Como sabemos, viajar a París hoy en día ya no es como en el romántico periplo francés de Ingrid Bergman y Humphrey Bogart. Hoy se adquiere un «vuelo económico», que es económico para cualquier cosa menos para las incomodidades: levantarse a las 4:00 a.m., apretar la maleta de mano para que encaje en el incómodo cajón sobre el asiento, correr a la cola de embarque para lograr un buen sitio en el avión, en fin, volar en una aerolínea low-cost.

Cuando llegamos al aeropuerto Charles de Gaulle, hicimos la cola en el mostrador turístico de turno, y ¡voilá! Nos atienden en español –lo cual fue un gran alivio ya que no hablábamos ni «pa-pa» de francés– y nos ofertan un billete de metro para los 4 días, que incluía también el tren de ida y vuelta al aeropuerto. cincuenta euros por persona nos costó la broma (para que luego digan que el transporte público de Madrid es caro).

Mapa en mano, analizamos en el tren los tras- Arco de Triunfo Montmartre bordos que nos tocaría hacer, qué líneas coger y, sobre todo, la dirección correcta. Resultó ser, «coser y cantar». Somos turistas, sí, pero listos. Llegamos a nuestra parada de la línea 13, Brochant, y aunque teníamos más o menos claro cómo encontrar el hotel, finalmente tuvimos que preguntar.

Como era de esperar, por el madrugón, nuestra habitación no estaba lista, así que tomamos lo imprescindible y volvimos al metro. Nuestra primera parada fue Champs Elysées y comenzamos a caminar. El día estaba nublado, oscuro y con intenciones de lluvia, así que cámara en mano paseamos por las calles «cual japoneses».

El hambre asediaba y en el primer lugar que encontramos nos dispusimos a comer algo. Los Champs Elysées parecían interminables, los ojos se me iban a todos los escaparates, pero nuestro objetivo era el Arc de Triomphe (Arco de Triunfo). Una vez en la puerta, se me ocurrió preguntar si había descuentos para jóvenes, y tras enseñar mi DNI entramos gratis. El ascenso de las escaleras se nos hacía interminables, parecía que nunca llegaríamos a la cima. El «sufrimiento» mereció la pena. Cuando nos dimos cuenta, estábamos divisando París, o lo que la niebla nos dejaba ver.

Luego del descenso con aquella temperatura y el cansancio que llevábamos en el cuerpo, un café era lo que necesitábamos, y en una calle aledaña nos tomamos un capuccino calentito, pero el frío me regresó al cuerpo al ver el precio: 13€ ¡por dos cafés! Habíamos quedado con una amiga, que, por muy madrileña que sea, le queda poco de eso, porque ya es parisina, parisina. Nos llevó a tomar una –o varias– cervezas en el Café de les 2 Moulines, o lo que es lo mismo, el café de Amelie.

Cenamos en Bristo Chat Noir, un sugerente restaurante a pie de calle que realmente me gustó. Me sirvieron uno de los mejores steak tartare que he probado, además de un excelente vino.

El segundo día fue duro madrugar, pero abrimos las ventanas y nos esperaba un soleado y maravilloso día. Así que nos pusimos en marcha. Primer destino, Sacre Coeur. Subimos las escaleras, nos intentaron hacer el timo de la pulsera… –y es que, mi compañero de viaje parece que lleva escrito en la frente «pídeme un cigarro e intenta venderme algo»–, nos dimos una vuelta por el interior y acto seguido paseamos por Montmartre, donde tuvimos oportunidad de observar a los artistas.

Era el día idóneo para acudir a la Torre Eiffel. Llegamos a los Campos de Marte, y tras  conseguir sortear a los pequeñuelos de un «cole», vimos que la cola para «escalar» la torre era mínima. Compramos la entrada y pasito a pasito llegamos al punto donde debimos tomar el ascensor para subir a la cima. Me encantó la impresión de sentirme en la cima de París, donde todo parecía pequeño y cercano. Y ver desde el primer piso la inmensa cola de aquellos que, por vagancia, edad o incapacidad, tenían que subir en ascensor. Otros ascienden las escaleras para ahorrarse el costo del ascensor o por simple aventura. Finalmente, para todos la vista fue espectacular.

Seguimos nuestro camino a orillas del río. Queríamos ver la gran noria instalada en el centro de París, con aquellas luces que invitaban a subir el Arco de Triunfo. Aprovechando que la subida nos salía gratis, decidimos armarnos de valor y volver a subir para poder ver París completo de noche (sin niebla ni nubes) y contemplar la Torre Eiffel iluminada desde las alturas, algo que realmente mereció la pena.

El siguiente día nos despertamos otra vez rodeados de llovizna, bruma y un cielo gris oscuro que invitaba a la tristeza. Pero eran muchos los sitios que nos quedaban por visitar.

Nuestra primera parada fue la majestuosa Catedral de Notre Dame. Ya acostumbrados a las colas para entrar a visitar los lugares, allí nos pusimos bajo la lluvia para poder acceder. La verdad es que es impresionante por dentro, ya tenían montado el nacimiento, habían dos maquetas impresionantes en el interior.

Queríamos llegar al gran museo del Louvre, pero no sin antes callejear para poder ver la renombrada parisina universidad de La Sorbonne. Anduvimos hasta llegar a Pont des Arts, un lugar curioso en el que los enamorados «sellan» su amor cerrando un candado grabado con sus nombres.

Tras hacernos las típicas fotos en la pirámide de cristal del Louvre, decidimos que sería una gran tarde de compras. Hicimos cola en La Dureé, para poder llevar a casa los típicos macarroons –aunque mi sorpresa al llegar a Madrid, fue que aquí ya los vendían en pastelerías–. También paramos en un puesto de venta de quesos y embutidos típicos franceses, y ahí ¡arrasamos!.

Después de haber conocido el París turístico, si de algo estoy segura es de que necesito un nuevo viaje para intentar conocer mejor los entresijos de la ciudad, así como sus recovecos y secretos.