Roberto Diago: El enigma del Negro
El tema del racismo no está reñido con la pertenencia o no a un grupo social, ni siquiera a un status. Eres víctima de racismo tengas el dinero que tengas, vivas donde vivas, ostentes el cargo que ostentes.
Está claro que los voceros y líderes de cualquier contienda en casi todos los momentos históricos no sufren de manera cruda las consecuencias de aquello contra lo que luchan. Si la memoria no me falla, la más brillante idea de Lenin en su libro ¿Щmo Дeлат?1 es aquella que argumenta la necesidad de un partido que dirigiera la lucha revolucionaria, pues la conciencia debía llegarle a las masas “desde fuera”.
De no suceder así, ellas se confundirán como “un gigante invertebrado y miope” que no logra erigirse como algo distinto de su actividad y reflexionar sobre ella de manera sistemática. Algo parecido a los pensadores escolásticos y las órdenes mendicantes en La Edad Media y que Humberto Eco recoge para El nombre de la rosa en palabras de Fray Guillermo: “esos son juegos para nosotros que somos hombres de doctrina. Los simples tienen otros problemas” […].2
El arte y sus productos pertenecen a esta misma esfera, la superestructural, o si se prefiere en términos gramscianos, de la sociedad civil. ¿Alguien puede decirme que no hable o escriba de la Guerra del Golfo porque no soy árabe o iraquí? ¿Alguien le dijo alguna vez a Lydia Cabrera que para que el Monte fuese legítimo debía mudarse de su cómoda y burguesa “Estancia” al barrio de la Marina en Matanzas? ¿O a Fernando Ortiz que debía mudar la piel para tener derecho a defender la cultura afro? ¿O a Sandra Ramos, Esterio y Kcho que dejen de hablar del éxodo, las migraciones y los viajes si ellos entran y salen cuando quieren? ¿Para que una balsa sea legítima en términos artísticos debe haber sido diseñada, realizada, dibujada, esculpida… por un balsero?3
Tomemos por caso el de Shirin Neshat. Aburrida frente al televisor me encuentro con un documental que estaban pasando sobre su vida y obra. Lo cogí empezado así que no me sé el nombre. Bien, la artista iraní parecía muy pija ella: pelo recogido hacia atrás y muy lacio, como una bailaora típica, blusa de las que se han estado usando por estos dos años, de mangas rematadas en un vuelito y con escote V y esclavas de plata en uno de sus puños. Demasiado andaluza, ¡ah! y en un apartamento de lujo. Contrasta mucho esta imagen que de ella he descrito con sus obras, tanto en fotografía como en video. Y mucho más cuando afirma que el sufrimiento que ella trata de representar en sus trabajos es su dolor.
Ahora bien, ¿serán por ello las obras de Shirin Neshat menos legítimas, si ella ni siquiera vive en Irán? ¿Son reprochables desde el punto ético? O, ¿debemos agradecerle a sus obras que el mundo occidental conozca la realidad de un universo que nos es completamente ajeno, con sus reglas y normas específicas? ¿No se ha conocido siempre al “otro” más y mejor a través de la producción simbólica generada por el arte?
Confieso que no poseo respuesta definitiva, aunque se intuye en las mismas preguntas.
Y ya por último, nosotros, que nos decimos críticos, ¿debemos ser artistas para poder hablar de arte?
II Soplo En el año 2002, el crítico de arte y editor David Mateo entrevistó a Roberto Diago para “La voz ilustrada”, una sección de la revista Dédalo, vocera de la asociación de jóvenes artistas de Cuba. Aquí las respuestas prácticamente no se escriben, se dibujan, ilustran. Entre muchísimas cuestiones, David indagó por lo que Diago consideraría el mayor privilegio, a lo que este respondió “la alegría de vivir”.
Esta respuesta nos coloca ante la evidencia de una convicción, lejos de la búsqueda del título apropiado para tal o cual muestra, más allá de circunstancias o conveniencias. Todo parece indicar que es eso lo que le queda al negro.
