«De repente, ¡es como meterse en un documental de National Geographic!». Así exclamaríamos ante la inolvidable experiencia de visitar las comunidades precolombinas asentadas a poco más de una hora de Ciudad Panamá

Desde la llegada de Colón a Panamá han discurrido más de mil años…un tiempo enorme que parece no haber modificado los hábitos de vida de muchas de las comunidades indígenas que habitan en las márgenes del río Chagres. Las investigaciones llevadas a cabo por el Dr. Richard Cooke, del Instituto de Investigaciones Tropicales del Smithsonian, señalan que muchas de las relaciones, tanto biológicas como culturales, de estas primeras comunidades humanas, han permanecido iguales hasta nuestros días.

Si bien la cultura chocoe se asienta hoy en la selva del Darién (próxima a la frontera con Colombia), no fue esta su tierra original. Al extinguirse con la conquista la población de Darién, los indios kunas ocuparon el área durante el siglo XVI. Pero pronto los kunas fueron una amenaza para los españoles, quienes en el siglo XVIII, trajeron indios del Chocó colombiano para «reducir» mediante enfrentamientos tribales a la población kuna, asentándose de esta manera los chocoes en su ubicación actual.

Los indios chocoes se dividen en dos grupos: los emberá y los wounan, y aunque ambos comparten la misma historia y cultura, y un sistema de comunicación similar, las diferencias lingüísticas no propician el entendimiento entre ambos grupos. Cuentan que en los años 70 del siglo XX, un indio llamado Leguisamo emigró desde la selva del Darién a ciudad de Panamá en busca de mejores opciones de vida. Cuentan también que su decepción fue enorme ante la «selva» de cemento y modernidad. Así que retomó el camino de regreso, donde alguien le habló de un lugar similar a su Darién, totalmente inhabitado y al que se iba por la antigua ruta del Camino de las Cruces. Al llegar a la ribera del río Chagres, Leguisamo vislumbró la riqueza del paraje y decidió asentarse en él con su familia. De entonces acá, una auténtica comunidad chocoe-emberá, a poco más de una hora de viaje desde la capital, permite conocer de cerca los secretos de una sociedad ancestral.

Para comprobarlo, basta remontar las aguas del río Chagres, en las proximidades del lago Alajuela. Allí un indio chocoe, ataviado con un simple taparrabos, espera al visitante junto a su largo y rústico cayuco de madera, impulsado por un pequeño motor fuera de borda.

Al comienzo de esta aventura uno desconfía de la estabilidad de la embarcación, pero conviene sentarse a bordo, relajarse y disfrutar de una segura travesía río arriba, rodeado por la selva. Tras 25 minutos de navegación, se arriba a un embarcadero en el que los indios emberá ayudan al visitante a desembarcar sin caer del cayuco. Es justo entonces, cuando el concepto de modernidad desaparece de golpe ante el impacto de una auténtica tribu indígena.

Mujeres ataviadas con coloridas telas sobre sus caderas, muchas con el torso descubierto con la mayor naturalidad, y hombres con sencillos taparrabos, brindan una amigable sonrisa, orgullosos de poder mostrar su más valioso legado cultural. El poblado está dispuesto longitudinalmente, con cabañas a ambos lados de una «calle» central. Los indios siguen viviendo en sus «tambos» o chozas de suelo de madera, elevadas de la tierra sobre troncos y techadas tan solo con hojas de palma. Muchos de ellos sólo hablan emberá, pero quienes conocen el castellano se afanan por compartir su historia, cultura, creencias, educación y forma de vida.

La gran mayoría de ellos decora su cuerpo con vistosos dibujos, hechos con una mezcla de pigmentos y ceniza, en el que predomina el azul, el rojo y el negro. De manera espontánea te ofrecen pintarte como ellos, una experiencia que vale la pena. Los utensilios artesanales cautivan por su sencillez y belleza: los cestos tejidos por las mujeres durante un día de labor, las impresionantes tallas en madera de cocobolo, una especie autóctona del bosque lluvioso… pero lo más atractivo son las pequeñas esculturas realizadas en semilla de tagua; un fruto comestible que antes de madurar se llena de una pasta que al endurecerse adquiere la consistencia y aspecto del marfil. No en vano se conoce a la semilla de tagua como «marfil vegetal».

A la hora del almuerzo, los emberá muestran su hospitalidad compartiendo con el visitante su alimento más típico: pescado del río, frito con patacones, unos plátanos verdes también fritos, servidos en una hoja de bijaó o banano. Más tarde llegará la hora del baile, todo un canto a la preservación de sus tradiciones y costumbres ancestrales; una danza auténtica, despojada de cualquier espectáculo para turistas. Así viven sus días desde hace miles de años, por lo que asomarse a su mundo y compartir estos momentos resultan un lujo y un privilegio inolvidables