El Caribe que nos une
Todos pertenecían a un muy antiguo y único tronco reconocido por el color de su piel cobriza. Eran, los aborígenes de la baja llanura del Okeechobee, de zonas pantanosas, costas de largas playas de arena e islotes -con el tiempo, un emporio turístico en la estadounidense península de La Florida-; eran los altivos pueblos de Mesoamérica, área etnocultural que comprendía, a principios del siglo XVI y en las ignoradas vísperas de la conquista española, un territorio histórico que abarcaba buena parte del México actual y de varios países centroamericanas: tarascos, mayas, otomís, mixtecas, zapotecas, nahuas y aztecas, entre otros. Los tarascos, que vivían de la pesca y trabajaban la artesanía de cerámica; los mayas, enigmáticos aún para sus vecinos, constructores de ciudades-Estados en plena selva tropical; los nahuas, agricultores y dedicados al tejido, integrados en muchas comunidades emparentadas; los aztecas, en fin, procedentes del mítico «lugar de las garzas», fundadores de una refinada sociedad militar y religiosa en la meseta, que se habían extendido hasta la costa, primeros habitantes de la Rivera Maya, de Cancún y Cozumel. Más al sur, la cuenca marítima se cierra en tierras que hoy corresponden a Colombia y Venezuela. Hacia adentro, cordillera arriba, habitaban los civilizados chibchas, con sus conocimientos de astronomía; en las zonas litorales, vivían quechuas y quimbayas. Y los caribes, guerreros que dieron su nombre al mar y a la región, con sus muchos y constantes viajes de conquista, en plena expansión a la llegada de los europeos a mediados del siglo XVI. Un grupo de archipiélagos, que deslinda del océano Atlántico este mar interior -el de las Antillas-, se extiende como un puente entre la entrada del Golfo de México y la península de La Florida hasta la isla Margarita en costas de Venezuela: el mare nostrum americano. Es un arco orográfico -a cuyos pueblos dedicaron su poesía el cubano Nicolás Guillén, el puertorriqueño Palés Matos, el venezolano Andrés Eloy Blanco o el estadounidense Langston Hughes-, que se extiende por sobre casi 300 000 kilómetros cuadrados, dividido en dos agrupamientos. El más externo, el de las Antillas Menores, de Barlovento a Sotavento, con islas de nombres sonoros: Vírgenes, Guadalupe, Barbados, Trinidad, Curazao… Y Guanahaní, la primera tierra de América conocida por Cristóbal Colón. Completan los archipiélagos, el grupo de las Antillas Mayores que comprende con sus cayos adyacentes cuatro islas prodigiosas: Jamaica, Borinquen (que ahora es Puerto Rico), Quisqueya (que después fue «La española », y comparten Santo Domingo y Haití); y la mayor de todas, Cuba, llamada así desde siempre, inmemorialmente. Todas, asiento de pueblos de origen arahuaco procedentes del sur: los pacíficos taínos y siboneyes. A estos pueblos originarios, vinieron a unirse -en plan de conquista y colonización- los blancos europeos: eran castellanos, andaluces, lusitanos y genoveses. Y, más tarde, catalanes, canarios, extremeños, gallegos y asturianos. Como dijera Fernando Ortiz, desde que pusieron sus plantas en tierra americana, ya nunca más fueron los mismos, porque asumieron una nueva identidad, "criolla". Casi enseguida, trajeron a los negros desde diversas regiones de África. Desnudos y en condición de esclavos, es verdad. Pero, fueron ellos los que con su presencia y su cultura -unidos a europeos y aborígenes-, consolidaron el Caribe como concepto cultural y lo extendieron hasta la costa atlántica del Brasil: eran congos, lucumíes, carabalíes, ararás, mandingas o mayombes. Sobre la base de una economía de plantación; integrando a la modernidad el sufrimiento y la discriminación, y a las religiones el exotismo; pintado con diversidad de colores; acompañado de distintos sonidos -el chillido de los pájaros, el ritmo de los tambores, el palmear de las manos, el canto humano en múltiples lenguas-, el Caribe se consolidó como una manera de ser. Por si fuera poco, a esa