Jose Bedia:La obligacion de transculturarnos
A diferencia de artistas cuyas estéticas han sido más o menos centrípetas (es decir, arte-céntricas, dirigidas hacia el vórtice histórico de la cultura de Occidente), la de José Bedia ha demostrado ser, por el contrario, totalmente fugitiva, centrífuga.
Y como toda tendencia centrífuga sólo puede salir disparada hacia los bordes, hacia los márgenes; su estética se ha dirigido siempre a las llamadas (desde el “centro”) “culturas periféricas” que, en nuestro caso, tratándose de cubanos, de caribeños, de latinoamericanos, muy bien podríamos llamar sencillamente nuestras culturas.
Y aunque si bien es cierto que una buena parte de eso que llamamos nuestras culturas ya pertenece al Occidente moderno, hay otra parte que siempre se ha resistido a dicha pertenencia.
O cuyos lazos con la modernidad occidental son sólo de carácter ligero, ornamental, externo. Es sobre todo a esa parte resistente, testaruda, no-negociable de nuestras culturas a la que aquí nos referimos. ¿Y a cuáles de ellas se ha dirigido o se ha enfocado la estética de Bedia? Probablemente a todas. Pero especialmente a las de África y América.
Y en el caso de América ni siquiera habría que distinguir entre las del Norte, del Centro o del Sur, con las del Caribe flotando en el medio como fragmentos más o menos independientes o autónomos, que es como nos ha enseñado a verlas la geografía-política del nacionalismo. Fuera de sus indudables particularidades locales existe entre todas ellas una especie de denominador común que permite entenderlas en su gran unidad.
Uno puede pensar que ese denominador común tiene que ver con cuestiones tales como la visión mágica, religiosa o cosmocéntrica que muchas de esas culturas comparten, o con el carácter respetuoso y armónico de su trato con la naturaleza, o con el uso de un tipo de pensamiento (y de lenguaje) de carácter mítico y simbólico muy diferente al pensamiento lógico, racional, que impera en la cultura occidental y occidentalizada moderna. Todo esto no deja de ser cierto. Pero nos proporciona una visión aún incompleta, insuficiente del fenómeno. Una visión que tiende a ser idílica, desproblematizada y por lo tanto discretamente falsa.
La alegría de descubrir y demostrar equivalencias, parentescos o “aires de familia” entre elementos de estas culturas a veces geográficamente distantes –uno de los grandes méritos artísticos e intelectuales de José Bedia– podría estar encubriendo involuntariamente otras verdades. Verdades más o menos amargas, dolorosas. A nuestro juicio, esa “gran unidad” reside sobre todo en el hecho de que estas culturas son el producto de un mismo proceso de dominación colonial.
Son las culturas que el capitalismo europeo y luego norteamericano han ido “construyendo” paulatinamente desde 1492 mediante la destrucción o alteración de sus estructuras originarias, y que las disciplinas que posteriormente se han encargado de su difusión, de su interpretación, de su estudio han bautizado de muchas maneras, casi siempre aceptando denominaciones provenientes del vocabulario del misionero, del colonizador, del esclavista, y últimamente del etnólogo, del antropólogo: culturas “salvajes”, “primitivas”, “tribales, “aborígenes”, “originarias”, “étnicas”, “tradicionales”, “pre-modernas”, y en otros casos “populares”, “indígenas”, “afro-americanas”.
La lista de tales denominaciones ha sido extensa, y sigue enriqueciéndose, pero todas han tenido como principal objetivo diferenciar a estas culturas de aquella que siempre ha sido concebida como la verdadera y única Cultura, y que hoy recibe el impreciso nombre de cultura global.
El caso es que esas culturas otras (nuestras) han sido y aún continúan siendo vistas no sólo como diferentes, sino como inferiores, deficitarias, retrasadas en comparación con las culturas aparentemente superiores que han disfrutado de la potestad de bautizarlas y catalogarlas a su antojo.
