CHARO OQUET En un abrir y cerrar de ojos, 2011 Instalación / Dimensiones variables / Fotografía: Mariano Hernández GRAN PREMIO BIENAL
FRANCISCO RODRÍGUEZ Mi=Muro, 2011 Videoinstalación / 150 x 200 cm / Fotografía: Mariano Hernández PREMIO BIENAL
ELIÚ ALMONTE La casa, 2011 Performance / Fotografía: Mariano Hernández PREMIO BIENAL
JULIANNY ARIZA VÓLQUEZ Solo mientras sueño me encuentras, 2011 Instalación / Dimensiones variables / Fotografía: Mariano Hernández

POCAS OBRAS DE LA PRESENTE EDICIÓN DE LA BIENAL articulan el sonido como medio. La excepción que honra la regla se encuentra representada significativamente, sin embargo, en tres de las siete obras premiadas, que –en for­mato video-instalación– matizan la hipótesis que propongo a continuación. Se trata de escuchar en esta ausencia sonora el ritmo del modelo colonialidad/modernidad, sus tensiones internas, su apuesta por la re-existencia2 y la autocelebración desde la Otredad en algunas de las obras presentadas a concurso, las cuales a mi entender añaden un guiño muy dominicano a esa "cierta-manera" caribeña, para honrar a Benítez Rojo, de imaginar y materializar dicho modelo.

Comienzo pues por introducir brevemente, en primer lugar, los inicios de la perspectiva de análisis teórico modernidad/colonialidad atribuido a Aníbal Quijano3, para luego aden­trarme en su muy reciente articulación dentro de las artes visuales como Estéticas Decoloniales.

En 1996, el sociólogo peruano Aníbal Quijano fue invitado por su contraparte estadounidense, Immanuel Wallerstein, a la State University of New York. Ambos habían sido reco­nocidos por su trabajo en los setenta, Quijano como miem­bro del grupo de pensadores latinoamericanos asociados con la “teoría de la dependencia”, y Wallerstein como fundador de uno de los modelos más innovadores de la sociología occidental en esos tiempos: el sistema-mundo. Durante esta visita quedó fundado el Coloniality Working Group con Kelvin Santiago, Ramón Grosfóguel, Augustine Lao-Montes y Sylvia Wynters, reconocida por su trabajo sobre el legado colonial. A este grupo se unieron más tar­de el filósofo Enrique Dussel, uno de los fundadores de la filosofía de la liberación y el semiólogo, Walter D. Mignolo, que había publicado recientemente The Darker Side of the Renaissance.

En 1998, durante el Congreso Mundial de Sociología, en Montreal, Edgardo Lander organizó el simposio Alternativas al eurocentrismo y colonialismo en el pensamiento social la­tinoamericano, con la participación de Aníbal Quijano, Ar­turo Escobar, Fernando Coronil y Walter Mignolo. De este encuentro fundacional resultó la publicación más conocida del grupo: La colonialidad del saber: eurocentrismo y cien­cias sociales (Buenos Aires: CLACSO, 2000).

Los continuos encuentros entre estos intelectuales dieron como resultado nuevos planteamientos teóricos en relación con la colonialidad del poder y las geopolíticas del conoci­miento. En diferentes momentos se sumaron también las teóricas Zulma Palermo, Freya Schiwy y Catherine Walsh, así como, entre otros, Michael Ennis, Lewis Gordon, Nelson Maldonado-Torres, Javier Sanginés, y Boaventura de Sou­sa Santos, uno de los teóricos más importantes del Foro Social Mundial. En el encuentro de 2006 de dicho Foro, en Caracas, el grupo modernidad/colonialidad organizó tres paneles bajo el título Decolonialidad del saber: saberes otros, revoluciones otras.

