y estimulada por aquellos nuevos vecinos, cuya civilización parecía más avanzada que la suya y los cafetales se convirtieron en centro de cultura y recreo”.

Al unísono del impulso cafetalero por los colonos franceses, se sumó el interés de los mismos por el cultivo del cacao, que tan fuertemente quedó arraigado en el extremo oriental de la isla.  No en balde, Emilio Bacardí  destaca en sus apuntes sobre la segunda guerra de independencia la carestía de productos para comer que se sufría en Santiago de Cuba, donde “sólo puede conseguirse para la alimentación, arroz, harina de maíz, sardinas saladas y en conserva, chocolate, café y ron”. Valgan dos de ellos a los propios franceses…

Por su parte, Manuel María Navarro en sus Crónicas, publicadas en Santiago de Cuba, se refirió con admiración a la incidencia que “en el orden intelectual ejerció el francés sobre el criollo que trató de imitarlo, copiando sus finos modales y sus gustos cultivados, llegando su influencia a todas nuestras clases sociales”.  

Dignos de destacar, además de recordar, resultan los cambios en el modo de vivir de la sociedad santiaguera que provocara la arribazón gala ocurrida desde principios del siglo XIX.

Fueron remodelados muchos inmuebles, con renovadas exquisiteces, lo que motivó un notable incremento en los precios de los materiales de construcción y la mano de obra dedicada a este oficio, lo que derivó lógicos beneficios económicos a la localidad.

El vestir de las personas se transformó al punto que era preferible soportar el intenso calor característico de la región suroriental que dejar de sentirse a la par de las nuevas costumbres: “La moda copió los patrones franceses, usando los hombres levita y bota bajo el pantalón, desterrándose de nuestros salones la bota de campo del soldado. Se comenzaron a usar fracs de colores hechos de paños finos, que era necesario encargar a Europa, medias de seda, guantes de cabritilla y sombreros de castor, des conocidos entonces en la colonia, dejándose el sombrero de paja al campesino o a la gente ordinaria.

Diversos comercios proliferaron y mantuvieron la preferencia de su clientela por varias generaciones: Coutonier, afamado peluquero; la sastrería Dannell, que recibía directamente y multiplicaba los dictados de la moda parisina; Mousquet, con sus zapatos para la gente elegante; Laporte, el sombrerero del momento. Una artística producción de litografías y grabados, a manos de Lamy y Collete. Los daguerrotipos fueron introducidos en el Oriente cubano por el taller fotográfico de D. Pisany. Un estudioso de la agricultura, Paul Casamayor, introdujo en nuestro país el empleo de las típicas canastas para recolectar los granos de café.

La irrupción de la gastronomía francesa fue como la aparición, en persona, de alguien que llegó para enraizarse en lo criollo. “En las comidas, también se introdujo el gusto francés, utilizándose en ellas las especias, las salsa y las setas, cultivándose por los propios colonos, al igual que la adaptación a nuestro suelo de la canela y la pimienta. Las comidas sirvieron de motivo para fiestas y recepciones en las que se recitaba, se cantaba, se tocaba guitarra y se discutía más sobre libros e ideas que sobre transacciones mercantiles”.

Unido a la afirmación de varios musicólogos, respecto a la influencia de la contradanza francesa en el complejo musical-bailable conocido como merengue, producto cultural por excelencia de la actual República Dominicana, se encuentra como asimilación por parte de los esclavos africanos que “en las danzas negras se introdujeron cadencias y cortesías del minuet, como ocurrió en la llamada Tumba Francesa”.

Las ciencias también fueron beneficiadas por los oportunos adelantos aportados por los franceses. “El doctor Vignau, en el año de 1800, había introducido la vacuna en Santiago de Cuba, que aplicó a más de dos mil trescientas personas, ayudado por otro médico francés, el doctor Rolland”. En Santiago se estableció, también, el doctor Antomarchi, médico del emperador Napoleón I, donde murió víctima de la fiebre amarilla, a cuyo estudio se dedicó en los últimos años de su vida.

Otra faceta del acervo históricamente cultural de Santiago de Cuba, se manifestó en la rápida asimilación de las artes escénicas como distinguida afición. “El teatro alcanzó un gran desarrollo con la llegada de los franceses, formándose en Santiago de Cuba la primera Compañía de Ópera Cómica que terminó por construir un teatro en la calle de Santo Tomás, bellamente decorado, siendo durante largo tiempo el único centro de recreo de la ciudad”.

Y qué decir de la música en un pueblo donde lo melódico y lo cadencioso van de la mano con la cotidianeidad. “Se daban conciertos clásicos en las casas particulares de las ciudades y en las viviendas de los cafetales a las que muchas veces eran invitados los artistas antes mirados con menosprecio. El baile se estableció como costumbre, bailándose aquellos que eran de moda en los salones elegantes de Europa, nuestras orquestas se vieron obligadas a agregar a sus programas de contradanzas y valses, gavotas, pas-pieda y minuets.

Tildada de asociación secreta, cuando en realidad constituye una fraternidad, ante todo, discreta, fue la Masonería, baluarte silencioso que agrupó a una interminable lista de patriotas y luchadores por la dignidad cubana. Hechos inscriptos en la historia de la nación criolla, con la misma tinta indeleble que la ilustración y la virtud, desde hace poco menos de dos siglos. “Fue a los franceses a quienes se debió la introducción de la masonería entre nosotros, fundándose las primeras logias en Santiago de Cuba (…), donde se reunían los franceses-criollos, celebrando sus ritos en su propio idioma y manteniendo vivo el espíritu y las tradiciones de la patria lejana”.

Fuentes:

-El aporte francés. Francisco Pérez de la Riva (Historiador y ensayista cubano (1905-1984). Revista cubana de antropología Catauro (Año 10/ No. 18/2008).

 

 -Cafetales y vida criolla: La familia Heredia-Girard en el Oriente cubano. Hernán Venegas Delgado. Revista cubana de antropología Catauro (Año 10/ No. 18/2008).