Por fin llegamos al desierto, las carreteras se acaban y la arena se extiende hasta donde alcanza la vista.
El camino es díficil, la única señalización son los postes telegráficos, y el miedo a encontrar arenas blandas no te deja respirar. Pero merece la pena contemplar un atardecer, dormir y ver un amanecer en el desierto del Sahara.

Situado entre el mar Mediterráneo, el océano Atlántico y el desierto del Sahara, Marruecos es el país más al norte del continente africano. Su amplio territorio comprende "La costa Atlántica", entre Tánger y Essaouira, que alcanza en el interior hasta los macizos montañosos, divididos en cuatro partes: El Rif, situado en la zona norte bordeando la costa mediterránea, el Atlas Medio, el Gran Atlas y el Alto Atlas, que recorren todo el centro y sur del país, del noroeste al suroeste.

El viaje comienza en la ciudad de Marrakech, situada entre el norte y el sur, entre los grandes vergeles del Atlas Medio y el desierto del sur del Alto Atlas. La ciudad del colorido y el bullicio, viva por las cuatro esquinas, a pesar de no ser muy monumental, es una de las ciudades preferidas de los amantes de este enorme país. El movimiento de sus calle, el ir y venir de los marroquíes, los zocos de la Medina, los olores y sabores se impregnan sin pedir permiso. Será la última gran ciudad antes de penetrar en la dureza de la montaña y de los desiertos, por lo que se convierte en el punto inolvidable de partida. Como ocurre en casi todas las ciudades de Marruecos, la ciudad está dividida en dos partes muy diferenciadas: por un lado está La Medina y por otro la ciudad nueva. Imprescindible visitar las puertas de la muralla, el Palacio de el Badi, la Mezquita de la Kasbah y el Palacio de la Bahía. Visita aparte merece la famosa plaza Djemaa el Fna, lugar de peregrinación de todos los visitantes, y poder contemplar el atardecer sin preocuparse por el paso del tiempo; se forman las jaimas, los habladores organizan sus tertulias, los encantadores de serpientes preparan sus números y todo el mundo habla, canta, ríe. El cielo se oscurece y las humildes lámparas de las tiendas iluminan la plaza. El mejor sitio para contemplar este espectáculo se encuentra en la terraza de un famoso café donde el escritor Juan Goytisolo pasa gran parte de su vida.

Dejando atrás Marrakech nos dirigimos hacia el sur, adentrándonos en el Alto Atlas en dirección a la ciudad de Zagora, una ciudad sin un encanto especial, pero punto básico para realizar las excursiones al valle y el desierto. Sólo tiene una calle donde se agolpan los guías que no cejan en su empeño de intentar convencerte de que sin ellos serás pasto de los buitres en el desierto. Desde Zagora nos dirigimos a una pequeña localidad llamada Tamegroute, formada por varias kasbahs que resguardan a una vieja zaouia. La aldea también cuenta con una importante biblioteca donde se conservan valiosos manuscritos y coranes, entre los que destacan varios ejemplares de las primeras ediciones del libro sagrado, impresas sobre piel de gacela.

Nuestro próximo destino es Ouarzazate, pero antes de llegar nos adentramos en el Valle del Dades. Se despliega ante nosotros un paisaje verdaderamente sorprendente. Un momento vemos el río, para al instante siguiente desaparecer de nuestra vista. A la izquierda contemplamos las Cadenas del Atlas y a la derecha las del Alto Atlas. Todo es calor y aridez sobre las rocas calizas y volcánicas, que de repente parecen desaparecer como por arte de magia bajo esplendorosos oasis. Los desfiladeros empiezan a llenar el horizonte y el camino está salpicado de kasbahs que parecen desiertas, desde donde se controlan todos los rincones del valle. Por fin llegamos al desierto, las carreteras se acaban y la arena se extiende hasta donde alcanza la vista. A partir de este momento debemos aplicar todos nuestros conocimientos sobre conducción en suelo de arena. Para los que vemos por vez primera un verdadero desierto, la impresión está asegurada. La soledad de la arena bajo el sol abrasador te trae a la mente todos los relatos y películas que sobre el desierto has visto a lo largo de tu vida. El camino es difícil, la única señalización son los postes telegráficos, y el miedo a encontrar arenas blandas no te deja respirar. Pero merece la pena. Contemplar un atardecer, dormir y ver un amanecer en el desierto del Sahara, son experiencias que no pueden describirse con palabras . Nuestro viaje alcanza su verdadera dimensión al llegar al desierto. El resto ahora se nos antoja como una laboriosa espera hasta lograr vivir el sentimiento que te embarga ante la grandeza de la nada.