Un daiquirí Papa Special para Hemingway en el Floridita
Cuesta trabajo imaginarse a Ernest Hemingway dentro de la estrechísima y larga calle del Obispo, andando con su imponente humanidad entre aquella muchedumbre de hace poco más de medio siglo. Tal vez tendría fondeado su yate Pilar en el mar de la bahía, frente al todavía más angosto Obispo de su entronque a la Avenida del Puerto, pero este día de caminata al sol de media mañana mejor le llevaría hasta el bar-restaurante Floridita, al otro extremo de la elegante calle de financieros y banqueros del siglo XX. Un día, así de caliente, seguro iría a parar lejos de su embarcación de casco negro y superestructura color madera. El empeñoso escritor americano por entonces sabía muy bien organizar su tiempo, con cada cosa en su momento.
Aquella mañana que le vi, con su atuendo de ciudad, de pantalón y camisa de mangas recogidas, debió salir del hotel Ambos Mundos de la esquina de Mercaderes, donde tenía su primer taller de creación en la ciudad. Allí en la habitación 511 comenzó a escribir su célebre novela Por quién doblan las campanas y otros escritos y artículos periodísticos para diarios de Estados Unidos. Desde su ventana en lo alto del Ambos Mundos divisaría el Morro y el azulísimo mar donde ya pescaba sus desafiantes pejes de pico, y quizás deseó estar mar afuera. Pero en algún momento, la sequedad en la garganta y el calor le hicieron descender a Obispo, que siempre fue más acera que calle, y encaminarse casi siempre por el medio de la vía a buscar al barman Ribalaigua en el Floridita. Con él fraguaba su célebre daiquirí, luego trago emblemático de la Casa, y hacía tertulias con sus amigos de afuera, llegados a La Habana, y de adentro. Tal vez ese día coincidió con Spencer Tracy o Gary Cooper, o con su locuaz interlocutor, el periodista cubano Fernando G. Campoamor, quien por entonces denominó al ron de Cuba con su célebre definición de «el hijo alegre de la caña de azúcar».
Ya en su rincón de la barra, el huésped del Ambos Mundos pidió su secreto para el daiquirí, que era la mezcla de ron, limón, un poco de azúcar y hielo frappé seco, a la manera que todavía se ofrece en masa en el Floridita. Con el español de cantinero, que entonces era dueño de ese negocio, inventó para sí uno propio al que llamó Papa Special, con ron blanco doble, hielo frappé seco (sin que le goteara el agua, razón para que su recipiente bajo la barra tuviera huecos en el fondo), un poco de zumo de toronjas y unas gotas de marrasquino. Allí, en su pedazo de barra de madera preciosa y con su copa, fomentaba las conversaciones nostálgicas e impredecibles.
Todavía se le recuerda con su rostro barbado, de ojos inteligentes y tristes, y su fácil sonrisa amplia, en su rincón de un extremo. Un escultor cubano (Fernando Boada), para el que increíblemente posó en vivo luego de un altercado por un pequeño incidente con su auto, le hizo un busto, que se mantiene en el lugar de Hemingway. Pero otro artista José Villa perpetuó en bronce y a tamaño natural su figura de pie y sonriente.