La historia del ron de caña está indisolublemente ligada a la vida del cubano, desde que los hacendados criollos descubrieran a mediados del siglo XVII que estas feraces tierras estaban bendecidas por siempre para este cultivo y por ende para sus alcoholes derivados.

El Atlas etnográfi co de Cuba, editado en años recientes, confi rma que el ron es la bebida favorita del cubano, tanto del campesino como del hombre de ciudad. Y aunque, sin dudas, el clima de la Isla propende a que se incrementen por día los consumidores de cerveza, y el desarrollo turístico y de servicios asociados ha ido estimulando a un sector amante del buen vino, es el ron la bebida preponderante en bodas, cumpleaños, bautizos, fiestas y celebraciones de todo tipo.

Quién no ha visto la imagen común a cualquier punto de la geografía nacional, de un juego de dominó aderezado con ron en strike para cada uno de los contendientes, tal vez como inspirador a la buena suerte, o el disfrute dominguero en familia de un partido de béisbol televisado, donde el ron acalora los ánimos en dependencia de quien vaya ganando el juego...

El ron está tan presente en la cotidianidad del cubano, que creyentes o agnósticos no se resisten al ritual de comenzar una buena empresa o abrir una botella, sin antes precipitar en cualquier esquina del local un «buchito», como señal de respeto a los santos y a cuantas deidades puedan favorecer y abrir los caminos.

Otro tanto sucede con las prácticas sincréticas, en las que el aguardiente adquiere un papel protagónico: el «otí» o «malafo» y el tabaco forman un maridaje indisoluble en ceremoniales y misas de muertos. En jícaras se le pone aguardiente a los santos en los altares. También está ritualizada la ceremonia de lavatorio del santo en la fase de consagración, o aquella en la cual el santo pide sangre y se le sopla aguardiente en ráfagas, o cuando se desea espantar los malos augurios y se hace un «saraguye».

Una fuerte tradición en los campos cubanos es esperar un nacimiento preparando un «aliñao». Desde tiempos inmemoriales, y tal vez ligado a los insumos que nos llegaban de la colonia, se prepara esta bebida fermentada, a base de alcohol y frutos secos, que se entierra por un largo período en espera bien del nacimiento, bien del bautizo.

Nuestras prácticas y tradiciones literarias y musicales tampoco escapan a la intercepción con el ron. Reza un son que hizo época en la década del 80 del siglo pasado, «dame un traguito ahora cantinerito, dame un traguito ahora que nadie mira, dame un traguito ahora que estoy sintiendo esa musiquita, esa que es la que a mí me gusta tanto». Esa es apenas una de las tantas piezas donde el trago de ron simboliza el jolgorio, la fi esta, la alegría, y en no pocos casos en decidida parábola se usa para ensalzar la belleza de la mujer criolla.

Basta asomarse a ciertos nombres de marcas roneras muy populares como Santero o Mulata, para advertir el mosaico de encuentros de prácticas e hibridaciones donde el mestizaje cultural es escenario inspirador de cómplices maridajes.

Así, entre analogías y metáforas de poetas y cantores, se reconstruye y enriquece una historia que se imbrica en la propia esencia de transculturación y apropiación universal y local, y que nos hace ser singularmente cubanos. Quizás por eso, el poeta mayor de Cuba, Nicolás Guillén, amante del buen ron, decía en su poema Trópico: «la música afrocubana es fuego, sabrosura y humo; es almíbar, sandunga y alivio; como un ron sonoro».

En las prácticas sincréticas el aguardiente, «otí» o «malafo», está presente en ceremoniales y misas de muertos

Una fuerte tradición en los campos cubanos es esperar un nacimiento preparando un aliñao, bebida fermentada, a base de alcohol y frutos secos