Si lo triste enriquece, contribuye también a la alegría.
Fina García Marruz

La manera de hacer obra y de realizarse en vida
(…) es borrando la amargura, los rencores,
todo lo feo de la vida.
Graziella Pogolotti

Con Diez millones, Carlos Celdrán desplaza hacia nuevos territorios su larga exploración en torno a realidad y realismo, protagonizada por Argos Teatro, la compañía que lidera desde su fundación hace dos décadas.
Obsesivo siempre por lo real como expresión de verdad, en negociación permanente con un realismo poético como lenguaje, ahora bombardeado por cuanto código sirva para relativizarlo en sus bordes y extrañarlo en su centro, Celdrán director ha escrito su último gran ciclo dentro de esas coordenadas. De Talco a Mecánica, ambas de Abel González Melo, con estaciones en Chéjov y un importante Aire frío, de Virgilio Piñera, son puestas en escena que lo atestiguan.
Para el tránsito a Diez millones lo decisivo vuelve a ser el lenguaje. Preguntarse qué exige el material dramático, cuál puede ser su adecuado vehículo de expresión, y responder mediante un trabajoso y complejo proceso de montaje. Y cómo transparentarlo gracias a los actores. Daniel Romero-Él, Maridelmis Marín-Madre, Caleb Casas-Padre, Waldo Franco-Autor resultan filamentos al rojo vivo que gradan en color, temperatura, energía y calor unos raros personajes inolvidables. Mientras un pizarrón y las tizas con que se marcan sobre él los capítulos de la historia, bañadas por una descarnada luz común elegida por Manolo Garriga, ubican la concepción pedagógica del espacio y su extrema síntesis. ¡Tan sencillo es todo!
Carlos encontró esta vez paisaje temático y modo del mismo en su propia autobiografía, algo absolutamente lógico si se piensa que, en ese camino, al detallado fresco del ser nacional expuesto en Aire frío solo podía seguir el testimonio de sí mismo, mediante un retrato que focalizara una nueva vuelta de esa espiral de explicaciones del alma patria y los procesos de la sociedad cubana.
Si se busca ser auténtico, ¿qué mejor autenticidad que sí mismo? Como ha señalado alguien, lo único de lo que cada individuo sabe bien, y podría agregarse que solo a veces. Acostumbrado a hurgar tras las máscaras sociales y humanas por carácter, conciencia artística e intelectual, Carlos Celdrán monta un texto propio, algo inédito en su senda con Argos Teatro, sobre pilotes de la creación teatral contemporánea que él mismo ha venido utilizando en su teatro, pero que en Diez millones resplandecen en una dimensión más libre, arriesgada y esencial.
Mantiene la micropoética con la que sometió a sus más recientes revisiones temáticas, la concentración en la experiencia del actor como espejo iluminador de la experiencia del personaje, la conciencia del dispositivo escénico como artefacto y no como escenografía, la voluntad de documentar la realidad a través de la práctica artística, la conciencia del gesto performativo en diálogo con la gestualidad actoral, la construcción conceptual… Envuelve esa amalgama de recursos en la cercanía de la autoficción, la clave que hace traspasar a Diez millones más allá de una posible narrativa melodramática para resultar telúrico repaso de una educación sentimental (e ideológica) de un país.
Porque esta puntualización teatrológica no explica Diez millones, sino su visceralidad, que hace revivir la vieja categoría aristotélica de la anagnórisis y hacernos vivir, como acto tan extraño de la actualidad, una catarsis. Nos reconocemos en las palabras en primera persona dichas a los ojos de cada espectador, mientras el uso de la tercera persona o la perspectiva narrativa de los hechos nos distancia frente a los acontecimientos privados para ubicarlos en un marco social e histórico general. Intensa emoción y exigencia crítica oscilan brillantes en la textura del espectáculo.
Con delicadeza e inteligencia, Celdrán huye de una sarta de «denuncias», dibuja y penetra el complejo engranaje de una revolución en todos los órdenes, lejos de los paseos de domingo, un «largo tiempo humano» de marcas con fuego. Diría que Carlos exorciza el periodo de su formación como ser humano, coincidente con el de los vientos más huracanados de la Revolución Cubana en los años sesenta y setenta. Lo plantea desde una perspectiva individual, pero nunca como acto onanista, sino con la conciencia de que el teatro lo coloque en ágora que sirva su experiencia a un acto de discusión y legitimación social. Diría también que Carlos comprende las partes y el todo y esa perspectiva hace grande su obra. Quizás sea este el punctum, esa semilla más profunda que Barthes nos exigía encontrar en el arte.
Como intercambiándose los roles habituales, es la madre quien lucha contra la femineidad del niño luego adolescente, síntoma esencial de que no podrá «cumplir» con el resto de las viejas dominantes de la familia común, ahora revestidas de otros valores para la nueva sociedad: ser fuerte, ser hombre, ser revolucionario. El padre lo ampara maternalmente, pero su pertenencia social ahora en decadencia, y sus decisiones de vida, lo mantiene alejado del contacto diario.
El personaje central, al tiempo que rememora a Carlos Celdrán con esa autenticidad antes mencionada, es igualmente intersección, encrucijada de conflictos. Tensado entre los arbotantes de una madre y un padre que, amén de seres insoslayablemente cercanos y responsables por obligación, representan opciones opuestas con diametral simetría entre los caminos que la Revolución de un lado, y los no integrados a ella de otro, discuten para sus hijos. Es, en definitiva, el territorio mismo de un país en un cuerpo porque, como he dicho, esa circunstancia biográfica adquiere una dimensión social y política global. Para si alguien extrañaba un toque de actualidad en dicha polémica, el autor, como personaje, nos conduce hasta el destino actual de los tres protagonistas de esta historia, así que la misma concluye en el presente mismo de todos cuantos asistimos al teatro. Diez millones es una isla en un cuerpo.