«El arte en la calle, como el sol, sale para todos». Esa frase —y todo cuanto encierra— es una suerte de «filosofía» que ha hecho suya el pintor venezolano Juvenal Ravelo, artista que con sus 83 años a cuestas sigue creando y, sobre todo, creyendo firmemente en lo mucho que puede aportar el arte en la transformación de una comunidad y, por consiguiente, en quienes la habitan.
Ravelo, Premio Nacional de Cultura de Venezuela, visitó La Habana en los días de la 12 Bienal —entre mayo y junio últimos— y dejó «como testigo y regalo» un hermoso mural en Casablanca, pequeño poblado ultramarino encajado al este de la entrada de la bahía habanera, en la falda meridional del promontorio donde fue construida la Fortaleza de San Carlos de La Cabaña.
El mural está concebido partiendo del llamado arte cinético, tendencia de la que es un relevante exponente el creador venezolano, quien en conversación exclusiva con Arte por Excelencias dijo sentirse «muy feliz y satisfecho» con esa obra de creación colectiva.
Graduado de la Escuela de Artes Plásticas de Caracas y de la Martin Trovar-Trovar de Barquisimeto, Juvenal Ravelo (Monagas, 23 de diciembre de 1932) ha emplazado murales en una docena de puntos de la geografía venezolana como Maturín, Sucre, Nueva Esparta, Portuguesa, pero también lo ha hecho en Francia.
Adelantó que hay dos proyectos «de última hora» que lo tienen muy entusiasmado: «un gran mural cerámico para la fachada del edificio de la representación de Venezuela ante las Naciones Unidas y otro que se emplazará en La Habana Vieja, Patrimonio Cultural de la Humanidad».

¿Cómo fueron los inicios de este artista que desde hace más de cincuenta años comparte su vida entre Venezuela y Francia?
«Nací en Caripito, en el oriental estado de Monagas, y desde pequeño pintaba. Intentaba imitar a mi padre, que hacía anuncios publicitarios y pintaba cuadros, aunque era autodidacto. Es decir, que desde muy niño empecé a entusiasmarme por la pintura debido a la influencia paterna y la de un tío llamado Andrés Ravelo, que era dibujante.
»En el año 1953 vi en un periódico un anuncio relacionado con el estudio de las artes y eso me llevó a hacer mi primer viaje a Caracas. Dos meses después empecé a estudiar pintura en la Escuela de Artes Plásticas y, posteriormente, me fui a Barquisimeto y allí permanecí un año. Luego de graduado estuve varios años como profesor en la Academia Cristóbal Rojas.
»En 1964 decido irme a París e ingreso en la Escuela Práctica de Altos Estudios —que pertenece a la Universidad de La Sorbona—, en la Cátedra denominada Sociología del Arte. Al frente de esa cátedra estaban Pierre Francastel y Jean Casson, dos grandes historiadores y sociólogos del arte. Francastel tiene publicado un libro titulado Arte y sociedad, y me entusiasmé con las ideas allí expresadas. Estuve estudiando cuatro años —egresé de La Sorbona en 1968—  e inmediatamente comencé a investigar el arte constructivista, que es el que desemboca en el cinetismo, camino creativo que escogí y que hoy continúo».

¿Cómo calificaría ese encuentro con Europa?   
De fructífero y para bien: logré adaptarme, aunque reconozco que fue duro. Conocí a muchos que regresaron a Venezuela porque no soportaban el clima, que es demasiado frío, o les fue imposible entender esa sociedad. Yo me metí de lleno en la cultura europea y comencé a viajar por otras ciudades. Viajé, por ejemplo, a Holanda, donde bebí de las fuentes de Rembrandt y me sumergí en los magistrales claroscuros que logró en su obra; me relacioné con el postimpresionismo a través del quehacer de otro inmenso holandés: Vincent van Gogh, y con Piet Mondrian, que llevó el arte abstracto hasta sus últimas consecuencias y creó el abstraccionismo geométrico, que más tarde desemboca en el arte óptico. Fui a España a ver a El Greco, a Velázquez, a Francisco de Goya y también la arquitectura de Antoni Gaudí, en Barcelona, y luego viajé a Alemania a ponerme en contacto con el movimiento expresionista alemán. En Italia hice un recorrido muy grande porque quería ver de cerca el legado renacentista.