No bastó –no podía bastar– con llamarlas según sus nombres propios: cultura huichol, aimara, quechua, shipibo, uitoto, cashinahua, lakota, yoruba, bakongo, porque en definitiva ni siquiera se estuvo muy seguro de que esas sociedades tuvieran no ya una cultura, o un arte, o una filosofía o una ciencia propias, sino de si se trataba de seres humanos con derecho a portar tan importante insignia nominal.
En vez de nombres propios se les asignó entonces etiquetas genéricas o imaginativos “etnónimos” que aún siguen circulando sin mayor comentario en el mundo académico; para no mencionar el oprobioso apelativo de culturas “negras” que se aplicó al conjunto indiferenciado de las variadísimas culturas de los afrosubsaharianos, muchos de ellos traídos luego como esclavos a las colonias de América.
Lo triste, lo inadmisible, es que buena parte de estas concepciones y terminologías presuntamente “científicas” aún sigan vigentes y continúen ratificando aquellas viejas dudas y desprecios, y funcionando como instrumentos todavía eficientes en el trabajo de discriminación y exclusión comenzado hace quinientos años. La obra artística de José Bedia no puede entenderse (no debiera entenderse) separada o ajena a esta situación de conflicto cultural que aquí hemos esbozado.
Quizás valga la pena hacer un breve repaso de la situación. El Arte, del que hemos dicho que Bedia ha tratado de huir, y al que hemos otorgado la condición genérica de algo peligroso o amenazador, ha sido siempre concebido como un producto autónomo o autogenerado por la “culta” sociedad europea del Renacimiento, un producto del que supuestamente carecían todas las sociedades “descubiertas” y colonizadas. Ésa es la parte de la historia –o del mito– que todos hemos aprendido y que acaso estemos obligados a desaprender.
Esa supuesta ausencia de verdadero arte (como de verdadera ciencia o de verdadera religión) ha sido y sigue siendo uno de los tantos argumentos demostrativos de la inferioridad de los colonizados, lo cual ha permitido justificar las viejas y nuevas crueldades e imposiciones realizadas en nombre del progreso, de la civilización, de la “modernidad”.
1 En realidad el arte occidental no es un producto intrínsecamente europeo heredado de la Grecia clásica, sino más bien la consecuencia de una larga confrontación entre determinadas prácticas estéticas del sector hegemónico de la sociedad europea y todo el conjunto de prácticas culturales, estéticas, simbólicas, mágicas pertenecientes a las sociedades que Europa fue descubriendo y dominando como parte de su campaña colonial.
En ese sentido, el arte no es tanto un objeto nuevo dentro del horizonte de la producción material y espiritual del ser humano como el resultado final de esa pugna conceptual, ideológica, filosófica por el poder, por la supremacía, por la hegemonía, la cual Europa ya había alcanzado en el terreno militar y económico y que requería ser completada también en el terreno estético, así como también en el terreno religioso y científico. Ni más ni menos que otra forma de establecer la jerarquía ante las diferencias.
En el plano de las creaciones visuales esta pugna tuvo lugar entre la pintura sobre lienzo y la pintura corporal, entre la escultura de mármol o de bronce y los trabajos con madera, plumas o semillas, entre lo “eterno” y lo “efímero”, entre lo “bello” y lo meramente “útil”, entre el “genio individual” y la simple pericia “anónima” de la “comunidad” o de las individualidades colectivas.
Esta confrontación se produjo también, y con la misma fuerza, con respecto a las manifestaciones creativas de los sectores populares o subalternos dentro de la propia sociedad europea y tuvo como su principal victoria (que uno sigue imaginando provisional) el establecimiento de esa gran división entre el Arte por un lado y las “artesanías” por el otro.
El conjunto de estas exclusiones alcanzó el rango de verdad taxonómica universal con la aparición de las disciplinas conocidas como Estética, Historia del Arte y Crítica del Arte, a finales del siglo xviii, las cuales terminaron por adjudicar al arte de tipo occidental su primacía entre todas las prácticas estéticas.
