El norte de Portugal entre tradición y modernidad
Con varias ciudades como Patrimonio de la Humanidad al igual que buena parte del cauce del Duero y sus vides, y con Guimarães como Capital Europea de la Cultura en 2012, el Norte de Portugal ofrece hoy su mejor cara.
Dicen las malas lenguas que entre Gaia y Oporto hay una rivalidad secular que nadie ha logrado superar, y se afirma que entre la orilla sur y norte del viejo río Duero a su paso por Oporto -dos municipios, dos estilos de vida, dos enfrentados intereses- hay mucha más distancia que los escasos doscientos metros que las separan. Algunos, incluso, cuentan que las bodegas de Gaia (Vila Nova de Gaia, en realidad), con más de 50 compañías, no deberían utilizar la denominación Porto para sus vinos, pese a que la usan desde hace más de 250 años y que es uno de los nombres que ha situado a la ciudad y a todo el país en el mundo. Pero pese a las habladurías, la sangre no llega al río, porque no cabría entender y disfrutar de esta deliciosa ciudad sin la complicidad de ambas orillas. Como ocurre en otros lugares, por ejemplo Budapest, la esencia y la armonía de Oporto se entiende desde la orilla de Gaia. Desde allí se descubren sus casas amontonadas, sus fachadas barrocas, sus paredes desconchadas, sus ropas tendidas al sol que han contribuido también a que todo el conjunto sea declarado Patrimonio de la Humanidad. Y desde la orilla de Oporto se tiene la mejor imagen de los puentes de hierro, que unen, a pesar de todo, las dos orillas, y se aprecia la sucesión de marcas de vinos -Sandeman, Calem, Ferreira- que han paseado el nombre de la ciudad por todo el mundo. Por eso, una de las primeras cosas que hay que hacer en Oporto es una breve travesía por su río, donde los rabelos, réplicas de las antiguas embarcaciones que realizaban el transporte de mercancías por el Duero, se acercan a la desembocadura en su manso abrazo con el Atlántico y luego remontan la corriente. A su paso, cien metros más arriba, se descubren los puentes de hierro de Maria Pia y de Dom Luis I, que construyeron Gustavo Eiffel y su aventajado discípulo, Teófilo Seyrig, declarados monumentos nacionales y sin más finalidad actual que la estética, o el impresionante puente de la Arrábida, de Edgar Cardoso que, con un vano de 270 metros, fue durante algún tiempo record mundial de puentes con arco de hormigón armado.
El origen de Portugal Situada junto al río, la Ribeira era en el siglo XV un puerto muy animado, donde atracaban centenares de naves que llevaban a Francia, Inglaterra y Flandes los productos de la tierra, entre ellos los vinos del Alto Duero. Hoy conserva un aire melancólico con restaurantes y terrazas frecuentadas por los turistas que visitan la segunda ciudad más importante de Portugal -y la que le dio nombre: Porto Cale o Portus Calle como la llamaron los romanos- y que antes se sienten atraídos por la siempre poética Lisboa, la elegancia de Estoril, las soleadas playas del sur en el Algarve, o la piadosa visita a Fátima. Mientras los dorados tonos de las casas, que dieron nombre al Douro, se reflejan en sus aguas, en el cielo se destacan las torres de la catedral fortaleza, símbolo del poder de los obispos al que se oponían los portuenses. De la silueta de la ciudad sobresale la alta Torre de los Clérigos, de atrevida belleza y un barroco muy singular. En esta ciudad donde conviven en rara armonía el románico, el gótico, el barroco, el neoclásico, la llamada arquitectura del hierro y el atrevido cariz contemporáneo de la Escuela de Arquitectura de Oporto, presidido por Alvaro Siza, no es fácil encontrar elementos suntuosos, palacios o grandes residencias. La propia ciudad mantuvo a distancia a la nobleza, ya desde la Edad Media, que tenía prohibido vivir allí. Al desembarcar, vale la pena pasear por su zona portuaria, donde perduran las típicas casas de estilo luso, estrechas y alargadas. Edificios con carácter propio, muchos humildes y decadentes, en los cuales destaca su revestimiento con azulejos de estridentes colores y balcones con barandillas forjadas donde se cuelga la ropa a secar. Estos viejos muelles fluviales, en el barrio del Barredo, o Cais da Ribeira, nos transportan al auténtico sabor de otros tiempos. El antiguo barrio, aunque conserva su vieja estampa, se ha ido adaptando al atractivo turístico. Las viejas dependencias portuarias se han transformado en tascas y tabernas con encanto, donde tomar un tentempié y un vinho de Porto.
