- El salto eterno de un ángel
ENTRE LA RACIONALIDAD DE UN AVIADOR Y LA TESIS MÁGICA DE UN PUEBLO ORIGINARIO, EL SALTO ÁNGEL SE AFIANZA EN LA PREFERENCIA DE LOS TURISTAS QUE SABEN ESCOGER
El piloto James C. Ángel, que tiempo después de avistar por casualidad aquella belleza, en 1937, logró aterrizar su avioneta en el Auyan Tepuy, una meseta indomable, hizo pública en su voz la postal que, en formatos disímiles, terminó honrándole para siempre con un nombre que no falta en las mejores revistas de turismo del mundo: el salto Ángel.
Dicen que, enterado de valioso secreto, el aventurero estadounidense buscaba oro, sin embargo dio con una fortuna mucho mayor, cuyas «minas» no hacen más que crecer en los ojos de asombro de miles de excursionistas de origen diverso: el salto de agua que le elevaría adonde nunca lo hizo su avión.
A tal punto el aviador se enamoró de Venezuela y de esa formidable cascada que pidió a su familia un deseo finalmente cumplido en julio de 1960: sus cenizas mortales debían juntarse a las aguas de la catarata más alta del planeta, con 979 m de líquida gravedad de asombro, 807 de ellos en caída ininterrumpida.
Pero así como no tiene dueño, la belleza no tiene descubridor. Otras pupilas sin nombre habían visto primero la cascada: los indios pemones, que no solo la bautizaron como Kerepakupai Vená –el «salto del lugar más profundo», en su lengua–, sino que temían acercarse porque el tepuy o meseta de que caía era nada menos que el hogar de los dioses Arekunas y de los malvados espíritus Mawari que, según ellos, encarnan en esa trenza de agua. Seguramente, el piloto no preguntó a los pemones.
Ubicado en el Parque Nacional Canaima, del venezolano Estado de Bolívar, que fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1994, el salto Ángel estuvo hasta el final en la disputa por clasificar entre las siete maravillas naturales del mundo. Bañados por sus aguas, muchos turistas sostienen que lo es.
Lo mismo en intensa caminata por la jungla que en ligeras curiaras indígenas sobre los rojizos ríos Carrao y Churum, el arduo viaje a la base del salto, que incluye paradas en campamentos pemones, es una aventura en sí mismo entre senderos a través de tepuyes, planicies, selvas y valles que dejan ver desde armadillos gigantes, osos hormigueros, jaguares, pumas, monos, hasta tucanes y guacamayas.
Por mucho que enamoren otras caras del paisaje, la de allí es definitivamente la fiesta del agua. Una vez situados en la base del salto, los privilegiados vacacionistas del planeta Tierra sentirán que el aire de la caída, junto con la continua llovizna filtrada por el sol, convierte el sitio en una cuna natural de arcoíris al borde mismo de un paredón de renacimiento.
Aunque mentes más racionales lo expliquen en las lluvias caídas sobre la gran meseta, los pemones saben que es otro bien distinto el origen del salto. Miles de soles atrás, un guerrero que andaba de expedición por la zona curó con cierta agua mágica a un águila malherida y esta, en pago, lo subió a la cima del tepuy. Emocionado ante tal panorama, el guerrero tropezó y derramó, desde su totuma rota, el líquido sanador que aún no cesa de caer.