La memoria como pre-texto artístico. La dimensión simbólica del material en la obra de Pepón Osorio.
Osorio no hace del kitsch una insolente glorificación del mal gusto, ni una cínica adoración de lo falso, sino, por un lado, la vía para canalizar la nostalgia hacia su tierra, y por otro, la oportunidad de representar estéticamente la voluntad de las clases populares
La obra del artista boricua Pepón Osorio desplaza y re-produce en el plano artístico la lógica del recuerdo. Para él, como para el sujeto caribeño en general, la memoria es una instancia necesaria, imprescindible para la supervivencia cultural. Todo pasado es susceptible de ser convertido en memoria. Y, ¿qué es la experiencia vital del ser humano sino un devenir continuo de acontecimientos que se incorporan al pasado? El hombre vivencia su existir como un recuerdo de lo que fue, de lo que acaba de ser; y la memoria, con su lógica selectiva y re-creadora, es el soporte natural de este proceso.
Osorio es uno de esos artistas que opera directamente sobre el tejido social. Dirige su mirada hacia los conflictos de los individuos y grupos más desfavorecidos, puntos oscuros cada vez más amplios y numerosos, que resultan de la asimetría en las relaciones humanas y en la distribución del poder y los bienes al interior del modelo de sociedad construido por el hombre. Él ausculta la realidad en las comunidades de emigrantes latinos en Estados Unidos: extrae historias de violencia, de abandono, de nostalgia, de miseria, de heroísmo y de profundo e infinito amor, que alimentan su universo creativo. El mérito del artista radica en poseer la sensibilidad necesaria para abordar problemáticas de naturaleza esencialmente antropológica y para seleccionar, de entre todas las opciones posibles, una estrategia estética capaz de expresarlas con agudeza y plenitud.
Sin embargo, haber emigrado desde su natal Puerto Rico hacia Estados Unidos con solo dieciocho años, y convivir allí con las clases más pobres en calidad de trabajador social, convierte a Pepón en parte fundamental del objeto epistemológico de su propia investigación. Así pues, a diferencia de los científicos sociales tradicionales, el boricua no intenta tomar distancia crítica ni examinar desde fuera aquello que le resulta de interés, todo lo contrario: utiliza su experiencia vital acumulada –la del hombre negro, puertorriqueño, emigrante, artista y trabajador social durante años en el Bronx de New York–, como una fuente considerable de información útil y de primera mano.
Una de sus obras clásicas, En la barbería no se llora (1994), lo indica de modo fehaciente, en tanto se origina a partir de un recuerdo de la niñez de Osorio –cuando este fuera llevado por su padre, por primera vez, a cortarse el cabello–, y se enriquece con el transcurrir de la vida del artista dentro de una comunidad esencialmente machista. Todo ello sirve a Pepón para concebir un espacio sui generis: asientos forrados de terciopelo rojo, el techo cubierto con un diseño serigrafiado a partir de fotografías ampliadas de esperma, monitores con hombres llorando al contar la historia de sus vidas, imágenes de torsos musculosos y otros elementos, algunos explícitamente fálicos, ambientan el lugar. La propuesta convoca a una reflexión sobre el estereotipo latino de masculinidad, cimentado en la fuerza física, la proeza sexual y el poder económico, al tiempo que la estética recargada con decoraciones domésticas y "toques femeninos" presenta modelos alternativos de masculinidad donde los hombres sí pueden llorar.
Tal y como nos muestra En la barbería, Pepón traslada el producto de su peculiar método investigativo al mundo del arte y desde allí da forma “[…] a las voces, aspiraciones, temores, desilusiones, frustraciones y humor del hombre común,”1 defendiendo siempre el lugar de los sujetos más vulnerables de la sociedad (las mujeres, los niños, los negros, los presos, los que han perdido su hogar, los asesinados, los oprimidos…), y enalteciendo a través de la reconstrucción artística sus respectivas historias de vida. Dicha inclinación convierte el trabajo de Osorio en un importante enclave de reivindicación de lo popular2 en los predios de la denominada “alta cultura”.
