Republica Dominicana. Tierra de Encantos y Primicias
En los mismos orígenes de su historia, el dominicano tiene la fuente del orgullo que siente por su patria. Quisqueya, que quiere decir madre de todas las tierras, le llamaban los aborígenes taínos antes de que la rebautizaran como La Española.
«Este es un país de primicias», te dicen además. «Porque nuestra capital es la ciudad primada de América»; y porque acá también tenemos «la primera catedral del Nuevo Mundo, el primer hospital y la primera universidad; y porque fue aquí donde se celebró la primera misa y se ordenó el primer sacerdote católico del hemisferio occidental».
¡No hablar de Cristóbal Colón!
Le atribuyen directa o indirectamente la paternidad de todos estos Guinness históricos y es una suerte de orgullo nacional al que rinden permanente tributo: en un hermoso parque en Santo Domingo contiguo a la Catedral se encuentra el imponente Faro de Colón en las afueras y un Mausoleo Tumba, en el que la tradición popular afirma —y pocos se atreven a cuestionarlo— que se conservan las cenizas auténticas del Almirante, en una elegante urna que las autoridades exhiben ocasionalmente en el mes de octubre, cuando se conmemora de modo oficial cada nuevo aniversario de la llegada del marino europeo y sus expedicionarios a este paraíso antillano.
Todo esto lo lleva en la sangre el dominicano común, como también el merengue y la alegría de vivir, que alcanza su clímax a la altura de febrero, en días de Carnaval, una fiesta que atrae cada año a más de medio millón de personas, como un tropel de huríes que bailan sin parar sobre su propio corazón en llamas, inundando la avenida George Washington de un vaho de humanidad ardiente durante toda una semana.
La gente va y viene como poseída por un furor sobrenatural, sin notar siquiera que unos rayos evanescentes asoman por el horizonte y está a punto de amanecer sobre un país de 48 482 kilómetros, a punto de que el sol alumbre decenas de playas de aguas turquesas, se filtre entre cocoteros y centellee sobre las arenas coralinas, los vidrios de los ventanales de sus ciudades vernáculas, los valles aún húmedos de la noche y los manantiales que brotan de las montañas.
Santo Domingo, ciudad primada de América La capital dominicana tiene un buen puerto en la desembocadura del río Ozama y a la vista del majestuoso Faro de Colón que es de hecho una de las principales terminales de cruceros en el Caribe, pero sus principales vías de acceso son los aeropuertos internacionales de Las Américas y el de Herrera.
Cada detalle está bien pensado para seducir al más exigente de los turistas. Exquisito confort, excelente gastronomía, vibrantes opciones diurnas y nocturnas Se encuentran a media hora de camino en auto, por lo que apenas tras el arribo, puede emprenderse el primer paseo por esta urbe tórrida de dos millones de habitantes en la que nadie debe perderse su centro histórico, Patrimonio Cultural de la Humanidad.
El malecón conduce al núcleo fundacional de Santo Domingo, más de cinco veces centenario y cuyos muros de adobe y adoquines ancestrales, son testigos de muy larga historia. El itinerario de rigor debe iniciarse por la Calle de Las Damas, así llamada porque era donde acudía a solazarse junto a sus amigas Doña María de Toledo, la esposa de Don Diego Colón, hijo del Gran Almirante y Primer Virrey de las Indias.
La mansión colosal de Don Rodrigo de Bastidas, almojarife y alcalde mayor de la villa, tiene fachada a esta calle, pero su verdadero y más mimado tesoro es la Santa Basílica Catedral de Nuestra Señora Santa María de la Encarnación, primada de América, que constituye el más valioso monumento colonial de Santo Domingo.
Una parada imprescindible apenas a minutos es el Alcázar de Colón, admirable edificio colonial de principios del siglo XVI situado cerca del Fuerte de Ozama y donde tuvo sede la Corte del Virrey. Múltiples intervenciones lo salvaron de las heridas de una existencia azarosa y hoy se conserva como importante exponente de la arquitectura civil colonial en Dominicana.
En la misma ruta, aparece la arbolada Plaza de la Hispanidad y más adelante, en los antiguos predios de los palacios de la Capitanía General y la Real Audiencia, el fabuloso museo de las Atarazanas Reales, con una excelente colección museográfica que abarca desde el siglo XVI hasta el XIX, a modo de minucioso paseo por la historia colonial del país. De vuelta al punto de origen, lo mejor ahora es perderse por la vieja Santo Domingo contemplando sus ambientes a través del Paseo del Conde, que lleva al Parque de la Independencia.