Esta arbitraria división jerárquica seha conservado casi con la misma intransigencia dogmática de los inicios y la mayoría de las instituciones culturales y educativas actuales (Museos, Universidades, Editoriales, etc.) continúan, incluso en nuestros propios países, enfatizándola y reproduciéndola sin mayor sobresalto.
En nuestra opinión, más que dentro del discurso de la historia del arte, con su secuencia de tendencias, corrientes, estilos y modas, la obra de José Bedia debe situarse en el centro mismo de este ya medio-milenario conflicto intercultural o civilizatorio.
Y no precisamente con un pie en ambos extremos –como a menudo podría pensarse– sino afincado sólo (o sobre todo) en uno de ellos. Atenuar o minimizar la bien definida adscripción de Bedia al polo subalterno, popular, indígena, tradicional, o como queramos llamarlo, tomando como argumento su formación profesional como artista educado en la tradición occidental moderna, o invocando su empleo de materiales y técnicas indiscutiblemente artísticas (pintura sobre lienzo, etc.) o su vinculación a instituciones características de la circulación del arte, como la galería o el museo, es confundir o desvirtuar las cosas.
Durante más de treinta años Bedia ha estado moviéndose, por así decirlo, y con todas sus fuerzas, en un sentido opuesto al movimiento histórico del arte occidental que, como bien sabemos, ha sido o ha pretendido ser, un movimiento rectilíneo uniforme, lleno de quebraduras y desvíos pero supuestamente progresivo, ascendente. José Bedia ha desmentido con su obra esa tendencia falsamente escalonada, progresiva del arte occidental, advirtiendo sus negligencias, sus omisiones, sus exclusiones, sus culpabilidades.
Por eso, siempre que ha podido, ha tratado de ir dejando el arte a la zaga, a sus espaldas, de convertirlo en una de esas sombras alargadas (desgraciadamente inevitables) que se extienden detrás de sus veloces personajes. Y ya sabemos que los artistas generalmente no huyen del arte, sino que lo buscan, lo veneran, lo sirven. O en última instancia tratan de transformarlo, de transgredir algunas de sus viejas reglas para hacerlo avanzar, para “modernizarlo”, lo cual no creo que haya sido del todo su intención.
En sentido estricto, no ha sido el arte de tradición occidental lo que su obra ha tratado de impulsar, de promover, de engrandecer, sino esas variadísimas prácticas culturales y estéticas que responden a formas de vida y pensamiento muy diferentes a las que la modernidad occidental ha entronizado como el “deber ser” de todas las sociedades del mundo. Aunque, desde luego, en este intento José Bedia haya tenido que recurrir al lenguaje del arte como un recurso o una tecnología más entre las muchas disponibles. Pues no se trata de desechar al arte, sino de des-jerarquizarlo.
El hecho de que todavía nos resistamos a incluir bajo la denominación de “arte” esas prácticas estéticas que algunos llaman “imbricadas” (Estela Ocampo)2 por hallarse repletas de contenidos no sólo estéticos sino cosmológicos, sagrados, utilitarios, o lo hagamos sólo de forma condescendiente, metafórica, refleja muy bien el miserable estado de la cuestión. Pero lo cierto es que en relación con el arte occidental la posición de Bedia ha sido deliberadamente disidente, rebelde, subversiva.
No obstante, Bedia no ha sido exactamente un revolucionario (como podría esperarse de un modernista, de un vanguardista) sino más bien una especie muy particular de retrógrado, de tradicionalista.
Y esto requiere de una inmediata explicación, de modo que no sea interpretado como algo negativo o incluso reaccionario. Aunque su obra se dirige velozmente al futuro, lo cierto es que José Bedia se ha pasado la vida mirando hacia atrás, hacia el pasado, hacia tradiciones tan viejas como el mundo, tradiciones que aún tienen mucho que aportar a nuestra desequilibrada e incompleta contemporaneidad.
O para ser exactos, mirando hacia atrás y hacia los lados, ya que una porción significativa de ese pasado aún forma parte del presente de muchas sociedades.