De la misma manera que hemos vivido “Comiendo cuchillo”, sabemos que Aquí lo que no hay es que morirse es un slogan de sabiduría popular que guarda cierto aliento de resistencia, casi lindando en una sobrevida subrayada con aquel privilegio de ingenua apariencia que es Alegría de vivir. Una confesión que se da amén de, a contrapelo de, a pesar de… Prácticamente es el desmentido de esa razón que siempre anda inquiriendo por la necesidad de nuestra existencia como seres humanos. Parecería que a los argumentos nietzscheanos de la muerte de Dios, o de Max Weber sobre esa jaula de hierro en que se convirtió la modernidad, o el desencanto pequeño burgués de un lobo estepario, el negro, quien tiene en Roberto Diago una suerte de medium socializante en el campo de lo artístico, respondiera con un desdeñoso y lacónico: so what?
Venido a la historia en la versión folclorizante del eunuco, ninguneado a la hora de hablar de nuestros orígenes a nivel biológico y cultural, satanizado cuando se habla de las mayores epidemias y virus, al negro no le queda más remedio que hacerse de una resistente coraza desde la cual nos dice, en un ademán de estirpe ancestral, haber ido y regresado de cualquier embrollo existencial. Si lo traemos al contexto cubano lo sabemos un desconocido en la historia republicana,4 a no ser en la figura de Lázaro Peña, portamos el imaginario –aquí, eufemismo de prejuicio– de que los negros sólo sirven como deportistas y músicos, o de que todos los negros no son delincuentes pero casi todos los delincuentes son negros, y encima nos percatamos de que tanta marginación y conflicto fue pasada olímpicamente por alto en una década en que las artes plásticas isleñas se ufanaban de haber revisado todas las colisiones sociales e individuales de finales del xx en Cuba. A Julio César Guanche esta paralizante cita: “Los nacionalismos cubanos del xix habían desconocido al negro, si bien José Martí elaboró un proyecto inclusivo sobre la patria de todos, el mundo negro y la exclusión consciente de los miembros de esa raza del discurso cultural y la práctica política entraron el siglo xx sin ser cuestionados de manera radical”.5 Es por ello que volver y re-volver sobre el tema siempre va a ser, no sólo legítimo y necesario, sino por fuerza, infinito.6
Tales son los desvelos de Roberto Diago, quien ha dejado atrás la línea de sus conocidos dibujos para reducirla a pura grafía, texto escrito, despojándose también de aquel look a lo Basquiat7 y de la violencia figurativa de Antonia Eiriz. Ellos quedan, eso sí, como aliento, influjo, vocación, susurro inadvertido en este giro lingüístico que ahora encarna en cajas de luces, gigantografías, instalaciones, videoproyección, tensando esta vez el vigor, la energía que la problemática exige con una visualidad que raya más en el cálculo que en la espontaneidad del trazo o la pasión encerrada en el enfrentamiento con el soporte bidimensional, apreciada en “Comiendo cuchillo”, donde la tirantez llegó a la summa.
Cajas de luces donde el negro aparece “retratado” la mayoría de las veces en primer plano se exhiben montadas sobre rústicas maderas y en ellas, un texto corto que funciona a guisa de título de cada una; proyecciones de video cuyos senos son unas casitas construidas a la usanza de esos conocidos llega y pon o favelas que proliferan en las grandes ciudades como residuo o sello inconfundible de una modernidad inconclusa; fotografías de gran formato, en blanco y negro. En Alegría de vivir se funden por su parte, con increíble organicidad, las bondades del high tech con la rusticidad y la visualidad povera de la madera y los ambientes. Sin embargo, el empaque sofisticado no le resta energía y fuerza a las imágenes. La ausencia de aquella mística y aquel cierto bastardillo naif que ostentaban sus obras no reduce el impacto de unas imágenes que a fuerza de ser auténticas continúan con iguales bríos y enjundia. Y esto sucede además porque las imágenes están desprovistas de esos tapices y revestimientos folclorizantes que a la postre edulcoran y empañan la realidad. Diago sustituyó aquella línea cuasi frágil y al mismo tiempo vigorosa, enérgica de sus dibujos por la frialdad del lente, el suceso de la proyección. La línea ha sido reducida al graffiti, pues el texto afortunadamente no lo abandona.
Y esto se debe a la noción de documento de lo encontrado que Diago maneja en esta muestra. Y no sólo de lo encontrado, sino de lo experimentado de estas piezas que fueron concebidas a partir de su intervención en el solar La California durante la VIII Bienal de La Habana en 2003. Se trata de una operatoria que en el panameño Brooke Alfaro pudiera tener un link interesante, pero mientras el énfasis del istmeño se encuentra básicamente en las proyecciones de video sin distinciones de razas, o sea, resultan más inclusivistas desde el punto de vista étnico, Alegría de vivir se me antoja el cierre de un ciclo más democrático en cuanto al tratamiento de las estructuras formales, las cuales, eso sí, ya anuncian la preeminencia de lo volumétrico y escultórico como uno de los rasgos distintivos de las futuras propuestas de Roberto Diago.
