Marco Polo, el viajero más famoso de todos los tiempos, describió para los europeos la geografía, las costumbres y la existencia misma de muchas de las regiones que recorrió, desde Venecia hasta los lejanos confines asiáticos. El efecto extraordinario de sus viajes contribuyó a estimular a otros viajeros, desarrollar los mapas, favorecer la diplomacia y el comercio, propiciar el entretenimiento de millones de lectores o dar impulso a la expedición que habría de traer a Cristobal Colón no hacia las Indias, sino a las islas del Caribe y al resto de América. Lo que nunca se dice es que Marco Polo, viajando, cambió: se hizo hombre, se probó a sí mismo, aprendió otras lenguas y costumbres, desarrolló su inteligencia y sus habilidades, amplió sus horizontes, apreció religiones ajenas. En fin, creció, amó, añoró su cultura y conoció el placer de regresar.

Y es que los viajes propician cambios. Cambios para bien, sean cuales sean los motivos, la duración, el ritmo, los medios de transporte, la época del año, los destinos, los acompañantes o las ocultas ansias de los viajeros. El viaje es un cambio que cambia; la cuestión es emprender el viaje que uno necesita y no el viaje equivocado. Pero no hay que asustarse con el peso y la trascendencia de la palabra cambio; a veces sólo se cambia o se desea cambiar –en determinado viaje– el paisaje que nos rodea, el bronceado de la piel, el “look”, la amplitud de los saberes mundanos, el repertorio de comidas, anécdotas, souvenirs y vocabulario, o, sencillamente, la rutina diaria y el exceso de trabajo; y eso hace mucho bien. Otras veces, en viajes iguales o diferentes, con intención de lograrlo o inesperadamente, el viaje va más allá, resultando el enaltecimiento del espíritu, la creación de nuevas motivaciones, el conocimiento de otros pueblos, el cambio de algunos valores, la ruptura de prejuicios, la reafirmación de las identidades, el olvido de las penas o el encuentro del amor... o todo a la vez.

A pesar de lo contemporáneo que es el concepto de turismo y de la moderna banalidad que a veces se asocia con los viajes, viajar es algo ancestral y serio que puede impactar profundamente nuestras vidas. Desde los tiempos más remotos que registran los libros sagrados e históricos, las artes plásticas, escénicas y las letras, el viaje es tan propio de los seres humanos como lo son el habla y el trabajo. Tal vez en esta simple verdad está el orígen del viaje y el camino como símbolos universales de la vida y del crecimiento espiritual. Ni el viaje más práctico se reduce a un recorrido físico y geográfico a través del espacio: todo camino es un desafío y todo viaje, por placentero que sea, es un reto; un encuentro de lo propio con lo ajeno, de lo mismo con lo diferente, de lo pasado con lo presente, de lo íntimo con lo público o de uno consigo mismo. En eso consiste su atractivo y su valor psicológico.

Son innumerables las situaciones, los problemas y los males físicos y morales para los cuales el saber popular de todos los tiempos ha recomendado viajar. Los jóvenes que quieren reafirmar su independencia y sus ideas, en un acto de libertad y aprendizaje, suelen inaugurar su adultez con un viaje. Siddhartha Gautama (Buda) abandonó la familia y las riquezas y viajó, varios siglos antes de Cristo, en busca de la verdad. Muchos siglos después, como lo demuestra la hermosa película de Walter Salles “Diarios de Motorcicleta”, un par de jóvenes de clase acomodada emprenden un viaje donde no solamente descubren la otra cara de un mundo tan cercano como oculto, sino que, entre risas, amores, aventuras, dolores, aprendizajes, obstáculos y emociones, encuentran la motivación suficiente para cambiar sus vidas y cuestionarse el mundo. Pero jóvenes comunes, sin ser filósofos, predicadores o héroes pueden encontrar en los viajes múltiples beneficios psicológicos. Y, por cierto, es también una posibilidad de cambio para los padres y madres posesivos, autoritarios, dominantes o sobreprotectores, que se ven enfrentados a la prueba de dejar que sus hijos viajen solos y hasta escojan sus destinos y sus compañeros de ruta.

Los viajes despiertan la creatividad y la imaginación por efecto del contraste de nuevas costumbres y escenarios, y estimulan el estudio a profundidad de aquello que se observa, a la vez que refuerzan la propia capacidad de observación. No importa si el viaje es épico, histórico, aventurero, descubridor científico o de placer; tanto Odiseo, Herodoto, Cervantes, Darwin y Humboldt como los más acomodados viajeros de hoy en día, han disfrutado por siglos el placer de volverse mejores observadores. Sin sus propios viajes, Cervantes no hubiese escrito El Quijote, ni imaginado sus expediciones, Herodoto no nos hubiese podido contar del mundo antiguo y Darwin no hubiese elaborado su teoría de la selección natural. Una vez más ilustro mi idea con ejemplos extremos, pero no estamos muy lejos de Darwin cuando al viajar nos detenemos a observar cómo atrapan y cocinan el pescado en otros puertos, cómo cambia el color del mar cuando sobrevolamos el Caribe o cómo construían los Mayas: viajar estimula nuestros procesos intelectuales.

Viajar es bueno para muchísimas cosas más. Se viaja para pagar promesas, para tener experiencias místicas, para revivir acontecimientos históricos, para alejarse de alguien o para encontrarlo, para huir del estrés o para confundirse en el bullicio, para arriesgarse o para protegerse, para salir de una depresión y para encontrar una ilusión.

Y por último, se viaja por amor. Se recomienda viajar para olvidar amores y para encontrarlos, así como para avivar la llama de un amor que amenaza con apagarse. El inicio de una nueva etapa de la vida se inaugura con un viaje -la luna de miel. No hay límite de tiempo ni de años: en cualquier época, y a cualquier edad los viajes nos cambian y hacen bien. Así, en El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez, después de que Florentino Ariza volviera a reiterarle a la ya viuda Fermina Daza la invitación para que fuera de viaje de descanso por el río Magdalena, ella decidió aceptar. Una vez instalada en el camarote presidencial del Nueva Fidelidad se dio cuenta de que Florentino Ariza era el hombre que siempre tuvo al alcance de su mano sin notarlo. Al otro día, cuando lo vio conversando con el capitán lo encontró distinto “no sólo porque ella lo veía entonces con otros ojos, sino porque en realidad había cambiado”. Ella también cambiaba por día (“Dios mío, qué loca soy en los buques”).

Ya de bajada, Fermina “descubrió que las rosas olían más que antes, que los pájaros cantaban al amanecer mejor que antes”. A partir de entonces, Florentino Ariza y Fermina Daza escucharon los cantos de sirena de los manatíes, velaron por la conservación de las especies y recordaron historias del pasado. Juntos para siempre, y con la misma decisión con que Marco Polo a sus diecisiete años emprendió el viaje a la China, los dos ancianos se aventuraron al futuro. El amor y el viaje los había transformado.