Según su propia confesión, toda su obra es un intento por reunir los pedazos que han ido quedando en el camino de aquellas destrucciones y olvidos para intentar armar con ellos, como en un gran rompecabezas, la imagen nueva, reciclada, de la sabiduría, la creatividad y la belleza de todos esos pueblos y culturas.
3 En eso su estética podría sintetizarse gráficamente por uno de los más conocidos símbolos (adinkras) de la cultura akán (del pueblo ashanti, de Ghana) que representa a un pájaro llamado sankofa, que mientras vuela hacia adelante va mirando también hacia atrás, y resume el respeto que en nuestro avance por la vida todos debemos al pasado, a la obra de nuestros antecesores. Un pasado, digámoslo también, definitivamente selectivo, ya que no somos hijos de “cualquiera”, ni de “todos”, sino de una familia determinada, de un pueblo determinado, de una cultura determinada. Y en el caso de Bedia, ya sabemos muy bien quiénes componen su linaje y de quiénes se siente verdaderamente deudor.
Ni siquiera en los momentos iniciales de su carrera –carrera que comenzó más o menos a ciegas, pensando que se trataba de otra cosa– Bedia dejó de defenderse, de resistirse, de mostrarse arisco, resbaladizo e insociable en relación con el “espectáculo” de la cultura occidental, del arte occidental. Podría decirse que de Occidente prefirió siempre las etapas “pre-modernas”, el paleolítico, el neolítico, las edades del bronce y del hierro, cuando Occidente no era aún Occidente, ni Europa era aún Europa. Desde entonces se ha mantenido en un constante forcejeo por desembarazarse de la privilegiada condición de creador de “obras de arte” en cuyo papel nunca ha logrado sentirse completamente a gusto.
De ahí que su actitud hacia muchas tendencias y escuelas artísticas, ya sean antiguas o modernas, así como ante sus más aplaudidos representantes y maestros, haya sido muy moderada, cuando no recelosa, y en muchos casos hasta radicalmente hosca, despectiva.
No por hacerse el excéntrico o el iconoclasta, que ha sido la actitud general seguida por muchos representantes de las vanguardias, muchas de cuyas negaciones y destrucciones generalmente no han ofrecido nada mejor que lo negado y destruido, sino por una especie de rencor, de malestar, de resentimiento que no resulta explicable sólo desde una perspectiva estética. Las razones de su rechazo han sido siempre más amplias, más profundas, porque han sido razones históricas, éticas, filosóficas, políticas, además de estéticas.
Una declaración muy temprana de Bedia, que no me canso de citar, es aquella donde él mismo se califica como un artista de formación occidental que de manera consciente y voluntaria intenta dejarse influir por las culturas “autóctonas”, originarias, primales (como las llama Robert Farris Thompson) y que las mismas ejerzan un cambio transcultural en él. Debemos observar que se trata de una radical inversión del sentido habitual en que siempre hemos entendido estos procesos de transculturación.
Una actitud personal muy cercana, por cierto, a aquella que provocó la mutación etnogenética sufrida por el marinero español Gonzalo Guerrero en el siglo xvi, quien se convirtiera en un miembro pleno de la cultura maya, según refiere el sabio chileno Alejandro Lipschutz.
4 La idea de Bedia, sin embargo, no es la de proponer un abrupto retorno a la pre-Arcadia, ni la de conquistar un ridículo estatus de buen salvaje rousseauniano, porque es precisamente el adjetivo “salvaje” lo que Bedia ha estado desmintiendo, criticando, poniendo en entredicho, sino la de experimentar a nivel personal, subjetivo, sicológico y también corporal, sensorial, como creador, como artista, la recuperación y reivindicación de todo aquello que fuera injustamente descalificado y excluido por Occidente.
Creo que esta actitud auto-descolonizadora que Bedia ha venido desarrollando de forma natural, por cuenta propia, resulta importantísima para el pensamiento estético latinoamericano, africano y asiático, y acaso constituye una lección aprovechable para los propios creadores de Europa y Norteamérica.
