Lo primero fue el asombro. ¿Severo Sarduy pintor? ¿El novelista de Cobra y De dónde son los cantantes, el poeta de Big Bang y Mood Indigo, el colaborador de la mítica revista Tel Quel, el pensador que acuñó el término neobarroco en ensayos memorables como Escrito sobre un cuerpo, Barroco y La simulación, que han servido de punto de partida a indagaciones de toda una vida para intelectuales franceses e italianos?

Pues sí, pintor, y uno muy singular dentro del panorama de las artes cubanas. Ya sabíamos que el camagüeyano (1937-1993) había salido de la Isla en los tempranos sesenta del pasado siglo becado por el Gobierno Revolucionario para hacer estudios de pintura en Madrid. Pero hasta ahí. Su vertiginosa y siempre controversial carrera literaria nos hizo olvidar a los admiradores de esta orilla su raigal filiación con la imagen, el signo que antecede a la palabra, el gesto en definitiva.

Y de la poliédrica personalidad del autor de Pájaros en la playa habla el volumen El Oriente de Severo Sarduy, quien hizo del viaje, de la frecuentación de mundos “exóticos” una práctica artística en sí, pues no se trasladó a esa lejana (para nosotros) zona del planeta como un turista más, ni siquiera como un “descubridor”, tampoco como alguien que busca temas o motivos, sino como el ser mimético que fue, para fundirse, travestirse, diluir su yo en el otro, en la alteridad, hasta desaparecer.

Temprano había mostrado su interés por la obra de Franz Kline (1910-1962) y los otros expresionistas abstractos norteamericanos. Incluso llegó a decir que su novela Gestos (1963) no era otra cosa que una manifestación de action writing, en directa alusión al método pictórico conocido como action painting, que caracterizó a ese movimiento. Se piensa que Sarduy llegó al arte chino y japonés a partir de Kline, aunque este mismo artista negó en repetidas ocasiones cualquier relación entre el mundo asiático y su obra de trazos muy semejantes a los caligráficos.

He aquí unos pequeños fragmentos del poema “Páginas en blanco (cuadros de Franz Kline)”,1 donde sale a flote ese sustancial vínculo con el vacío, característico de la pintura china clásica:

I Wax Wing

No hay silencio sino cuando el Otro habla (Blanco no: colores que se escapan por los bordes). Ahora que el poema está escrito. La página vacía.

V Zinc Door

Abierta no, entrejunta. Esa ranura mira. Detrás de lo blanco, blanco. Ahora el silencio. Las paredes se cuartean. El cuarto desmoronado, navega. Y ese brillo. La puerta transparente.

Otro pintor que signó el camino de Sarduy antes de llegar al Oriente fue Mark Rothko. La superposición entre el rojo (color al que le confería propiedades curativas) y el naranja, tan frecuentada por este expresionista, luego el cubano la encontraría en las túnicas de los monjes tibetanos, algo que para él no podía ser mera casualidad, sino una suerte de vasos comunicantes entre el Occidente y el Oriente esencial.

Entre 1961 y 1978, Severo Sarduy viajó repetidamente a Turquía, Marruecos, India, Túnez, Indonesia, Irán, Argelia y Sri Lanka. Y viajamos con él a través de sus informes, crónicas, dibujos y cartas cargados de vivencias, y hasta buceando en su literatura misma (la novela Cobra). Lo apasionó el budismo, tan cercano a su concepción mínimal del arte, y las diversas religiones de la India. Y todo ese conocimiento, adquirido desde una perspectiva inevitablemente occidental, lo confrontó, tal como un espejo que refleja a otro, con las concepciones religiosas de origen afrocubano que conocía de primera mano. Alejándose de su isla, su Camagüey natal, logró una perspectiva más universal y abarcadora que, contrario a lo que pudiera creerse, fijó más las raíces en el terreno de por sí cenagoso de su identidad. “Sarduy se aleja para estar más cerca”.2 Logró lo que Julián del Casal, otro de nuestros poetas colosales del siglo xix, nunca pudo alcanzar: conocer el Oriente más allá de porcelanas y grabados. Casal, en cierta medida, era un escapista. Severo lo fue en toda la línea. A donde quiera que llegara, el artista se hacía retratar con la indumentaria del país, en un gesto no exento de frivolidad que él intentaba validar de esta forma: “Para que todo signifique hay que aceptar que me habita no la dualidad, sino una intensidad de simulación que constituye su propio fin, fuera de lo que imita: ¿qué se simula? La simulación”.3