III El black power y la tiza Exactamente me dan los dedos de una mano si enumero los artistas cubanos que con tanta vehemencia e insistencia han tratado el tema de la negritud, amén de sus resultados y maneras de hacer: el escultor Teodoro Ramos Blanco, quien no dejó de ofrecer una variante dulzona y exótica del negro; René Peña, cuyas incursiones antropológicas han devenido excelentes fotografías; Eduardo Roca (Choco), quien ha logrado un equilibrio justo entre mito y figuración; Manuel Mendive, a quien debemos hermosas obras en los sesenta y setenta del pasado siglo, y Roberto Diago, ni músico ni deportista, aún no imagina una pieza que eluda el tema.8 El negro vuelve a ser el sujeto y el objeto de sus obsesiones pero esta vez de marginal pasó a centro, de tanto sufrimiento es alegre. De acusado es acusador. No más papeles secundarios: ahora es héroe. En él se funden el correlato y el relato porque está haciendo la historia no desde versiones oficiales ni intelectualoides sino de preceptos éticos la mar de veces ancestrales que le han permitido sobrevivir, resistir en las condiciones más hostiles. Está desempeñando su rol desde la cotidianidad más precaria, más provisoria, condición que se está volviendo esencial en todo un pensamiento que trasciende los colores de piel: el pensamiento provisional.
Tal vez por ello sea el negro, dentro de la sociedad contemporánea, el más apto para soportar los vaivenes de sus códigos y mecanismos en constante trasiego.
La alegría de vivir no es sólo un privilegio, sino un mecanismo de resistencia en el día a día. Parecería un contrasentido puesto en boca de otra persona, sobre todo en un contexto donde la desesperanza y el desencanto se han apoderado de millones. Esto llena la muestra de una rotunda ironía. Pero siempre he pensado que la risa del negro es mucho más que el choteo burlador de jerarquías y situaciones. El negro tiene lo suyo, se resiste a ser un outsider y es la tolerancia su patrimonio fundamental. Saber ceder para fundar aunque no tenga conciencia, incluso, de su sabiduría: ésa y no otra ha sido la causa del sincretismo.
Y tanto, Alegría de vivir resulta la conjunción de supuestos opuestos, de inventados binarios que únicamente existen como tales en el pensamiento humano: lo sofisticado y lo precario, el desencanto y la esperanza, la experiencia artística y el registro in situ… Pero no es el suyo un registro llano de lo que sucede, un documento de esos que llaman objetivo. Detrás hay toda una intención que condicionan el lente y la mirada que éste traduce: subvertir los estereotipos, la otra epopeya, el nuevo rostro, las nuevas arquitecturas que no son precisamente bellas.
Hay que atreverse a mirar con ojos de poeta, atreverse a violar la materia que compone lo visible para desembarcar al universo metafísico de cada fenómeno. Por eso, cuando abro fuego sobre el documental estoy oponiéndome a que se siga diciendo cómo son las cosas verdaderas en lugar de ver cómo son verdaderamente las cosas.9
De ésta y no otra es la subversión a la que he hecho referencia. No se trata de volver a aquellas imágenes de la llamada “épica cubana” tomadas durante los sesenta, ni retratar al negro vendiendo maní, ni a la santera echando sus cartas en La Catedral de La Habana del siglo xxi. El quid reside en trastornar el sentido, dotar las imágenes de otro contenido, insertarlas de manera consecuente y coherente en una práctica artística que no se reduce únicamente a la fotografía, sino que la instala, la proyecta, apartándose de la mirada enajenada y extraña con que suele tratarse “lo negro”.
En esta muestra, la operatoria no es la misma a la que hemos estado acostumbrados cuando veíamos alguna pieza de Roberto Diago, mas el propósito está ahí, impoluto. Restaurarle al negro su linaje o al menos dar cuenta de que existe.
La fibra continúa haciéndose de la angustia, de esos queloides que por siglos han estado mutando detrás del estado de gracia que es la risa.
[Agosto de 2005, deseando caber en un freezer.]