El término "Estéticas Decoloniales" apareció publicado por primera vez en 2009, en un libro editado por Zulma Palermo,4 en Argentina, con la participación de Adolfo Albán-Achinte, que lo utilizó en 2003. El concepto fue reinstaurado en el verano de 2009 en los seminarios del Doctorado en Estudios Culturales de la Universidad Andina Simón Bolívar, en Quito. Pedro Pablo Gómez (director de la revista Calle 14, Bogotá, Colombia) fue el principal instigador de la conceptualización de las Estéticas Decoloniales, y solicitó en tal sentido un en­sayo a Walter Mignolo, quien teorizó sobre el tema por primera vez en 2010. Continuando esta trayectoria fue organizado en noviembre del mismo año un evento académico consistente en la publicación de dos volúmenes de la revista Calle 14, acompañado por la exposición Estéticas Decoloniales, orga­nizada por la ASAB (Academia Superior de Artes de Bogotá). Esta muestra fue curada por Pedro Pablo Gómez, María Elvira Ardila (curadora del Museo de Arte Moderno de Bogotá) y Walter Mignolo.5 Dicho evento se amplió, en mayo de 2011, con un taller y exhibición titulados +DECOLONIAL AESTHE­TICS, organizado en Duke University por el Center for Global Studies and the Humanities. La exposición fue inaugurada en la Fredric Jameson Gallery y el Nasher Museum of Art con artistas de Asia, Europa del Este, América Latina y el Caribe, así como de la diáspora negra en Estados Unidos y Europa; y fue curada por Walter Mignolo y co-curada por Marina Grzinic, Guo-Juin Hong y quien escribe.

Pero, ¿cuál es la premisa básica que conecta el modelo colonialidad/modernidad con las prácticas artísticas enun­ciadas como Estéticas Decoloniales? La opción decolonial, que se presenta como un modelo y no como una vía única de interpretación, como un sendero de acceso, no como un dogma, cuestiona las nociones mismas de “universalidad” y “civilización”, o mejor dicho, de la “universalidad de la civili­zación”. La retórica de “progreso” de la modernidad siempre va acompañada de un arma secreta que opera a través de la expropiación, la explotación y en última instancia, del ge­nocidio: la colonialidad. Al exponer la inseparabilidad exis­tente entre la modernidad y la colonialidad, el pensamiento decolonial establece que no existe una llamada “autonomía europea de la modernidad”, así como tampoco una llamada “condición postcolonial”, ya que la matriz colonial de poder (término acuñado por el intelectual aymara Félix Patzi-Paco en 2004)6 continúa ejerciendo la misma lógica desde sus inicios hasta nuestros días. Dentro de este estado de cosas, los sujetos ex­plotados, desposeídos, esclavizados y exterminados por la colonialidad han jugado –y continúan haciéndolo– un rol protagónico en la creación de la moder­nidad, no sólo definiéndola, sino literal­mente “alimentándola”.

Las Estéticas Decoloniales aluden a las prácticas artísticas actuales que responden y se desenganchan de ese lado oscuro de la modernidad y de la globalización imperial: la colonialidad. Tal como establece el Manifiesto de las Estéticas Decoloniales: “(este concep­to)...busca reconocer y abrir opciones para la liberación de los sentidos. Este es el terreno donde artistas alrededor del mundo cuestionan el legado de la modernidad y su presente encarnación en las estéticas posmodernas y alter­modernas.”7

Según Walter Mignolo: “La palabra aisthesis, que se origina en el grie­go antiguo, es aceptada sin modifi­caciones en las lenguas modernas europeas. Los significados de la pa­labra giran en torno a vocablos como ‘sensación’, ‘proceso de percepción’, ‘sensación visual’, ‘sensación gustati­va’ o ‘sensación auditiva’. De ahí que el vocablo synaesthesia se refiera al entrecruzamiento de sentidos y sen­saciones, y que fuera aprovechado como figura retórica en el modernismo poético/literario. A partir del siglo xvii, el concepto aisthesis se restringe, y de ahí en adelante pasará a significar ‘sensación de lo bello’. Nace así la es­tética como teoría, y el concepto de arte como práctica. Mucho se ha es­crito sobre Immanuel Kant y la impor­tancia fundamental de su pensamiento en la reorientación de la aisthesis y su transformación en estética. A partir de ahí, y en retrospectiva, se comenzó a escribir la historia de la estética, y se encontraron sus orígenes no sólo en Grecia, sino en la prehistoria.”8

Esta preeminencia de la llamada “au­tonomía del arte” se solidificó como secuela de las revoluciones burguesas de finales del siglo xviii, lo que signi­ficó la apropiación, o colonización, de las prácticas artísticas y su espectro epistémico como campo exclusivo y excluyente de la estética. De ahí que una de las búsquedas primarias de las Estéticas Decoloniales sea precisa­mente liberar los sentidos de la ma­nipulación de la experiencia sensorial impuesta por las teorías estéticas oc­cidentales.

