Oficios de mercado

El vendedor de arte ha sido un derivado histórico del vendedor a secas, sobre todo de aquel que se ocupaba de vender medios materiales de existencia, productos de la actividad artesanal independiente o gremial, y botines de guerra.
Ya en el Renacimiento —durante la acumulación originaria del capital— se localizan los primeros comerciantes de arte como tal, puesto que aparte de los encargos y de las ventas que se pagaban a los propios artistas y a sus talleres, aparecieron individuos que aprovechaban el hecho de escribir sobre arte o ser amigos de los artistas, para operar en condición de intermediarios entre el productor y el comprador.
Con el tiempo, quien negociaba con arte sin haberlo producido devino una figura clave en el proceso de creación, circulación, oferta y destino de esa manifestación cultural.
La lógica avasalladora del capitalismo hizo de él un inductor interesado del modo de darse la producción artística, el puente de esta con los coleccionistas y entidades usufructuarias del objeto y la imagen estéticos, y quien más se beneficiaba de la compraventa de lo que no concebía y empezaba a ser motivo de una de las más efectivas especulaciones en pos de ganancias.
Tanto de modo ambulatorio, desde su misma casa, en encuentros organizados en los talleres de los artistas, como mediante esos establecimientos específicos que fueron las galerías comerciales de arte, el vendedor impuso sus intereses y condicionó al arte a responder a las solicitudes de los adquirentes, a la vez que redondeaba lo que en economía política se llama «fetichismo de la mercancía».
El hecho de que la mayoría de los vendedores de arte prioricen la ganancia a partir de la eficacia de su gestión comercial, desarrolla en ellos un comportamiento frío, calculador, dependiente del tipo de comprador que atiende, a veces desligado de los sueños y deseos de realización imaginativa de los artistas, y dado en ver la obra de arte casi únicamente como una especial mercancía.
Cuando el vendedor de arte carece —además— de una sensibilidad afinada y una pasión por la revelación estética, de una cultura de la manifestación en cuestión, de la capacidad para comprender y sentir como propia la evolución creadora de los artistas que son sus fuentes de ofertas, puede llegar a extremos de absolutizar ganancia y precio, patrón de lo vendible y valor de cambio, coyuntura de mercado y destino comercial, colocándolos demasiado por encima de la naturaleza humana, social, cultural y estética de las producciones artísticas que negocia.
Es en ese tipo de vendedor de arte, que solo está preparado para vender mercancías, que aprecia el arte solo como producto mercantil, donde resulta frecuente la deshumanización de la conducta personal, la pérdida de los escrúpulos, la tendencia a corromperse, la enajenación respecto de lo ético profesional, la ambición para las ilegalidades, y asimismo la manipulación del arte y los artistas como simulacros y productores de simulacros que se disfrazan de «obras artísticas», generalmente unisignificativas y adecuadas para satisfacer las apetencias de ciertos compradores inherentes a una «dictadura del consumidor especializado».
Cuba no es ajena a estos fenómenos.