En realidad no conozco una declaración más lúcida y bien dirigida en el contexto del necesario proceso de descolonización de nuestro pensamiento, de nuestros gustos, de nuestros saberes y disciplinas que, como bien sabemos, se hallan aún profundamente afectados por el eurocentrismo.
Una de las posturas más productivas en ese proceso de descolonización, des-occidentalización o des-modernización en que se inscribe la obra toda de José Bedia, ha consistido en su participación personal en lo que yo llamaría experiencias culturales unitarias, generalmente vinculadas al ritual, a las festividades colectivas, pero también a un sinnúmero de actividades y ocupaciones cotidianas propias de nuestras sociedades indígenas, populares, tradicionales, donde, como sabemos, no se presenta esa fragmentación y diferenciación jerárquica de saberes y conocimientos sobre el mundo que caracterizan al Occidente moderno.
Y donde “naturaleza” y “cultura”, por ejemplo, no son concebidas como mundos separados e independientes. Como parte de ese amplio proceso de aprendizaje o entrenamiento transcultural, Bedia ha participado en un sinnúmero de experiencias y su obra artística se halla repleta de testimonios de primera mano.
Siempre he pensado que Bedia ha debido escribir o hablar con más frecuencia sobre estas experiencias personales como parte importante de su proyecto artístico, sin temor a ser acusado de didactismo; hacer explícito el verdadero carácter de su relación con los miembros de esas sociedades y grupos culturales, con sus individuos, con sus lugares, con sus historias, con sus objetos, con sus rituales, porque en muchos casos han sido relaciones basadas en la amistad directa, en la confianza, en la familiaridad o en el compromiso ritual, y cada vez menos en distanciadas aproximaciones librescas; hacer aún más visible (más legible) la manera en que estos acercamientos han ido transformando su propia concepción del mundo, su sistema de conocimiento, sus métodos de creación, sus pensamientos, sus sentimientos.
A pesar de lo que siempre ha pretendido la mentalidad occidental moderna en relación con las disciplinas y saberes (y desgraciadamente la creación artística y literaria nunca ha sido considerada del todo como parte de esos saberes) los artistas son también productores de conocimiento, de teorías, y no “manos que pintan” o hacen objetos.
Tengo la impresión de que al dejar sus teorías exclusivamente a cargo de la “visualidad”, de la “objetualidad”, es decir, de la obra artística, Bedia corre el riesgo de perder el control sobre el significado y la intención general de su trabajo, el cual queda entonces a merced de las lecturas de los críticos, de los curadores, de los interpretadores, quienes no siempre contamos con todos los argumentos. O podemos desviarlos o adaptarlos a nuestros propios intereses.
Lo importante, sin embargo, es que esta posición estética, epistemológica, ética y política de José Bedia también nos ha obligado poco a poco a transculturarnos, y a hacerlo en esa misma dirección “inversa”.
Su obra nos ha ayudado a desprendernos de algunos lastres occidentales (coloniales) que afectaban nuestras formas de ver, de pensar, de valorar las prácticas estéticas, y que considerábamos no sólo las formas normales, naturales, sino también las superiores, y a incorporar elementos de juicio y de sensibilidad que siempre nos pertenecieron y que habíamos mantenido prejuiciosamente ignorados, sofocados, al margen.
A diferencia de otros muchos artistas latinoamericanos y de otras regiones coloniales, su programa artístico no sólo ha incluido referencias temáticas o alusiones simbólicas, que han sido los recursos más empleados desde la época –aún no del todo cancelada– de los pintoresquismos localistas propios del “indigenismo” y el “afronegrismo”, sino que se ha apropiado respetuosamente de metodologías de creación, de técnicas, de materiales, de soportes, de formatos, todos ellos cargados de profundos significados culturales, capaces de expresar por ellos mismos un amplio conjunto de conocimientos históricos, cosmológicos, filosóficos, rituales.
