Medio Siglo de Arte Cubano
Aunque fue el corto documental El Mégano, 1956, la primera semilla del cine cubano como expresión cultural nacionalista, su fundación se produjo en 1959, mediante una ley revolucionaria que dio por creado el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC).
A una primera etapa del ICAIC, caracterizada por la épica revolucionaria y las coproducciones de aprendizaje (Historias de la Revolución, 1960, Tomás Gutiérrez Alea; El joven rebelde, 1961, Julio García Espinosa; Soy Cuba, 1964, Mijail Kalatozov), sobrevino un período caracterizado por la amplitud temática y la experimentación formal, en obras de autores en sintonía con lo más adelantado del lenguaje cinematográfico contemporáneo.
Tomás Gutiérrez Alea (La muerte de un burócrata, 1966; Memorias del subdesarrollo, 1968; La última cena, 1976), regaló estudios muy completos del carácter y las circunstancias del cubano "bajo presión"; y por su parte Humberto Solás desarrolló especialmente el melodrama histórico (Lucía, 1968; Cecilia, 1982; El siglo de las luces, 1991); mientras Julio García Espinosa se destacaba como el más experimental de nuestros cineastas (Aventuras de Juan Quinquín, 1967), y Manuel Octavio Gómez, ganaba reconocimiento por el asombroso docudrama Primera carga al machete, de 1969, y las polémicas cintas Los días del agua y Ustedes tienen la palabra.
La década del sesenta fue conocida como la época dorada gracias a los impactantes documentales de Santiago Álvarez, Octavio Cortázar, Oscar Valdés y Nicolás Guillén Landrián; y la no-ficción se convertiría en género protagónico con cintas como El hombre de Maisinicú (1973, Manuel Pérez), De cierta manera (1974, Sara Gómez) o Retrato de Teresa (1979, Pastor Vega).
En 1979 se produjo, además, el primer largometraje de dibujos animados, Elpidio Valdés, de Juan Padrón, popularísimo emblema de la idiosincrasia y la voluntad independentista de los cubanos.
El rescate del público para el cine nacional, la elevación de la producción y el debut "masivo" de nuevos directores, fueron tal vez las señales más prominentes de la filmografía cubana en la década del ochenta.
Reaparecieron géneros como la comedia costumbrista (Juan Carlos Tabío con Se permuta y Plaff, o demasiado miedo a la vida), el musical de época (La bella del Alambra, 1989, de Enrique Pineda Barnet) o el drama histórico y sicológico (Un hombre de éxito, Clandestinos), junto al cine de autor reflexivo, crítico y ahora postmoderno: Papeles secundarios, 1989, de Orlando Rojas; Alicia en el pueblo de Maravillas, 1990, de Daniel Díaz Torres; sin olvidar el largometraje de dibujos animados Vampiros en La Habana,1985.
Los años del cambio entre el siglo XX y el XXI estuvieron signados por el éxito mundial de Fresa y chocolate y Guantanamera —ambas codirigidas por Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío— y la colocación de Fernando Pérez entre los más importantes cineastas de la Isla, luego de Hello Hemingway, 1990, Madagascar, 1994, La vida es silbar, 1998, y Suite Habana, 2003.
Juan Carlos Cremata, Humberto Padrón, Jorge Luis Sánchez y Pavel Giroud integran, ahora mismo, la joven generación del cine cubano que, no obstante la limitación de recursos y el reto que suponen las nuevas tecnologías, se afirma como genuina continuadora del proyecto cultural que concibieron los fundadores, hace medio siglo.
“El cine cubano (…) en el marco de un proyecto más coherente a partir del triunfo de la Revolución, tenía que ser, y así le concebimos, y materializaron los realizadores, un nuevo camino, lenguaje, expresión de cultura, de identidad espiritual de la imagen más honda de la cultura cubana”
Alfredo Guevara