Indudablemente esos grandes maestros determinaron en su quehacer, pero si tuviera que reconocer la mayor influencia, ¿cuál sería?
Los constructivistas rusos Kazimir Malévich y Tatlin, el arte óptico del húngaro-francés Victor Vasarely, el argentino Julio Le Parc, y los venezolanos Jesús Soto y Carlos Cruz-Diez. Estos dos últimos pertenecían a una generación que había hecho un recorrido intenso en Francia y eso influyó decisivamente en mí. No obstante, hice hincapié en crear un estilo propio para no parecerme a ellos ni imitarlos. Todo eso me llevó a construir un mundo personal que llamo «fragmentación de la luz y el color».

¿Cuál es su concepto de arte cinético?
Desde la historia del arte es el que incorpora el movimiento en la pintura. Anteriormente la pintura era estática, bidimensional, y el arte cinético comienza trabajando en el espacio bidimensional, luego pasa a lo tridimensional y llega a lo tetradimensional. Cuando el espectador se desplaza ante la obra, siente que esta comienza a moverse; es un movimiento óptico, son ilusiones ópticas porque se da en la retina del espectador y no es un movimiento real.

En la muy céntrica y caraqueña avenida El Libertador, tiene emplazado un gran mural que forma parte de lo que usted llama «museos al aire libre».
Cuando estoy haciendo mi obra individual en París, se me ocurre hacer una investigación a partir de otro público que no es el que habitualmente asiste a los museos. Constantemente viajaba de Francia a Venezuela y, al recorrer los estados de mi país, me percaté de que los habitantes de las zonas pobres no acceden a los museos por varias razones, que van desde las condiciones económicas hasta las sicológicas, sociológicas y culturales. 
En diciembre de 1975 realicé en mi natal Caripito la primera experiencia en el barrio donde viví de niño. La arquitectura espontánea —muy anárquica, por cierto— fue el espacio urbano que se prestaba para el proyecto. Varios amigos arquitectos, maestros y abogados se nuclearon a mi alrededor para convocar a los vecinos e informarles cuál era mi idea y poner manos a la obra. La respuesta popular a la convocatoria fue excelente y se transformó el barrio en una obra de arte.

Sobre esta experiencia escribió en 1979 el intelectual argentino Julio Cortázar: «Después de ver el cortometraje realizado por Luis Altamirano Ravelo y el arte de participación en la calle, siento que esta vez el arte me ha tocado profundamente y hoy estoy viendo un enfoque distinto, un arte que reivindica a los vecinos olvidados en los rincones alejados de los grandes centros de cultura del mundo. Les devuelve la felicidad, es otro arte». ¡Todo un elogio!
Un elogio mayor. Él se interesó mucho por el proyecto y en París nos encontramos varias veces. Recuerdo que me decía: «Vamos a conversar, porque me interesa mucho y me gustaría hacer un texto contigo sobre esa idea; es impresionante cómo personas que no poseen un patrón cultural ni artístico se enfrentan al color y hacen cosas hermosas». En 1983, año en que regreso a Venezuela para hacer un gran mural en el aeropuerto de Caracas, quedamos que cuando regresara a París íbamos a trabajar de conjunto. Concluyo la obra a finales de diciembre de 1983 y una mañana de febrero de 1984 iba manejando por Maturín y veo a lo lejos en un estanquillo de periódicos una foto de Cortázar, grande y en primera plana, y me digo: ¿qué premio habrá recibido? Y cuando me acerco veo el titular: «Murió Julio Cortázar». Fue muy grande el golpe y el impacto que recibí, y debo confesar que me llevó tiempo recuperarme de su pérdida.

Desde hace muchos años usted reside por largas temporadas en París. ¿Hasta qué punto la atmósfera europea ha permeado su obra?
En Europa recibí una formación extraordinaria y aprendí mucho. Indudablemente esa cierta mirada europea me ha hecho entender las causas que provocan que nuestros pueblos de América estén sumidos en el subdesarrollo. Como conozco las causas, estoy consciente del papel que desempeña la cultura para el crecimiento personal y espiritual de los pueblos. 
Cuando hago el arte de participación en la calle, lo primero que se aprecia es el cambio de estructura física del barrio, pero también ocurre un cambio en la estructura mental de los que participan. Al final, personas que no habían tenido nada que ver con la palabra cultura —porque son víctimas de la injusticia social— comienzan a interesarse. Aunque la cultura no resuelve los problemas de la economía, al menos en esas personas ha quedado una inquietud.

¿Cuba?
Una Isla que respeto y amo mucho. Mis contactos con este país datan desde hace muchos años, gracias a Casa de las Américas, institución de la que me siento parte y a la que regreso siempre que puedo. De corazón, soy amigo de Cuba