«A las cosas que son feas, ponles un poco de amor». Así dice una canción infantil, sintetizando aquello sabido por todos pero muchas veces olvidado: que la diferencia entre lo bueno y lo malo, entre lo gourmet y lo cotidiano, está en el amor que se le ponga a lo que se hace.

Los platos más acabados, los vinos exquisitos, las bebidas y licores más afamados, son fruto de regiones típicas, de saberes acumulados, pero también de mucho amor volcado en ellos, para llegar a creaciones casi perfectas, más allá de las materias primas con las que se inicie el trabajo.

Los buenos productos hacen tanta falta como la creatividad, el ingenio, la preparación y antes que nada el deseo de hacer bien las cosas, que a veces parece dormirse en algunos, quienes olvidan que el cliente puede perdonar una mala comida, incluso un vino que esté pasado, pero nunca una mala intención, un maltrato.

Darle un toque diferente a lo que hacemos es mucho más simple de lo que pensamos. Bastan, a veces, tomar los restos de una comida y con ingenio hacer unas tapas creativas, dignas de la mejor cocina fusión, para acompañar un vino o alguna otra bebida.

O simplemente sustituir con un toque de creatividad el ingrediente que nos falta. O apelar a nuestro instinto y estudiar el tema para sugerir una combinación exquisita de comidas con bebidas, con un buen café o un habano. O tomar lo que tenemos a mano, y con sobriedad y buen gusto proponer una decoración nueva para un plato, una habitación e incluso para nuestro propio cuarto.

El fin de año y la llegada del nuevo, son momentos ideales para revisar lo que nos falta, trazarnos nuevas metas, elaborar planes futuros. Aprovechemos entonces, y no lo dejemos para más tarde: propongámonos convertir en gourmet lo cotidiano.

JOSÉ CARLOS DE SANTIAGO