Atrás han quedado la barriada colonial, con sus tabernillas donde beber ron y comer el sancocho dominicano —plato típico—, los vendedores ambulantes y los excitantes rincones llenos de mulatas que cruzan las miradas con el viajero, regalando guiños de seducción tropical y jovialidad picaresca. También encontramos las grandes arcadas, los soportales para guarecerse del sol y la lluvia, decenas de edificios históricos llenos de leyendas dentro del escenario abigarrado característico del urbanismo medieval y joyas aisladas como las iglesias y exponentes castrenses, de los cuales resulta esencial La Torre del Homenaje, considerada entre las más viejas construcciones militares en pie del Nuevo Mundo. El otro Santo Domingo —el que se encuentra fuera del recinto colonial puro—, muestra un rostro más heterogéneo y moderno con sitios muy recomendables que ayudan al turista a completar su visión de esta ciudad nítidamente caribeña, alegre y pintoresca.
Son recomendables espacios para la alta cultura como el Teatro Nacional o el Palacio de Bellas Artes, o un sitio tan variopinto y popular como el Mercado Modelo, tienda de recuerdos como hay pocas, en la que junto a artesanías de cualquier factura se encuentran mangos, piñas, mameyes, nísperos, chirimoyas y muchas más variedades de frutas tropicales, así como utensilios de cocina, mecedoras y otros muebles elaborados a mano, con maderas preciosas locales. El Jardín Botánico, el Parque Zoológico, el Acuario Nacional, el Parque Nacional del Norte, el Parque Mirador del Sur, el Cementerio Cristo Redentor, el Parque Mirador del Este y el Faro de Colón, son algunos de los sitios en la periferia de obligada visita.
Playas de ensueño Lo mismo por la cara del Atlántico que por la del Caribe, el litoral de República Dominicana exhibe lo que constituye el mayor tesoro de este país: sus playas. Las hay populosas, exclusivas, de apariencia virgen y desoladas; de un azul añil o de un tono turquesa; de arenas muy blancas o más bien doradas; de suave o fuerte caída, con fabulosos entornos en tierra firme y barreras coralinas que las custodian, ideales para el senderismo y la práctica del buceo. Puerto Plata, a 235 kilómetros de Santo Domingo, es de las más conocidas. También le llaman Novia del Atlántico o Costa del Ámbar, por sus yacimientos de esta resina fósil de profuso uso artesanal.
Las playas de la bahía de Samaná —sitio en el que se aparean entre enero y marzo ballenas jorobadas en un espectáculo único—, así como Bávaro y Punta Cana, gozan de la mayor preferencia. Entre uvas caletas y cocoteros, ocupan la línea de costa en que se abrazan el Atlántico y el Caribe formando una extensa franja blanca que separa la selva y el mar a lo largo de 40 kilómetros. Varias de las principales cadenas hoteleras de Europa y del mundo están asentadas en la zona con lujosos hoteles y resorts a modo de ciudades turísticas completas, combinando el solaz marino y la naturaleza cercana con noches de merengue, areítos, pericos ripiaos, gastronomía excelente y amenidades diversas. Para los que prefieren calas más exclusivas, el camino de la perfección es hacia el sur.
La carretera de Cumayasa, tras pasar el río Dulce, lleva a la hermosa playa de Juan Dolio y además, a la Romana, famosa por su entorno espectacular y ser el lugar donde se encuentra el Campo de Golf de Cajuiles —entre los mejores del mundo— y el resort Casa de Campo, que exhibe primorosas decoraciones del afamado diseñador dominicano Oscar de la Renta y está avalado como el más elegante del Caribe. Cerca, un desvío bien justificado es la aldea de estilo medieval Altos de Chavón, que rodeada de montes sobre un repecho a la vista del mar, funciona como colonia artística donde trabajan reconocidos pintores, ceramistas, escultores y artesanos.
Hacia el oeste, ya está próxima Santo Domingo, pero antes, Boca Chica regala al visitante sus arenas de tono marfil y el ambiente propio de una playa más popular, con músicos, artesanos, puestos de canapés y bares sombreados con pencas de coco. Con sus amaneceres de oro y atardeceres inolvidables, las playas hermosas y las montañas fragantes, Dominicana existe como una isla del tesoro para perderse unas semanas a conciencia, sin más planes que ser feliz y sentirse libre cual un Robinson Crusoe moderno .