población ya mezclada, fueron incorporándose en distintos momentos históricos otros europeos: ingleses, franceses, holandeses, italianos, nórdicos, alemanes. E hindúes, y chinos, y japoneses, hasta llegar a integrar ese «pequeño universo» del que hablara Simón Bolívar. Este conglomerado humano que alcanza ahora millones de habitantes y que ha creado algunas de las ciudades más sinificativas del continente - New Orleáns, Cartagena de Indias, La Habana, Georgetown, Paramaribo, Port-au-Prince, Bahía-, posee cualidades propias como la transculturación de su música (del Caribe son el jazz, el blues, el huapango, el bambuco, el bembé, el vudú, el reggae, la rumba, el son, la salsa, el reguetón, el mambo, la bachata, el calipso, el samba y el bossa nova, entre otros muchos); el sincretismo religioso (el shangó africano con la Santa Bárbara católica y el espiritismo europeo, el budismo hindú y el animismo aborigen); los platos mixtos («el gallo pinto», el «bandera nacional», «el arroz a la habanera », «la friyolada»); y su vocación de ser casi una mítica torre de Babel, donde -sin confundirse- se hablan los principales idiomas europeos y asiáticos, con múltiples matices de las lenguas africanas, y todas las amerindias de la región. Y por si fuera poco, en el Caribe se encuentra la puerta que permite acceder al Océano Pacífico desde el Atlántico, a través de una extraordinaria obra de ingeniería de principios del siglo XX: el Canal de Panamá. Quien se desplace por esta zona del mundo, de puerto en puerto y de pueblo en pueblo, podrá conocer mejor -como en una síntesis apretada- la humanidad que puebla nuestro planeta azul, sin tener que abandonar la región. Esto sólo puede lograrse en el Caribe.
El Caribe con su transculturación y su sincretismo religioso es casi un continente en si mismo
Salvando demarcaciones y discusiones lingüísticas, el Caribe, es microcosmos insular de territorios y culturas; es unidad mágica que amalgama sociedades sobre diferencias de matices en sus orígenes, expresiones orales, idiomas, comidas…Todo entremezclado, se une todavía más con la música, sus artes, la arquitectura y sus paisajes de encanto y clima acogedor de brisas o mar temible de huracanes. Variopinto en su historia y personalidades, como bien describe Armando Cristóbal en este articulo, el Caribe ofrece aristas muy diversas, nutre al mundo de intelectuales, músicos, artesanos y tradiciones que han sellado el legado de África al nuevo mundo. Ávido de encuentros, el Caribe se abre al siglo XXI y el turismo, ofreciendo en momentos de fiesta su diversidad única y nuevos horizontes a la creatividad y espiritualidad humana, brindando su esencial diversidad cultural. Al invitar a la lectura del artículo que se acompaña, La Oficina Regional de Cultura para América Latina y el Caribe de la UNESCO saluda la concurrencia de brindar espacio para la diversidad cultural y el turismo en el mismo mes de mayo. Este momento ofrece especialmente la oportunidad de saludar el 21 de mayo: Día Mundial de la Diversidad Cultural para el Diálogo y el Desarrollo, cuando apenas hace un año ha entrado en vigor la convención sobre la protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales. Coincidencia excepcional la de esta convención de turismo para valorar que somos, como se plantea en el preámbulo de la convención: «Consciente de que la diversidad cultural se fortalece mediante la libre circulación de las ideas y se nutre de los intercambios y las interacciones constantes entre las culturas» (1) La Oficina Regional de Cultura para América Latina y el Caribe de la UNESCO, al colaborar con la revista Excelencias, aclara a los lectores que las opiniones expuestas en esta sección pertenecen a sus autores y no reflejan necesariamente el criterio de la UNESCO, ni comprometen en modo alguno a la Organización. (1) Tomado del preámbulo de la convención sobre la protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales Paris 20 de Octubre de 2005.