Los elementos de sus instalaciones también participan, revelan y deconstruyen determinados estereotipos étnicos y culturales, casi siempre ligados a las relaciones de poder y al esquematismo con el que la región ha sido vista por Occidente. Su método es la exageración, “pero, al tiempo que ridiculiza estas imágenes mediante sus excesos, de otra manera también las abraza. El cliché se revela como la máscara, el disfraz que esconde no solo las frustraciones de la vida, sino las historias de dominación y sojuzgamiento.”3
Todo esto se concreta en sus obras, que documentan cuestiones medulares para las comunidades latinas y boricuas en Estados Unidos, a saber: la violencia (Escena del crimen, 1993; El cab, 1997); la discriminación y los conflictos de raza, género, clase y/o nacionalidad (María Cristina Martínez Olmedo, D.O.B., 27/3/89, 1989; El velorio, 1991; En la barbería no se llora; Nana para una madre, 1998; Juicios y disturbios, 2004; Anima sola, 2008); los problemas en la familia y el hogar (No me arrepiento, 1988; A mis adorables hijas, 1990; Insignia de honor, 1995; Las gemelas, 1998; Nana para una madre; La casa de Tina, 2000); la identidad y la memoria personal e histórica (La bicicleta, 1985; La cama, 1987; T.K.O., 1989; El chandelier, 1988; Transboricua, 1999; La casa de Tina).
En general, se trata de instalaciones y esculturas –frecuentemente enriquecidas con la inclusión de nuevos medios como el video– constituidas por grandes acumulaciones de elementos de heterogénea condición, procedencia y sentido, que se adhieren a modo de decoración en torno a un objeto (La bicicleta, La cama, T.K.O., A mis adorables hijas, El chandelier…) o escenario (El velorio, Escena del crimen…, En la barbería no se llora, Las gemelas, Insignia de honor, Juicios y disturbios…).
La manera en que dichos elementos son añadidos al “eje” central y, sobre todo, la forma en que transforman y hasta subvierten su naturaleza, emparenta significativamente el modus operandi de Osorio con el ready made y la concepción del objeto surrealista. Valga en este punto recordar En la barbería…, o señalar otra pieza mucho más reciente, Lolo (2008), donde unas sandalias aparecen completamente cubiertas por centenares de alfileres, hincando incluso la imagen digital de los pies que las calzan.
El toque final en las propuestas de Pepón lo aporta generalmente su incorporación al ámbito de la acción. Esto puede ocurrir a través de un performance, según se verifica en sus primeras obras (La bicicleta es parte del performance Cocinando; El chandelier, de No me arrepiento),4 o de su inserción plena en la realidad (En la barbería…, El cab, La casa de Tina…), donde las instalaciones prevén la participación espontánea del espectador fuera del espacio limitado y sacralizante de la galería. El propio Osorio ha insistido públicamente en que su principal interés es que las obras regresen y se integren a los barrios de donde partieron.
En este sentido, destaca La casa de Tina (también conocida como Visitas al hogar), una pieza itinerante cuya inserción en la realidad es verdaderamente peculiar, pues viaja de casa en casa de la misma forma que ciertos santos en procesión, y convive por un período mínimo de una semana con sus habitantes. Sin embargo, que se traslada no es una representación religiosa, sino una reconstrucción a pequeña escala de la casa de una señora cuya vivienda fue destruida por un incendio. La maqueta, realizada con ayuda de las descripciones de sus antiguos moradores, intenta recrear lo más verídicamente posible los sucesos de la noche del siniestro, y sus devastadores efectos sobre el lugar y quienes lo habitaban. Así Osorio, por una parte, logra que el suceso se conozca y sea comentado en múltiples ámbitos; por otra, reflexiona sobre la pérdida, la memoria, la inestabilidad y sobre cómo los bienes materiales determinan la vida de las personas.
Como apunté anteriormente, los componentes de las obras de Pepón remiten al mundo cotidiano del pueblo puertorriqueño y latino, en particular a través de aquellos elementos que configuran su existencia e influyen en la conformación de su identidad. A pesar de que la gama de objetos incluidos resulta amplísima y profundamente heterogénea (retratos, imágenes de santos, terciopelos, flores artificiales, cuentas de colores, figurillas de yeso o plástico, luces, pequeñas banderas, afiches, distintivos, souvenirs, tejidos, entre otros similares…), frecuentemente estos tienen un punto en común: han sido fabricados en serie para un mercado popular de bajos ingresos, y al ser extraídos de sus contextos habituales y recontextualizados se cargan de nuevos significados y del aura de autenticidad inmanente a toda obra de arte. La apropiación y cambio de estatus operados implican, entonces, una desautomatización del modo en que son percibidos habitualmente y, por tanto, los pone en condiciones de dialogar con el espectador y comunicarle algo más allá de sus respectivas funcionalidades ordinarias. Alcanzan así nuevas posibilidades expresivas: pasan de la denotación a la connotación, de la literalidad a la metáfora, de la trivialidad de lo cotidiano a la densidad tropológica del texto artístico.
