Deseando a Marianela (y a María Regla)
Cuando no se conocen las teorías de género, cuando no se ha leído su letra, el chiste aparece como la salida perfecta. El feminismo es cosa de lesbianas reprimidas, la interpretación queer se debe a Edipos no resueltos, o la política de las masculinidades obedece a la necesidad de legitimidad social de maricones en el closet. Qué sabroso suena todo a la falta de luz del ignorante carnavalesco, presto a la parodia y el aquelarre.
En la segunda mitad del siglo xx aprendimos que el sujeto nunca es abstracto. El “hombre” genéricamente entendido constituye una entelequia bastante más peligrosa que lo que parece a simple vista. En dudosa virtud del “hombre”, de abstracciones confortantes, se han cometido los crímenes más terribles, las exclusiones y las segregaciones menos humanistas. El sujeto se proyecta siempre desde un posicionamiento; o mejor, desde uno no: desde varios. La voz del sujeto suda, directa o indirectamente, un montaje de condiciones donde se expresa el nivel y la ascendencia cultural, la pertenencia etnorracial, el credo político (las terceras posiciones existen apenas en la mente), la filiación sexual. Las teorías de género han enseñado que la masculinidad o la feminidad son construcciones socioculturales bastante más complejas que la mera identidad sexual, o que la biología, la anatomía, la fisiología. El género supone una construcción debida al aprendizaje, la formación del individuo, los vectores de su educación; sin excluir la voluntad de las elecciones del sujeto, su orientación sexual (la que también aparece cruzada por la experiencia de la confrontación social), etc. El yo se debate entre los reclamos y los impulsos del ello y las demandas contextuales del Super-yo. Lo que identificamos por masculino o femenino resulta atravesado por procesos psicosociales y socioculturales que trascienden la inclinación de la libido.
Las teorías de género nos han enseñado cómo más que la masculinidad, en abstracto, existen las masculinidades, las hegemónicas y las subordinadas. La lucha hoy día reside en el intento de socavar los lindes entre unas y otras; lo que no quiere decir que las líneas de deseo basten para que, en el tejido social, dejen de actuar las instituciones (lo sólido que parece aire) que redundan de hecho en la hegemonía o la subordinación. Tampoco existe un solo feminismo. Aunque la postura de género comporta una actitud política –desde luego; no hay que temerle al término, y quien dice política, dice resuelta–, el más lúcido de los feminismos no es precisamente el que quisiera sustituir el patrón patriarcal por el reino del matriarcado, ni el que supone que el universo racional y emocional de la mujer puede sostenerse de excluir o atentar contra el imperio de lo masculino. Pensando los procesos de la cultura artística, particularmente del cine, a partir de los años setenta del pasado siglo, sistematiza sus reflexiones un feminismo desalienante que constituye, probablemente, la otra gran conmoción epistemológica, luego de la Historia de la sexualidad de Michel Foucault.
Esas autoras, en competentes estudios sobre el cine clásico –en especial, sobre el cine negro–, y en punzantes ensayos a propósito de la Narratología como ciencia, han deconstruido la hegemonía de la manera masculina de entender el mundo, instaurada por la sociedad patriarcal. Ellas han denunciado la falacia de “la ley universal” del relato, según la cual toda historia no cuenta más que el sobresalto de un sujeto interesado en alcanzar un objeto de deseo, mientras salta n cantidad de obstáculos sociales, familiares, morales. Este feminismo pone de relieve que cuanto ha querido pasar por “universal” no hace sino clonar un mundo de valores propio de la mentalidad masculina: la reunión de atributos y experiencias como el viaje, la aventura, la posesión, la propiedad, la conquista, el dominio. En tal sentido, estas autoras han precisado la vocación de la mirada en el cine clásico, el tipo de espectador para el que se sublima o cifra la objetualización de la mujer, en el lugar de un fetiche adorado y tranquilizador. En el caso del cine contemporáneo, son estimulantes los análisis sobre cineastas como el inglés Derek Jarman o el danés Lars von Trier. Jarman se propuso la revisión de la historia del Estado británico sobre la base de la recolocación del sujeto homosexual y la crítica despiadada a la exclusión; sin embargo, para tanto, su cine necesitó ser misógino. Teníamos ahí una protesta ante la exclusión, que clonaba el propio mecanismo de la segregación, y generaba, de hecho, otra preterición. El Otro que odia al Otro. Juego de espejos, rarefacción de la experiencia. En el caso del danés, hemos presenciado el tránsito de la martirización de la mujer a la demonización absoluta de su amenaza, en un filme como AntiCristo, tratado misógino a tenor del cual la mujer es una perenne tenaza psicológica sobre el varón. Quizás Lars von Trier no se da cuenta de que cuanto muestra es el exceso de odio y exclusión de la sociedad patriarcal. La mujer no representa ningún peligro; es la mirada de Von Trier la que la ve así, acaso demasiado impulsada por los designios del Super-yo patriarcal.
A pesar de que la interpretación de las poéticas de artistas como Frida Kahlo, Andy Warhol, Francis Bacon, José Luis Cuevas, Robert Mapplethorpe, René Peña, Rocío García, Aymée García, Eduardo Hernández, y otros, no puede emprenderse sin atender los postulados de la teoría queer, el develamiento de las sublimaciones del machismo secular, la utilización artística de la parafernalia sadomasoquista, la poética gay o la parodia de la poética gay, el feminismo, etc., todavía hoy son escasos los estudios de género instrumentados en las artes visuales. Tal vez la razón tenga que ver con la cierta tendencia abstracta de la visualidad moderna y contemporánea, dada a grandes problemáticas del “hombre” y de la época. La crítica ha sido poco sagaz al no percibir, o percibir poco, la tamización o el filtro de esas “reflexiones mayores” por la perspectiva de género. De común, se reserva este tipo de estudios para artes más directamente conectadas con el pulso de la vida cotidiana, artes de naturaleza más analógica, o incluso dramática: el cine, el teatro, la narrativa.