Al desconocimiento de Sarduy pintor contribuyó decididamente su renuencia a exhibir. No es hasta 1990, cuando ya se le había diagnosticado el SIDA, que realiza su primera muestra personal: Tableaux manuscripts, en la Galería “Nina Davidov”, de París. Un año después, trabajos suyos son incluidos en la exposición colectiva L’écrit et le signe, autour de quelques écrivains, preparada por el Centro “Georges Pompidou”. Y en 1993, a pocos meses del deceso, inaugura la segunda exhibición de su obra reciente, también en la Galería “Davidov”, institución que cedió los derechos de reproducción de las piezas de Sarduy que se muestran en El Oriente...

Sobre esta arista de su trabajo creativo Sarduy reflexionó en más de una ocasión. Incluso llegó a decir que nunca sabía qué saldría primero cuando se sentaba a la mesa de trabajo, si la imagen o la palabra. En el caso de la pintura, asumía el oficio como un mantra, sólo que la repetición no era el consabido om mane padme hums,4 sino la sucesión de trazos o puntos infinitos, en un intento –¿de Sísifo?– por emular al cosmos:

La vocación del cuadro es también la fluorescencia del color. Se van acumulando, como en la escritura, minúsculos signos, trazos casi invisibles, la huella de la tinta china y el pincel más fino que existe [...]. O bien es el rojo, distintos rojos que se resumen en uno aparentemente unido y en realidad atravesado de venas, de texturas: escarlata, carmín, granate, japonés claro, napthol, Oriente”.5

No obstante su diseño coffee table y sus numerosas páginas, El Oriente... demanda una lectura ininterrumpida. En él hallamos ensayos tan medulares como el de Roberto González Echevarría (“La ruta china de Severo Sarduy”), donde el estudioso se detiene en los contactos liminares del cubano con la inmigración china a la Isla; e incluso se fabula con un posible ascendiente asiático entre las muchas sangres que confluyeron, en feliz mestizaje, en el narrador y poeta. Por su parte, Andrés Sánchez Robaina rastrea las influencias y “préstamos” del Oriente en la obra lírica de Severo; Jaime Moreno Villareal habla de la producción gráfica y pictórica, y François Wahl, su compañero en vida, fija las pautas para la mejor comprensión del viajero, sus motivaciones, sus expectativas ante cada desplazamiento, las huellas inmediatas de las culturas “develadas” en su propio quehacer creativo.

Juan Goytisolo (“Severo Sarduy: una necesaria relectura”), José Lezama Lima (“Cartas a Severo Sarduy”) y Guillermo Cabrera Infante (“Sobre una tumba, una rumba”), son otros de los autores cuyos textos se suman a los de Gustavo Guerrero, Nelda del Castillo y Rubén Gallo en la conformación del retrato plural de Sarduy.

La sección “Catálogo” está conformada por reproducciones de piezas originales de cultura oriental recogidas por Sarduy y François Wahl en sus numerosos recorridos por esa región geográfica, tales como tabletas de oración tibetanas, objetos indonesios de adivinación, piedras votivas nepalesas, estatuillas de bronce de la India y tablas de escritura marroquí, entre otras. También en ese apartado se reúne una importante iconografía de Severo en diferentes etapas de su vida, y de su obra plástica.

Completan la entrega una antología de textos de Sarduy sobre el Oriente (impresiones de viaje, poemas, artículos, fragmentos de entrevistas), una relación de sus viajes, la bibliografía exhaustiva de toda su obra publicada oficialmente y la imprescindible cronología (debida a Tania Pagola), de obligada consulta en lo adelante para quienes se interesen por la vida y obra del autor de Un testigo fugaz y disfrazado.

Todas estas razones hacen más que recomendable la lectura de El Oriente de Severo Sarduy, edición al cuidado de Gustavo Guerrero y Xosé Luis García Canido.

La gráfica y la pintura de Severo Sarduy demandan un justo e inmediato reconocimiento sobre todo en Cuba, donde desde hace décadas se le tiene –que no es poco– por un escritor de primera línea.

El Oriente de Severo Sarduy, Instituto Cervantes, Madrid, 2009.