Lo kitsch cobra una dimensión poco común en estas instalaciones, pues los objetos que nos presentan dejan de ser copias banales para convertirse en piezas únicas portadoras de otro valor: su capacidad para registrar y evocar relatos individuales y colectivos, frecuentemente relacionados con la cotidianidad de la patria perdida, ahora tan lejana y distinta a la vida continental. Osorio no hace del kitsch una insolente glorificación del mal gusto, ni una cínica adoración de lo falso, sino, por un lado, la vía para canalizar la nostalgia hacia su tierra, y por otro, la oportunidad de representar estéticamente esa voluntad de las clases populares, tan cercana al bricolage, según la cual se intenta exorcizar la escasez en la que se vive con una abundancia aparente y fútil, haciendo uso de los pocos recursos al alcance, en franco desafío a la estética tradicional y a los conceptos históricamente legitimados de belleza y elegancia. Esta máscara, que simula una alegría inexistente, entronca con la noción de lo carnavalesco y la carga de subversión y resistencia que esta contiene.
Un ejemplo apropiado en este sentido es El chandelier,5 para cuya realización Pepón se inspiró en unas lámparas de araña de ciertos hogares latinos. Las “arañas” constituían para estas familias un objeto glamoroso en medio de las privaciones impuestas por la cotidianidad de la vida. El artista decoró la suya con muñecas kewpie –reinas de belleza de plástico–, perlas, velas y palmeras plásticas, guirnaldas de cuentas de vidrio, campanas rojas, santos de yeso, uñas falsas. Todo esto y más agregó a un objeto originalmente barroco, a fin de redundar en una supuesta abundancia y confort hogareño, en definitiva ilusorios. Con esta acumulación en torno al artefacto luminoso, Osorio reclama atención sobre un aspecto de la sociedad puertorriqueña: el hecho de que venera sus raíces españolas –el modelo de lámpara está identificado estéticamente con Europa– y desprecia las tradiciones populares y africanas de su acervo. Los dominós, niños negros y otros elementos similares incorporados representan simbólicamente a aquellos componentes omitidos de la historia de la cultura boricua.
Sin embargo, no en todas sus instalaciones el filo crítico parte de las acumulaciones. A veces, la silenciosa sobriedad resulta una solución estética más acorde. Este es el caso de Juicios y disturbios, que muestra y condena el racismo existente en el sistema de justicia estadounidense. En ella, Osorio reproduce a escala natural una sala de juicios en cuyo centro, al interior de un espacio cerrado con cristales, coloca una proyección videográfica con la narración de una adolescente afronorteamericana que pasó largo tiempo como hija adoptiva. Salta a la vista el realismo de la pieza, que intenta aprehender la sobriedad y la atmosfera aséptica de los lugares donde se dirimen cuestiones legales y se confronta la ley civil con la existencia práctica. Esta contraposición de sentido está lograda formalmente por el contraste entre la fría neutralidad de la sala y el interior del espacio acristalado, donde se muestran, además del testimonio audiovisual, elementos que aluden directamente a un universo doméstico.
Mas no importa cómo lo haga, a través de aglomeraciones o en propuestas más sobrias, lo cierto es que las instalaciones de Pepón, desde la dimensión simbólica de los materiales que incorporan, reivindican e indagan en el hombre común, atado a las tragedias cotidianas, sujeto de micro-utopías, postergadas esperanzas y conflictos identitarios. En ellas, el artista hace dejación voluntaria de los grandes discursos, de los metarrelatos colectivos y las abstracciones, para acercarse y documentar las facetas privadas, los verdaderos seres humanos, esos que no son un concepto sino que nacen y mueren, que padecen la soledad y buscan la felicidad sin encontrarla, que creen, sufren y pierden la fe. Esos que no podemos ignorar porque somos nosotros mismos, nuestros padres, nuestros hijos, nuestros amigos.
Buscando las huellas de su propia historia en los objetos e imágenes más corrientes y devaluados, Osorio trata de recomponer su subjetividad cultural y la de su comunidad. Con los recursos del arte logra algo imposible desde cualquier otro campo de las humanidades: registrar y conservar con plena vitalidad aquello que el sujeto caribeño ha ido perdiendo con el transcurso inexorable del tiempo, la integridad de su ser, y prescribe la memoria como medio más eficaz de sanación para este mal.
En su carrera, que abarca ya casi tres décadas, Pepón ha ganado un lugar muy destacado en los predios del arte internacional. No solo por la excelencia formal que caracteriza sus piezas, sino por la densidad conceptual que les imprime, la cual tiene en la cuidadosa selección y organización de los materiales su piedra angular. Sin embargo, aunque dichos materiales remitan y documenten fenómenos peculiares de la cultura caribeña, las interpretaciones no pueden reducirse al ámbito de nuestra región. Todo lo contrario, sus instalaciones escrutan, problematizan y registran la experiencia vital del individuo contemporáneo, y en este indagar encuentran su universalidad.
Abril de 2011