El escritor Enrique Cirules, Premio Casa de las Américas con su libro El imperio de La Habana (1993), es también un amante de la marinería desde su infancia en la costera localidad de Nuevitas. Ha sido un explorador de la cayería cubana, que constituye una referencia valiosa en su obra, donde se dan la mano la creatividad y la inspiración anclada en el mundo legendario que envuelve al archipiélago. Por eso anhela «que el turismo en esta zona no sea solo de sol y mar, sino que se acerque a la cultura, a la naturaleza», a todo ese universo de ensueño que rodea a la Isla Grande del Caribe.
«Me crié –cuenta– en ese ambiente de tortugueros y pescadores. Mi abuelo era un navegante, descendiente de Islas Canarias, muy avezado en los trajines del mar. Y desde muy pequeño me llenaron la cabeza de mitos, leyendas, historias…»
Eran «historias fabulosas que se mezclaban con elementos de la realidad, que a mí como ser humano y en el sentido de mi evolución como escritor, realmente me estremecían», asegura el también autor de Hemingway en la cayería de Romano (1999), mientras evoca trombas marinas, mitos de apariciones como el perro negro que arrastraba cadenas, o de personas muertas que deambulaban en las noches solitarias de las zonas costeras. E incluso, pesquerías agónicas como la del protagonista de El viejo y el mar, del Nobel de literatura norteamericano. Relatos «delirantes que eran parte de la vida de los habitantes de esos lares».
En su memoria de espíritu aventurero aparece Cayo Sabinal –«con decenas de kilómetros de extensión y playas tan preciosas como Varadero, todavía intocadas»–, limítrofe con Guajaba –«bastante grande y salvaje, en el sentido de la vegetación, que se mantiene tal y como lo vio Colón». En ese entorno se encuentran «unas playas hermosas, transparentes. Y una gran cadena de arrecifes, extraordinaria, que defiende bahías internas de aguas cristalinas, arenosas, maravillosas».
Por sus dimensiones, llama la atención Cayo Romano, «una isla para explorarla, para contemplarla, fabulosa para el turismo. Un paraje lleno de misterios, con grandes arenales», donde recuerda haber visto los famosos caballos enanos que, según parece, «provinieron del desastre mucho tiempo atrás de un barco que transportaba un circo gitano».
Asimismo, avala el encanto de Paredón Grande y de Cayo Coco –este último con sus «enormes dunas, montañas de arena cuya formación ha durado millones de años»–, y califica de fabuloso a Cayo Guillermo, más pequeño, y al de Media Luna, cuyos lirios desprenden una fragancia que se siente desde el mar «cuando uno navega por las afueras de los arrecifes en las noches de vientos alisios», lo cual también se refleja en Islas en el Golfo, de Hemingway.
Muchos de estos sitios constituyeron refugio de la piratería, pues «los galeones españoles no conseguían entrar por los quebrados. Sin embargo, los bajeles podían. Era imposible perseguirlos porque eran como una flecha con los grandes vientos que había allí. Lograban pasar por cualquier estero o canalizo, entrar en zonas pantanosas, en sitios donde después la mar se quedaba prácticamente seca y podían guarecerse. Era improbable localizarlos».
«Eso dio lugar a una imaginería relacionada con el mundo marino, procedente de muchas partes del mundo, que se enriqueció con la presencia de origen africano», apunta Cirules, y recuerda que en esa región «la gente antes de morir preguntaba “¿quién me hereda?”, para trasmitirle su sabiduría, mezcla de la realidad con la ilusión, las fantasías, los mitos y leyendas, en esa prodigiosa costanera del Camagüey, fabuloso escenario de la cultura en aquella encantadora comarca»