Lugares de interés Aunque cueste trabajo alejarse de este placentero enclave, otros lugares de Oporto reclaman atención, como la famosa iglesia de San Francisco, cuyo interior destaca por el impresionante revestimiento de oro en sus tallas barrocas. Una exhibición de riqueza que produjo la indignación de los propios franciscanos, que incluso prohibieron el culto por incumplir el voto de pobreza que pregona esta hermandad. Otro de los lugares más visitados en la misma plaza es un enorme edificio conocido como Palacio de la Bolsa, construido en 1834, recuerdo de la vocación mercantil que ha tenido la ciudad y sede de la Asociación Comercial de Oporto, y al cual se puede acceder como si fuera un museo. En su interior destaca su pintoresco Salón Árabe, una amplia sala inspirada en la Alhambra de Granada y que sirve para recepciones de grandes mandatarios. Por el centro, hay otras visitas inevitables, como la afamada Torre de los Clérigos, que se dice es el campanario más alto de Portugal, con 76 metros de altura. Diseñada en el siglo XVIII propone una penitencia adelantada si se quiere disfrutar de la mejor vista de la ciudad: 225 peldaños. En la misma plaza hay un rincón con personalidad: la librería Lello&Irmao, abierta desde 1906, en cuyo interior destaca su exuberante decoración en madera y vistosas escaleras de caracol. No muy lejos está otro establecimiento con encanto, el viejo café Majestic, con un estilo de Belle Epoque y que transmite ese aire elegante de época dorada, un toque romántico que recuerda las tertulias de artistas e intelectuales. Cerca del café, más comercios sacados de otros tiempos, como la tienda de ultramarinos conocida como la Peroa do Bolhao, con una fachada modernista de 1917, que expone en sus vidrieras los productos más típicos de Portugal, y, más adelante el mercado del Bolhao, una vuelta al pasado donde vendedoras del campo ofrecen productos fresquísimos que despiertan los sentidos; pescados, frutas, vinos, carnes, pan artesano, bacalao... Los habitantes de Oporto se muestran especialmente orgullosos de su modernidad y las obras maestras de arquitectura contemporánea que surgen en la ciudad. La Capitalidad Europea de la Cultura que ostentó en 2001 permitió revitalizar su arquitectura, aunque algunas de sus obras más emblemáticas, como la Casa da Música, del holandés Kem Colas, no se inauguraron hasta dos años después. En cualquier caso, en la ciudad se encuentran algunas de las obras más representativas de su principal arquitecto vivo, Álvaro Siza, como la Casa Manuel Magalhaes, en la Avenida dos Combatentes, y la Facultad de Arquitectura. Otros quince edificios en Oporto llevan su firma, como algunas tiendas en las grandes avenidas de la ciudad o la Fundación Serralves, cuyas líneas arquitectónicas dan más esplendor a las bellas pinturas que cobijan sus muros. Todas las construcciones de Siza se caracterizan por el minimalismo constructivo, siempre acompañadas por la luz, que debe iluminar los espacios más pequeños que se puedan imaginar.
