MALECÓN HABANERO
Balcón de los cubanos hacia el mundo, clave para comprender por qué La Habana ha sido amada y cantada como una de las ciudades más bellas del planeta, certeza de que hay instantes de amor o pasión en que puede ser más necesario un lugar que una palabra…sensación de libertad e ilusión de grandeza que a nadie deja indiferente y ha terminado por convertirse en el espacio más popular y querido de la capital de Cuba.
La primera piedra La necesidad de un malecón para La Habana comenzó a vislumbrarse desde los mismos inicios del siglo XIX, cuando cada vez más sus vecinos, fundamentalmente de intramuros, se acercaban al litoral para mitigar el sofocante calor de aquel espacio amurallado e incluso fueron abiertos caminos y se establecían facilidades para los concurrentes que después de los meses más tórridos de junio, julio y agosto, quedaban a expensas del viento fuerte y el oleaje, hasta desaparecer. En cualquier caso se conformaba una relación cada vez más sólida entre el mar y los habaneros y familias pudientes empezaron a interesarse en la zona del oeste inmediato de aquella Habana todavía en desarrollo y que era, no obstante, uno de los centros urbanos más prósperos del hemisferio occidental entonces, con una población que superaba a la de Boston, Nueva York y Filadelfia. Desde tiempos antes la ciudad crecía extramuros, se ensanchaba indetenible en todas las direcciones, incorporando a ella grandes extensiones de su otrora vasta periferia rural, y asimismo hectáreas y más hectáreas próximas al inhóspito litoral de riscos y matorrales entre La Punta y el torreón defensivo levantado al borde de la caleta de San Lázaro. Precisamente, al oeste de esta defensa española estaba el llamado Monte Vedado, área de naturaleza virgen que desde el siglo XVI las autoridades coloniales habían declarado sitio prohibido para construir o establecer caminos que pudieran facilitar operar a los voraces piratas, que en la época pulularon en las aguas caribeñas, y que más o menos se extendía desde la actual calle Infanta hasta La Chorrera –de este a oeste– e iba justo de la costa a la colina de Aróstegui, donde hoy se encuentra la Universidad de La Habana. Sólo a partir de 1859 fue permitido intervenir esta especie de reserva como resultado de una propuesta de ensanche de la ciudad que bien acogieron las autoridades coloniales, y mucho mejor aún, una legión de vecinos acaudalados, seducidos por la urbanización proyectada por Luis Yboleón Bosque, José Ocampo y Alberto de Castro, los ingenieros padres del Vedado. Comenzaría a alzarse entonces una Habana mucho más cerca del mar abierto y favorecida por el fresco de los alisios, aunque de paso mucho más expuesta a sus embates, de los que era menester protegerla. Con tal propósito trabajó el talentoso ingeniero de la época Don Francisco de Albear en un proyecto de bóvedas continuas que nunca se ejecutó, de modo que las obras para su primer tramo, entre La Punta y la calle Crespo, debieron esperar hasta 1901, cuando se puso la primera piedra del largo rompeolas, levantado en sucesivas fases durante poco más de 50 años y que devendría la vía más cómoda y rápida para comunicar la parte histórica de la ciudad con el Vedado y Miramar, pasando el río Almendares a través del túnel de Quinta Avenida. De La Punta al Parque Maceo La historia del malecón, de inicio llamado Avenida del Golfo, se descubre bastante bien contada a través de los propios edificios e instalaciones dispuestos en toda su extensión. El primer tramo con sus sucesivas extensiones hasta el Parque Maceo, tiene 14 manzanas y en un inicio se concibió con árboles y bancos como una prolongación del Paseo del Prado, lo que la misma naturaleza se encargó de corregir casi inmediatamente después. Crónicas y fotos de la época lo develan como sitio de esparcimiento, muy concurrido en los días en que llegaban o salían del puerto barcos repletos de viajeros venidos a establecerse o simplemente para visitar La Habana, y que era costumbre recibir o despedir agitando los sombreros y con gritos de Bienvenidos o Adiós.
Ningún otro lugar en esta ciudad es tan frecuentado por propios y extraños. Y no es que se trate de lo último en belleza, pues ya se sabe que como el Malecón nada de igual peso en esta Isla está más expuesto a la sal que acompaña a los alisios y que el mar –siendo bendición, también es puñal, por sus secuelas corrosivas, más agudas cuanto mayor el tiempo y la desidia. Así el Malecón habanero sin llegar a ser un imponente decorado a la usanza de las urbes costeras que han proliferado en el mundo con rascacielos acristalados visibles a millas de distancia y los toques de una modernidad que algo incluye también de impostura, ofrece el paisaje costero urbanizado más hermoso del Caribe –o como mínimo el más auténtico y singular gracias, además, a que La Habana se ha mantenido al margen de la especulación inmobiliaria que desde los pasados años 80 norteamericanizó bastante el rostro de las capitales latinoamericanas, estandarizándolas. Siete kilómetros tiene este balcón marino entre la fortaleza de La Punta, al costado de sotavento del canal de entrada de la bahía; y La Chorrera, otro importante eslabón del sistema defensivo que los españoles levantaron en la ciudad a la derecha de la desembocadura del río Almendares; así como cientos de edificios de estilos diversos, mezclados, como un anticipo costero de la personalidad arquitectónica de toda La Habana, escencialmente ecléctica.