¿Y cuál es ese ritmo de modernidad/co­lonialidad que escuché en mi aisthesis colonizada en los espacios de nuestro inefable Museo de Arte Moderno? Pues justamente para esta misión auditiva, sensorial, que me exige un constante reajuste de volumen en mi memoria, ofrezco esta lectura aleatoria y yuxta­puesta, tan amiga de la disgresión, tal como resuena en mi interior la narra­tiva de mi abuelo, Don Yoryi, profesor universitario, filólogo, declamador y periodista, y el orden por supuesto es intercambiable.

Gracias a la labor impecable de Carlos Acero, “medium” entre las decisiones del jurado de selección y el de premia­ción, una nueva modalidad muy acer­tada en el esquema organizativo de la Bienal, Gerardo Mosquera y yo avanza­mos sin contratiempos, y nunca mejor dicho, a un ritmo pausado y consisten­te por la impecable museografía de la muestra. Dos instalaciones exteriores cuestionaban el (no) hacer nacional desde la tierra y desde el agua –Miche­lle Ricardo, Retórica de isla (Por tu gran culpa) y Diógenes Abréu, Naturaleza Muerta–, dos elementos que muy bien podrían destilarse para invadir nuestras emociones y desatar el proyecto de li­beración de los sentidos y de la forma en que los describimos. No hay sutileza alguna en las obras que menciono, no hay “sofisticación”, sin embargo, me desafían a cuestionarme ese parámetro tan colonialista, es decir, universalizan­te, que me impone la crítica que ejerzo en Occidente con un pie bailando ba­llet y con el otro bolero... No eran obras “premiables” pero me conmovieron, tengo una gran tarea para decolonizar mi aisthesis por delante.

En la primera planta, con obras en grandes formatos, se combinaban la pintura y la fotografía. Estaba uno de los reconocibles laberintos de Mónica Ferreras (Dos ventanas, dos ilusiones), sumergido en la enunciación junguia­na que caracteriza su trayectoria, pero esta vez con una cualidad acuática subrayable. Y luego una escena foto­gráfica tripartita de Polibio Díaz (207 St.) en Quisqueya Heights... Jung y mi­gración sin censo, una fórmula global decolonizada en mi primitiva recolec­ción, en virtud de su doble concien­cia, de poblar simultáneamente tantas realidades como colmadones9. Y allí contemplo también un pulsar unívoco y aparentemente irreconciliable con el saber del bendito dogma cartesiano, existimos sin pensar, o por lo menos así lo quieren los que hacen políti­ca y nos gobiernan como nos revela la obra de Guadalupe Casasnovas y Mayra Johnson (Disolución al 4%). Y sigo preguntándome, ¿por qué en lu­gar de producir obra complaciente y vendible, l@s artistas dominican@s insisten en la denuncia y/o la voluntad de introspección? ¿Qué clase de libe­ración de la aisthesis proponen estas posturas para el modelo modernidad/colonialidad? Aunque la respuesta me resulte autoexplicativa, me decanto por un divertimento dodecafónico, he aquí doce posibilidades apostólicas sobre esta cierta manera tan bienalista de crear pensando, mientras a la vez se busca un premio y tal vez pidiendo prestado para financiar la obra y/o pa­gar el alquiler:

Se comienza riendo.

Se sigue hablando y riendo.

Se continúa hablando, haciendo y riendo.

Se sigue hablando, haciendo, sin luz y riendo.

Se sigue en silencio, haciendo, con luz y riendo.

Se sigue en silencio, hablando, haciendo, sin internet y riendo.

Se sigue en silencio, haciendo, riendo y llorando.

Se sigue hablando, mandando la obra a... y riendo.

Se sigue indignándose con la Bienal, los críticos, curadores y jurados, y riendo.

Se sigue sucumbiendo a la necesidad del premio y riendo.

Se sigue planeando lo que se va a pagar con el premio y riendo.

Se sigue riendo y llorando y riendo...

