Se nace en un país, y es suficiente razón para quererlo, porque nos sentimos pertenecientes a una tierra que está en nuestros genes. Sin embargo, cuando después de conocerle, se elige vivir y quedarse en un país que no es el tuyo, eso es amor puro.

Y eso es México para mí, un amor a primera vista, una fascinación que crece y se renueva cada día, una relación que no tiene crisis ni dudas, porque cuando hay un día muy triste, un solo segundo mágico y sencillo puede cambiarlo todo.

México siempre me huele a jabón, a limpio, a burbujas mágicas y son esas las que explotan cuando las necesitas. Una tarde de lluvia torrencial bajando desbocada por las empedradas calles de Puerto Vallarta; ese olor a tierra mojada; la gente acoplándose a la naturaleza con paciencia inusual. La carita redonda de un niño en el camión que te sonríe pícaro, esos pueblos que se desperezan con una sinfonía de sonidos propios: el agua, las campanas; las señoras barriendo cuidadosamente la puerta de sus hogares, todos los puestos de comida desplegados en un arco iris de colores y aromas.

Aquí la vida está pegada a la tierra, los sentimientos y acciones son más verdaderos, más drásticos a veces pero más auténticos, más humanos; tan difíciles de comprender como la propia naturaleza del hombre, lleno de contradicciones, pasiones e incertidumbres.

Y en alguno de esos momentos es cuando sé exactamente por qué estoy aquí. Lo sé con una claridad que me hace sonreír y me llena el alma.

Consuelo Elipe