De esta manera, José Bedia ha ejercido también con su obra una fuerte presión sobre las disciplinas que se han dedicado al estudio del arte (especialmente la crítica de arte), obligándolas a desviarse de su vieja ortodoxia y a convertirse en sucursales de la Antropología, o de esas nuevas ramas conocidas como Antropología estética y Estética transcultural, lo cual puede considerarse –en ausencia de las inevitables formas de conocimiento que deberán surgir de nuestras propios sistemas culturales, ya liberados del eurocentrismo– un gran paso de avance en relación con la mirada superficial, despreciativa o condescendiente que la Historia del Arte, la Crítica y la Estética han dedicado siempre a estos asuntos.
Todos los que hemos tenido algo que ver con Bedia, con el estudio de su obra, y con algunas de esas experiencias debemos estar agradecidos por esos beneficios. Pero seamos sinceros, aunque José Bedia nunca ha sido propiamente un artista, tampoco ha dejado de serlo.
Por suerte (para algunos) o por desgracia (según nuestro punto de vista) su esfuerzo ha sido en vano. Hasta el momento no ha podido lograrlo.
Después de muchos años de inteligentes maniobras y sutilísimas escaramuzas, todas sus tentativas por ser considerado algo más que un artista a la manera occidental han terminado en un fracaso: José Bedia ha llegado a ser uno de los más importantes artistas de Cuba y de Latinoamérica. De manera que el Arte ha resultado ser mucho más fuerte.
Como esas células malignas que ante la amenaza de un agente medicinal, antibiótico, son capaces de modificar su propia estructura genética o algo así, o de mimetizar la de su organismo receptor con tal de camuflarse y conservar su integridad, el Arte termina siempre por neutralizar las agresiones y disconformidades y convertirlas en poderosos anticuerpos.
Toda la cultura occidental moderna –y el Arte como una de sus formas más acabadas– se ha sostenido gracias a ese ingenioso mecanismo de defensa (sin olvidar, desde luego, que también ha contado con una amplia variedad de mecanismos ofensivos para asegurar su continuidad y su supremacía, como puede comprobar cualquiera que se interese en los estudios del colonialismo).
Esta especie de doble condición (de pertenencia impuesta por un lado y no-pertenencia deseada por otro) ha debido provocar en el creador una situación conflictiva que siempre se ha mantenido discretamente soterrada, pero que en modo alguno constituye un secreto. Bedia se halla desde hace muchos años en una encrucijada muy molesta, quizás dramática, producto de esa bifurcación o disyuntiva entre sus más profundos ideales éticos, estéticos, culturales, y el destino real de su obra dentro del mercado capitalista.
El mercado le ha proporcionado, desde luego, determinadas recompensas de orden material o económico, y ha ayudado indirectamente a la difusión internacional de sus obras y de los contenidos que ellas trasmiten, pero también ha impedido (o ha contribuido a impedir) que esas ideas formen parte o interactúen dentro de un proyecto cultural más concreto, más específico. Creo que José Bedia vive –aunque a veces trata de olvidarlo– en una gran tensión espiritual.
Por una parte, el lado profano, materialista, práctico: es un artista contemporáneo exitoso que vende su obra en el mercado (aunque resulta interesante saber que nunca ha rechazado el uso de formas tradicionales de intercambio, de regalo, de trueque o de pago en especies). Pero, por otro lado, es alguien que hace esas mismas obras con un propósito muy distinto: para aprender, para transformarse, para tratar de convertirse en alguien espiritualmente mejor.
El mercado capitalista del arte ha alejado inevitablemente la obra de Bedia de sus destinatarios “naturales”, aquellos para quienes esos mensajes podrían resultar verdaderamente provechosos, capaces de generar o incentivar cambios profundos, positivos.