En la más reciente producción de videoarte, más relacionada con la genealogía de las artes visuales que con el campo de la audiovisualidad propiamente dicho (problemática a la que dedicaremos una próxima entrega de A cuenta y riesgo), encontramos, sobre todo en la creación de mujeres artistas, una intensa perspectiva de género. El video de sesgo feminista no es privativo de las creadoras; está claro. De hecho, pensamiento feminista se aprecia en creadores como Antonioni, Humberto Solás, Woody Allen, Almodóvar, entre otros –frente al imaginario de cineastas como Martin Scorsese, cuyo cine se interesa mayormente por el descentramiento de la psicología masculina. En Cuba, hará un par de años, apareció un video realizado por un hombre, Javier Castro, donde se ofrecía una compleja perspectiva de género: en Dimensiones variables un grupo de mujeres mostraba a cámara el tamaño, por lo general dadivoso, con que preferían los penes. Javier evidenciaba el machismo asilado en la mentalidad de la mujer cubana y, en tal sentido, meditaba sobre el alcance de la hegemonía patriarcal, que consigue “convencer” hasta sus interlocutoras más “problemáticas”.
Pero tenemos un grupo de mujeres artistas que desanudan en sus videos el aliento del feminismo, sin excesos, sin acentos odiosos, con suma inteligencia. En Palimpsesto –es un ejemplo–, Aylée Ibáñez toma el sonido de un testimonio acerca de la salvaje violencia doméstica contra la mujer, y lo monta sobre imágenes performáticas de la propia artista, que aparece en poses y actitudes estilizadas, hasta extrañar y distanciar la posibilidad del morbo sentimental, mientras que conmueven aún más por vías del refinamiento cultural, cuando actúan la ironía o la conciencia dramática de la misma artista en relación con los sucesos comentados por la testimoniante. Marianela Orozco ha grabado en video varias performances donde la censura o el agobio existencial no atañen por igual a cualquier sujeto, sino que se experimentan de un modo particular cuando los sufre la mujer. En Camino, Marianela “desfila”, en ropa interior y tacones, sobre una tela de fieltro de cuarenta metros, para más tarde ser envuelta con la misma tela, y recogida, por un hombre y una mujer, que la montan en un vehículo y la desaparecen. Este trabajo es una brillante ironía hacia los dos extremos de actuación sobre la mujer: la veneración de un objeto de deseo glamoroso y excitante, el de la pasarela, y la anulación fiera, que la desconoce y pisotea. La artista resuelve en una impactante parábola los sentidos de subordinación históricamente reservados a su género. Algo que en Equilibrio se hace más acuciante y desesperante: la creadora trata de resistir, de preservar el equilibrio, entre dos barras compresoras. ¿Esa tensión por mantenerse a flote, bastante más dramática que el mero ejercicio deportivo, sería exactamente igual, en el mundo de hoy, a los efectos de un hombre? La videoperformance de Marianela parece decirnos que sobre su cabeza pesa mucho más, la oprime mucho más, que cuanto pudiera caer sobre hombros masculinos: la represión resulta doble.
El Humanismo clamaba por los valores del “hombre” en un sentido ecuménico, y se deslizaba en la trampa de entronizar un solo tipo de hombre (blanco, occidental, heterosexual, casi ario). El pensamiento y el imaginario artístico del tránsito de milenios está parado en sus trece, parado de punta –obsérvese que esta imagen es lo mismo balletística que militar–, en contra de la política de la segregación y el sometimiento disimulado. Hay que amar lo mismo la pelota que el ballet. Ir del lirio al azafrán. ¡Está bueno ya de hegemonías!
El sujeto sociocultural es hoy múltiple, performático y transversal. Tenemos el caso de María Regla, médico en la mañana, bicicletero en la tarde y travesti en la noche. María Regla se recorta, como un islote de libertad, sobre el cielo excluyente de una ciudad histriónicamente machista. Punir, señalar con un dedo a María Regla, es el modo liberador de decir: “Yo no tengo problemas; soy hombre, varón, masculino. El problema está allí; se llama María Regla”. Y luego, a las tres de la mañana, ese mismo castigador sale a rogar a María Regla que le haga favores sexuales, porque, hombre negro, alto, fornido, vestido de mujer, lo cierto es que María Regla debe tener un caballo grande, ande o no ande. Y vale la pena entonces hacerle de mujer a María Regla. El castigador social quiere ser la mujer de María Regla; para eso, tiene la coartada perfecta: María Regla está vestido de mujer.
El arte contemporáneo se ocupa hoy de María Regla; pero, más que de ella, se ocupa del verdadero travesti, del simulador; de ese montaje de máscaras y condiciones que comporta el sujeto contemporáneo, cuya riqueza de composición queda actualmente muy lejos de la linealidad o la identidad cerrada. ¿Por qué las sociedades contemporáneas, por qué hombres y mujeres, de distinta manera, siguen tan pendientes del caballo?, parece indagar hoy el arte, con mirada perpleja, entre el abatimiento, la impotencia y la certidumbre. Como sacudiéndose, de una vez, el fantasma del viejo y querido Freud.