Camino al Norte de Portugal Oporto es también el punto de partida para descubrir el norte de Portugal, una región cargada de historia, monumentos, paisajes y culturas que dieron origen al país. Zona de montañas y declives acentuados, cubierta de frondosa vegetación, ríos y parques naturales. Con el granito de sus montañas se erigirían los muchos monumentos, de fe y de historia de la región. De fe, en las sobrias ermitas románicas y templos barrocos; de historia, en los castillos o en los incontables pazos y casas blasonadas, donde se recibe al visitante en la más aristocrática hospitalidad. Bordeando el litoral atlántico se llega a la desembocadura del río Lima, que nos reciben con la belleza de Viana do Castelo, erigida sobre la foz del río y conocida como «La Princesa del Lima». Es difícil resistirse a su encanto, cuando la luz crea sombras geométricas por entre los majestosos edificios, en los que predominan estilos como el manuelino, el barroco o art-déco. Las calles y callejuelas del centro histórico, uno de los más bellos y bien conservados del país, llaman la atención por sus fachadas armónicas, sus paneles de azulejos de bello trazado y color, auténtico compendio de la historia de la arquitectura en Portugal. De camino hacia Braga, segunda punta del triángulo de ciudades esenciales en el note de Portugal, hay que hacer escala en el Santuario de Bom Jesús. Lo mejor es salvar los 300 metros de desnivel en el ingenioso funicular que funciona con agua y fue el primero en instalarse en Portugal en 1882. Otra opción -mejor hacerlo de bajada- es la escalinata que lleva a lo alto con 17 rellanos decorados por fuentes simbólicas, estatuas alegóricas y otra decoración barroca con diversas temáticas: la vía Sacra, los Cinco Sentidos, las Virtudes, el Terreiro de Moisés y en lo alto, las ocho figuras bíblicas que participaron en la Condenación de Jesús. Todo el que se precie debe entrar en Braga como un ciudadano del Renacimiento, por el Arco de la Puerta Nueva, donde se entregaban las llaves de la ciudad. Esta llave simbólica abre las puertas de una ciudad milenaria, que guarda en sus monumentos el brillo del poder que ostentaban sus obispos. Su catedral, la más antigua del país, fue la mayor referencia religiosa de Portugal. El dicho popular «más viejo que la Catedral de Braga» es ilustrativo de su antigüedad. Su poder eclesiástico, tantas veces asociado en tiempos medievales al poder de la espada, se extendió por los reinos de España y Portugal. En el siglo XVI el arzobispo D. Diogo de Sousa, deslumbrado con la Roma del Papa Julio II, le dio el brillo y la gracia decorativa del Renacimiento. Más tarde, la exuberancia del arte barroco se añadiría a otros edificios. De todas estas épocas, la ciudad guarda recuerdos inesperados, grandes y pequeños, como una torre medieval en plena calle, ventanas y celosías que encubrían rostros de mujeres o un palacio «rocaille» que recuerda a una cómoda estilo Luis XV. En tiempos más recientes, la fundación de la Universidad y la calidad de su arquitectura contemporánea dieron un impulso que la llenó de luz, color y modernidad.
Donde todo empezó El final del camino lleva, curiosamente, a donde todo empezó. Guimarães tiene un significado especial en el corazón de los portugueses. Dentro del castillo medieval fue donde nació Afonso Henriques y en sus altas torres y murallas venció a los ejércitos de su madre, en 1128. Reconocido como heredero del Condado Portucalense por los guerreros del Miño, este Príncipe que, según dicen las crónicas, era muy atractivo, y llegó a ser el primer rey de Portugal. Después de esto, resulta aún más interesante pasear por el centro histórico de la ciudad, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Hay un carácter auténtico en los armoniosos balcones de hierro, en las barandillas y soportales de granito, en los perfiles de las torres almenadas de las casas señoriales, en los arcos que unen las calles estrechas, en las losas del suelo alisadas por los siglos y en la frescura de los claustros. Podemos imaginarnos en un escenario medieval, donde la nobleza fue construyendo espléndidos palacetes como la casa Mota Prego, el Palacio de Vila Flor, del Toural y tantos otros que confieren esa atmósfera única a Guimarães. Un buen punto de partida para callejear por el corazón de la ciudad es el Largo de Nossa Senhora da Oliveira. Aquí se alza la impresionante iglesia de la Colegiata de Guimarães de donde partió hacia Roma Pedro Hispano que, con el nombre de João XXI, sería el único papa portugués de la Historia de la Iglesia.