Y no me refiero sólo a su alejamiento de Cuba, donde sus obras apenas son vistas, sino en general a su desconexión de los ambientes culturales con los que ha estado en contacto, y para cuyos integrantes su obra apenas existe, sobre todo por hallarse insertada en ese sistema de galerías, museos y mercado que les resulta prohibitivo o que constituye un circuito más o menos desacostumbrado o ajeno. Desde luego que esta circulación mayormente elitista es algo consustancial al sistema del arte, pero en el caso de Bedia las consecuencias de esta incomunicación resultan mucho más lamentables.
Al hallarse a merced de estos mecanismos, su extraordinaria obra se dirige a un público “global”, o a esa extraña “tribu” o comunidad cultural formada por los coleccionistas, por los curadores, por los críticos, por los estudiosos, por los demás artistas, que si bien son capaces de interesarse sinceramente por entender y descifrar muchos de sus contenidos, y disfrutar de su belleza, en otros casos pueden hallarse interesados sólo en los valores de “inversión” o en el objeto de especulación intelectual que su obra proporciona, con la posibilidad de que muchos de tales espectadores y consumidores lleguen incluso a ignorar, subvalorar o despreciar a esas culturas y de paso también a sus reales productores. Éste sería uno de los peligros que mencionamos al inicio. Pero no el único.
Cada vez que Bedia ejerce sus habilidades como artista e incrementa con la calidad de su obra el “aura” o la jerarquía social y cultural del arte occidental, su estética transcultural, su estéticaotra (nuestra) se debilita.
Cada vez que (sin proponérselo) estimula con su obra la pasión exótica por lo “indígena”, por lo “africano”, por lo “afrocubano”, por lo “mágico”, por lo “ritual”, permitiendo que tales elementos sean interpretados (o malinterpretados) como curiosidades “etnográficas”, es decir, como elementos culturales no sólo diferentes sino inferiores a los de una supuesta cultura “culta” (y presumiblemente “no-etnográfica”), su intención estética positiva se deteriora, pierde energía.
Cada vez que Bedia traslada a sus obras todo ese rico bagaje de conocimientos y experiencias culturales y estéticas “tradicionales” está cooperando involuntariamente con la reanimación artificial del arte de Occidente, con su resucitación simbólica, y haciendo que resulte menos notoria su debilidad con respecto a la vitalidad y coherencia de esas prácticas estéticas no-occidentales de las cuales su obra ha partido.
De cualquier forma, lo que permite a Bedia conservar su espíritu positivo y optimista a pesar de esos conflictos y disyuntivas, es la confianza en que alguna vez dejaremos de ser los Otros para volver a ser Nosotros mismos. No para convertirnos en los nuevos ocupantes del Centro sino para recuperar al menos el lugar que verdaderamente nos corresponde dentro de la infinita variedad de culturas del mundo.
En ese empeño la obra de Bedia debe ser vista como un ejemplar adelantado, prematuro, del arte que con seguridad serán capaces de hacer los integrantes de esas sociedades y grupos culturales que hoy llamamos (como si pertenecieran a un mundo distinto o separado del nuestro) indígenas, nativas, vernáculas, populares, tradicionales, y a cuyo supuesto “estatismo” y “tradicionalismo” hemos cooperado también nosotros mismos con nuestro exagerado interés por lo “estético”, con nuestras intromisiones e interferencias “etnográficas”, “folklóricas” y ante cuya amenaza probablemente han reaccionado de manera fingida, ficticia, comportándose de forma innecesariamente conservadora, proteccionista, o de manera estereotipada y oportunista frente a los incentivos monetarios provenientes del mercado turístico.
En el mejor de los casos, estas intromisiones han impedido o demorado el desarrollo de nuestras propias modernidades (si es que éstas fueran necesarias), introduciendo cambios y modificaciones a lo mejor indeseados.
Quizás por eso me gusta imaginar la obra de José Bedia no sólo como el producto de un individuo, de una subjetividad individual, de un “artista” contemporáneo, sino como la obra de un miembro aventajado de esa sociedad multitransculturada del futuro que muchos imaginamos desjerarquizada, igualitaria y respetuosa de las diferencias.