Ya estoy en la segunda planta, vimos seis performances en la primera, muy desiguales, dicen mis parámetros uni­versalizantes. Me resigno a mis limita­ciones estéticas colonizadas y continúo la peregrinación. Ah! La obra menos premiable de todas y una de las más divertidas, los retratos de Sobeyda (Jo­sefina Garrido, Toda Ella). Al parecer sobre el tema se sometieron docenas de propuestas que fueron rechazadas por los seleccionadores. Una de las retóricas más deslumbrantes de la modernidad es que cumpliendo con los requisitos del modo de produc­ción capitalista, convirtiéndonos en sujetos modernos, nos resguardamos de la maldición de la pobreza. La ilegalidad del comercio con estupefa­cientes, tan rentable para los que nos dirigen (y la referencia no es solamente sobre los políticos sino sobre los que hacen política empresarial y financiera sobre todo), es la prueba más visible de la inconsistencia de este evangelio. En realidad, vemos cómo se constru­ye toda una sociedad alterna con sus propios valores, su ética de la osten­tación y su estética de blin-blin, y de repente el espejo nos desmiente eso de que es “alterna”. Esta es la socie­dad, con sus bancos quebrados y sus políticos cómplices y petrificados en su auto-importancia. La colonialidad exige más allá de un ajuste de cuentas con la modernidad una re-existencia que sin abandonar la noción del bien colectivo y la inversión social promueva una nue­va épica; heroínas y héroes, prototipos a quienes admirar no en función de musculatura y proeza sexual o de va­nagloria congresional, sino de la capa­cidad de pensar críticamente, riendo, si se puede y lo amerita. Sobeyda, la amante favorita de un narcotraficante, es imaginable como Sor Juana y la Ma­dre Teresa... Sobeyda pudo haber dedi­cado sus millones al bien comunitario, ¿por qué no?

El “progreso” no es separable de la cri­minalidad, y en el espacio insular este dictum parece competir por veracidad milímetro a milímetro en las narrati­vas mediáticas y coloquiales. Como en tantas otras geografías colonizadas, la naturalidad de la violencia es espe­jo y adorno de la amistad forzosa en­tre modernizantes y resistentes, entre quienes triunfan y los residuales. ¿Qué los distingue? ¿Qué los separa? Las re­jas, naturalmente. Solo aquel que tiene algo que proteger puede costear el sis­tema de barrotes que se ha convertido prácticamente en un símbolo de esta­tus; incluso donde son innecesarias las rejas pavonean su ubicuidad creando un panorama siniestro, no solo porque en su proliferación anulan su propia visibilidad, sino porque también nos auguran un futuro “embellecido” por sus múltiples posibilidades formales y utilitarias, como bien anuncia la obra de Engel Leonardo (Sin título). En esta instalación, desde el teléfono hasta el aire acondicionado se encuentran bajo rejas, y son la punta del iceberg. Aca­bo de recordar que he visto equipos de aire acondicionado bajo reja desde que tengo uso de razón, y el teléfono con un candado también. Son como las hermanas feas de la Cenicienta, las rejas. La Cenicienta de unos y ce­ros nos exige una clave para acceder a todas nuestras actividades virtuales. ¡Y las hermanastras “reales” no nos dejan tocar nuestra propia cotidianidad a me­nos que atravesemos una bendita reja! Hemos alimentado nuestra afinidad con los barrotes, con una consistencia tan sintomática como exasperante. Por eso el escapismo tal vez no sea una solución tan despreciable después de todo. La instalación de Julianny Ariza Vólquez (Solo mientras sueño me en­cuentras) inmersa en un paraíso de papel, habla volúmenes sobre la volun­tad de re-existencia de una generación emergente que optimiza la precariedad con un nivel de poesía insoslayable. De nuevo los parámetros de la estética oc­cidental me impiden premiar esta obra tan frágil y poderosa, le falta “pulirse”, pero valga este espacio para honrar su seriedad y frescura.

Se agotan las aguas de mi travesía sin distancias, escucho las partituras yux­tapuestas de Mi-Muro de Francisco Ro­dríguez, del videoarte en la instalación de Charo Oquet (En un abrir y cerrar de ojos) y Eliú Almonte (La Casa) y me inunda una satisfacción profunda y ex­pandida.

La inversión de los paradigmas que identifican “lo nacional”, una de las herencias más sangrientas y estériles de la colonialidad compartida, por no llamarla masacrada, entre Haití y Re­pública Dominicana, quedan conjura­das en estas obras con una precisión sinfónica. El color del vudú dominicano sublimado a la Calder en el piso magis­tral de la instalación de Oquet, las no­tas de los himnos nacionales haitiano y dominicano yuxtapuestos en una pro­yección de un minimalismo demoledor en la videoinstalación de Rodríguez, y la voz de Sara Hermann iniciando el Himno a la Escuela como coda de la acción plástica de Eliú Amonte... Cierro los ojos y escucho: modernidad/colo­nialidad, colonialidad/modernidad... ad infinitum... Se agrega una breve luz al horizonte insular, es como un silencio acompasado por las olas: en el Caribe hasta en el silencio se escucha siempre algo, por fuera... y por dentro.