Un conjunto de fachadas deterioradas por el salitre y otras que han tenido la suerte de sobrevivir o ser restauradas, son el rostro de ese tramo del malecón, el más poblado, el más tradicional, cuyos vecinos adoran bañarse en sus aguas, pescar y disfrutar en las tardes de calor, que además de un fresco dulce y constante regalan el incendio de oro de unas puestas de sol inolvidables, entre tonos malvas y hasta rosas, mientras se pierde la bola de fuego tras el horizonte y por fin se hace la noche, que deja ver las luces de la ciudad reflejadas en el mar. Se encuentran en la zona el llamado Palacio de las Cariátides, hoy una institución de activa labor cultural, el hotel Deauville y varios sitios para que el caminante reponga energías, beba algún cóctel y disfrute haber merecido un paseo semejante. El Parque Maceo, situado entre las calles Belascoaín, Marina y San Lázaro, marca el tránsito de esta zona –Centro Habana– hacia el Vedado, ahora casi a unos pasos. En una de sus esquinas conserva un torreón defensivo español y de espalda al mar una hermosa estatua ecuestre en bronce del también llamado Titán de Bronce, Antonio Maceo, Lugarteniente General del Ejército Libertador Mambí y protagonista de grandes hazañas bélicas en las guerras independentistas de los cubanos contra España.
Entre el Hotel Nacional y el Riviera Estos emblemáticos alojamientos operados por el Grupo Hotelero Gran Caribe enmarcan un bonito tramo del malecón, entre las calles 23 y Paseo, casi dos kilómetros en los que la ciudad ofrece otro rostro, sobre todo por estar concentrados en los alrededores sus edificios más altos. Un paisaje espectacular sobre La Habana asomada a la Corriente del Golfo y su avenida marítima puede disfrutarse desde el bar-restaurante La Torre, en el edificio Focsa, cuya ubicación privilegiada permite abarcar una panorámica casi total de los siete kilómetros más románticos y seductores de la capital cubana –el banco más largo del mundo, como alguien le llamó–, y cuyo denominador común es estar siempre salpicado de jóvenes y enamorados. Es donde están la explanada de La Piragua, habitualmente concurrida en verano y los fines de semana por los conciertos y otras amenidades que suelen organizarse en ese espacio; el Monumento al Maine y la Plaza Antiimperialista José Martí, devenida tribuna de las luchas de los cubanos por su derecho a la autodeterminación y en defensa de sus conquistas. La Casa de Las Américas, el Ministerio de Turismo de la República de Cuba y una escultura al doble de las escalas naturales del prócer independentista Calixto García, enmarcada por un conjunto de granito negro situado en medio de una rotonda directamente en la avenida litoral, integran otro escenario de especial interés camino hacia el hotel Riviera, un clásico de la hotelería en la ciudad. El maravilloso espectáculo de las olas atacando con toda sus fuerzas el muro del malecón en este tramo cuando se acercan ciclones a La Habana o azotan sobre ella los fuertes y a veces fríos vientos del norte, por momentos puede volverse dramático al inundarse las calles y parecer que se va a pique la ciudad, mas este es un tópico que sirve para intuir la grandeza de una obra que ha resistido incólume hasta nuestros días y que termina por confirmarlo cuando todo vuelve a la calma. Ahora hasta La Chorrera En la década de los pasados años 50 el malecón fue «estirado» hasta la desembocadura del río Almendares en un esfuerzo final de urbanismo y conectividad entre ambos lados del curso fluvial, lo que tuvo como remate de lujo la apertura del túnel de Quinta Avenida, que hizo todavía más expedito el enlace con la parte oeste de la ciudad –hasta nuestros días su zona más elegante y mejor concebida. Fue exigente sortear por el costado norte los dominios del antiguo Vedado Tenis Club –abierto en 1912 y ampliado varias veces hasta 1920, cuando prácticamente llegó al mismo filo de la costa– sin afectar sus áreas privadas y, asimismo, mantenerle una entrada de mar, pero en todo caso 50 años no habían pasado por gusto. Día a día avanzaron las labores de relleno y fundición de pilotes, allí donde lo impusieron los referidos inconvenientes y la propia naturaleza; y con la misma ejecución del proyecto ingeniero, se fue integrando al cuerpo de la ciudad esa especie de enjuta península sobre la que se encontraban aislados todavía, el fuerte de Santa Dorotea de Luna de la Chorrera y la elegante mansión contigua –hoy el restaurante 1830– que se hizo construir en el lugar Carlos Miguel de Céspedes, viejo tiburón habanero que fue en su tiempo ministro de Obras Públicas del gobierno de Gerardo Machado. La sed tantos años contenida de un malecón concluido de cabo a rabo, que hiciera a esa Habana apenas posada sobre el agua mucho más segura y acogedora, se veía por fin satisfecha, pero esta barrera no aisló a la ciudad de las olas, sino que las volvió sustancia poética y descubrió para sus habitantes la certeza de que hay instantes de amor o pasión en que puede ser más necesario un lugar, que una palabra...