Fue con la llegada de Cristóbal Colón a Cuba, por primera vez en 1492, que los europeos supieron de la existencia del tabaco. Sus expedicionarios encontraron a los pobladores originales de la Isla entusiastamente entregados al placer ritual de sacarle humo a algo así como a un mosquete corto de hojas torcidas de un modo bastante rudimentario y que ellos llamaban cohibas ó cohobas. Aunque considerado en un principio como un acto incluso demoníaco, el hábito de los aborígenes cubanos terminó ganando muchos adeptos; y ya sea en rapé o en hojas, el tabaco negro de Cuba remontó sus fronteras en los predios del Caribe para conquistar casi todo el planeta, a través del tiempo. Para que así ocurriese en el Viejo Mundo, no se necesitó una vida entera: bastaron pocas décadas y los humos de los tabacos de Cuba se expandieron por el mundo, con todo y las restricciones que quiso imponerle la inquisición acusando de demonio a cualquiera que los consumiera. La pródiga naturaleza del archipiélago cubano favoreció el desarrollo de este cultivo –«Don especial a Cuba concedido», como cantara Narciso Foxá–; y fomentó una industria, una cultura, un modo de vivir matizado por la estrecha relación del hombre con el tabaco desde su estado inicial de simiente hasta que desaparece en volutas de humo, olores y ceniza. Quien lo siembra y lo cultiva –el veguero–, lo hace como algo que merece todos los cuidados y por eso brinda a la planta meticulosa atención durante varios meses, para que sus hojas alcancen el tamaño y la calidad deseadas. Quien lo elabora –manualmente–, activa sus cinco sentidos vitales para que nada falle durante el difícil camino de hacer tan delicioso y bello empaque de total contenido natural; y quien lo fuma, finalmente, lo acaricia antes de encenderlo en una breve despedida amorosa para disfrutar con el fuego que lo quema y volatiliza, en sinuosas nubes de amargo aroma. Las condiciones inmejorables de la naturaleza de la Isla constituyen el basamento de tan delicada obra, pero eso sería poco sin la experiencia y sabiduría de los tabaqueros cubanos, que durante siglos han seguido de cerca el comportamiento de esta planta para sacarle el máximo provecho en el campo, la industria y el comercio. Este aprendizaje fecundo ha llevado el nombre de Cuba a todos los confines a través de los habanos, desde siempre y hasta hoy como «estímulo y signo de todo hombre capaz de comprarse un goce individual y ostentarlo contra los convencionalismos sofrenadores del placer», como escribiera Fernando Ortiz. Una planta muy mimada Tener una buena vega, que es el nombre de la plantación de tabaco y también de la finca donde se cultiva, es tarea ardua. El veguero es hombre sensible, consagrado y meticuloso, que toda la vida estará atento a su tierra, pues las labores tabacaleras no tienen fin. Y es que el suelo, aún sin estar ocupado por este cultivo u otro, deberá roturarse con relativa frecuencia para que permanezca suelto y, así, en las mejores condiciones de libertad, las delicadas raicillas del tabaco puedan progresar, robustecerse y tomar de la tierra, los necesarios nutrientes. En estos menesteres, los bueyes son los mejores aliados. Ya en julio y agosto, se realizan varios pases de arado a la vega, se prepara el campo y hacia noviembre, comienzan a trasplantarse las posturas del semillero en el campo. Ha empezado el período de mayor esfuerzo, atendiendo la plantación –en cultivo tapado puede ser de hasta 150 mil plantas– y que estará lista para empezar a ser cosechada unos 50 días después. En todo ese tiempo, cada planta tiene que ser deshijada y múltiples veces desbotonada para garantizar que las hojas crezcan e iniciar los cortes, en varias tandas de abajo hacia arriba, empezando por el libre de pie, uno y medio, primero y segundo finos, primero y segundo ligeros, el centro gordo y la corona, un ciclo que se cumple con diferencia de días, vigilando muy bien el momento de hacerlo, lo que es aplicable lo mismo al tabaco de sol que al tapado, pues, eso sí, en cualquier variante, la cosecha de tabaco es extraordinariamente compleja y esforzada, requiriendo de innumerables visitas y mimos, planta por planta. El beneficio Pero si la cosecha es exigente y meticulosa, el proceso que comienza en lo adelante desde el beneficio, también lo es. Este se empieza directamente al pie de la vega en las casas de tabaco, donde las hojas se ensartan y colocan a horcajadas sobre cujes, para un proceso inicial de curación que se extiende aproximadamente 45 días. Paulatinamente la hoja cambia de color, hasta lograr un tono pardo-dorado, dependiendo de las condiciones climatológicas, unos 45 días después. De cada cuje se obtienen dos gavillas, que se acopian en camadas de hasta 8 y pasan después al despalillo, en el caso del tabaco de tripa, a fin de quitarle a cada hoja, manualmente, el nervio central. Sólo en el despalillo, también los pasos son múltiples, desde el zafado de las gavillas hasta el empaque de las hojas para ir a los almacenes de materia prima de las fábricas de torcido. Quiere decir que a los trabajos en el campo, le siguen otras múltiples labores complicadas y meticulosas pautadas siempre por la constante selección, clasificación y beneficio de la hoja, como una cadena de detalles donde la experiencia, la habilidad, el rigor y el genio individual de todos los que intervienen en este proceso exigente, resultan decisivos para proveer a la industria de una materia prima de máxima calidad. El torcido La galera o taller en la fábrica es donde las manos hábiles de los torcedores darán forma de producto consumible a las hojas que tienen sobre su mesa de trabajo, labor complicada y afanosa. Los torcedores son artistas capaces de hacer maravillas a partir de una materia prima que, aunque beneficiada, tiene una apariencia bastante ordinaria para el más común de los mortales. Otros artistas anónimos, antes y después, también tienen que hacer su labor de forma impecable, para que la calidad del producto final sea realmente óptima a la vista, olfato y gusto. Y es que el tabaco para fumar como puro nunca se ha valorado por la cantidad en que se produzca, sino por la excelencia que muestre, regla de oro de la industria cubana cuya apuesta es siempre mirar a su propia historia, a su propia cultura y tradición, esa mezcla de naturaleza pródiga y humana trascendencia de la que nacieron y viven marcas únicas hijas de esta Isla y que, como obras de arte, se han ganado un espacio gigante entre las acepciones casi sagradas de la palabra placer. Esa tradición, esa capacidad de autorregularse y controlarse, ese sentido del respeto como una expresión de culto a su historia, son las bases de un prestigio multiplicado en el tiempo y de un protagonismo indiscutible hoy en el mercado mundial de este producto. Al final, vistosas anillas adornan cada habano y sus envases lucen marcas o etiquetas encantadoras, con colorido y figuraciones bucólicas en unos casos o imágenes de idilios, portentos y leyendas en otros. El verdadero habano exhibe así su linaje con unas galas tan refinadas y singularidades tan amenas, que no elude evocaciones a grandes personajes de la historia, ni atavíos pomposos o el encanto sublime del arte. Sobre las anillas que identifican a cada marca y que van puestas al cigarro como código de membresía de una gran familia, habría que pensar no sólo como elementos que la singularizan y hermosean, sino, además, como una eterna voluntad de reconocimiento que en el caso del habano se expresa, de un modo inequívoco, en la vocación por los detalles