PREGUNTAS Y RESPUESTAS DE UN CURADOR
Cuando me propusieron presentar Mirada de curador,1 libro de la crítica de arte y ensayista Corina Matamoros, me entusiasmó mucho esa posibilidad por la admiración y el cariño que siento hacia la autora. Una vez leído, supe que no estaba sólo frente a un conjunto de textos en su mayoría resultantes del ejercicio curatorial, sino ante el compendio de experiencias personales de una de nuestras audaces curadoras. Ella tiene el privilegio de haber visto crecer el Nuevo Arte Cubano desde dentro del proceso en el que se gestó, tejiendo con la habilidad de una araña la colección del Museo sobre ese movimiento que, a principios de los años 80, cambió el panorama experimental y de riesgo social de las artes plásticas del país, lo que no ha dejado de estar presente en las últimas décadas.
Mirada de curador posee una estructura peculiar pues no sigue un orden cronológico ni temático, pareciera que no hay orden. Lo hay, sin embargo, en el criterio de agrupar las exposiciones (curadas y no curadas por ella), y dos materiales inéditos, y también en lo más significativo, las notas finales que acompañan los textos donde apunta acerca de “las dificultades y enseñanzas que en cada caso pude extraer”. Notas muy personales que, además del valor emotivo, revelan un sentido didáctico en relación con las dificultades, aciertos y desaciertos de un proyecto curatorial desde su gestación hasta que pasa a formar parte del ambiente artístico que lo rodea. Y ello visto por Corina es doblemente interesante: su ejercicio es ético, atravesado por la lucha de legitimar jóvenes artistas, artistas olvidados y aquellos maestros más cercanos a su visión sobre el arte.
Tal ejercicio nos aproxima a una especialista que, por lo inquietante de sus reflexiones, las referencias personales y las memorias que la unen a cada labor expositiva, pareciera acercarse –a partir de un estilo refinado– a los intereses de un postcrítico que hace literatura desde su hábito curatorial, intuyendo pronósticos para un escenario artístico tan diverso, complejo y pujante como el cubano, pero también trabajando arduamente para que esos pronósticos se conviertan en realidad.
En una de las notas apunta Corina: “Los curadores tenemos que ser los mejores espectadores del mundo y aprender de todas las exposiciones, de sus aciertos y de sus errores. Llevamos por naturaleza, la vena implícita del crítico”. El suyo es un doble ejercicio de duda y reafirmación, un aprendizaje sin metodologías preestablecidas, emprendido con la humildad y la sencillez que la caracteriza, librando grandes batallas que por ser cotidianas se convierten en escaramuzas olvidadas con frecuencia en un contexto co- mo el cubano, de tan débil memoria.
En el libro se reúnen comentarios sobre muy diversas prácticas artísticas, a través de las cuales se evidencia una forma de trabajo que estudia con atención cada una como punto de partida de un proceso que concluirá con la exhibición de las obras. Hay cuatro ejemplos sobre los que deseo llamar la atención del lector, pues apuntan a direcciones diferentes, brindándonos la posibilidad de acercarnos a este particular universo que no se rige por reglas fijas; sus normas las dicta la capacidad y la sensibilidad del curador para comprender qué necesita cada poética, cada exposición y cada contexto.
En el caso de una muestra personal de Sandra Ceballos, Corina nos cuenta que una vez terminado el texto lo enseñó a la artista y ésta le comentó: “¿Cómo sabías que Emily Dickinson era mi poeta preferida?: –Pero no, no lo sabía, de alguna manera su obra de entonces me lo dijo. Un curador tiene que saber conectarse con la obra y con el artista”.
En ocasión de la preparación de una exposición personal del artista Moisés Finalé, su labor no residió en escribir el texto sino en hacer la cronología: “Fue una lección perfecta porque ese tipo de texto acarrea un trabajo enorme de búsqueda de datos, recolección de documentos, reconstrucción histórica y síntesis apreciable”. Y sucedió como ella señala: fue un ejercicio de modestia, al compartir el resultado de su encargo personal con voces autorizadas del escenario cultural cubano.
Junto a su entusiasmo como coleccionista ha sabido fijarse en las prácticas más emergentes, ello se aprecia en el texto sobre la obra de Luis o Miguel “Reporte de ilusiones”, basada en un arte relacional, de inserción social. La obra la deslumbró de tal manera que decidió escribir: “Un poco cansada de performance sin mucha garra, la conmoción que sentí en aquel solar yermo me hizo abrigar grandes esperanzas, vislumbrando otros caminos para el arte cubano. Un curador tiene que saber emocionarse”.
Por último, quizás una de las experiencias más complejas que el libro recoge, es la que nos cuenta sobre el trabajo alrededor de la muestra personal de Lázaro Saavedra, pues todo el que la visitó supo que allí faltaban algunas de sus obras más importantes. Conociendo de antemano que así sucedería, Corina decidió hacerla:
aún recurriendo a obras no tan adecuadas, aún consciente de muchos errores, para mí fue más importante llevar a Saavedra al contexto del Museo Nacional y decir –éste es el lugar de un gran artista–. La vanidad de hacer una buena curaduría no puede pasar por encima de la voluntad histórica de mostrar la grandeza de su obra. Sentí que esa exposición era un imperativo en el contexto cultural de la Isla, y arrastro sus errores con tristeza pero también con orgullo.
Tales reflexiones son un modelo de memoria que se ha formado bregando por más de dos décadas con la práctica artística, ayudándonos a comprender desde su propia vivencia cuán difícil es la labor del curador, cuán inestable es su certeza, así como la alta dosis de responsabilidad que pende de sus decisiones para escoger y legitimar qué posee y qué no posee valor artístico, en un presente plural y contaminado como el del arte.
Si el lector comienza por el prólogo descubrirá por qué para la autora la curaduría es: “un huracán de pasiones”. Ella toca las llagas que deja el trabajo curatorial, las insuficiencias, las improvisaciones, las pretensiones de curar por parte de “lo mismo funcionarios que amateurs […] los artistas que pueden y los que no pueden […] los críticos, los promotores, los representantes, los diletantes”, teniendo en cuenta que “El trabajo con la producción simbólica de nuestros contemporáneos es una de las tareas curatoriales más riesgosas que existen”.
Los modelos curatoriales abordados en el texto pueden incitar al lector de cualquier latitud a compartir la lectura del libro pues, aunque la labor de concebir exposiciones en los contextos periféricos es distinta desde que se imagina hasta su concreción, y presenta una dinámica particular cuando se articula en los centros rectores del arte –y aún cuando todo ello va en camino de ser tratado por los Estudios Postcoloniales, o sea de interés reciente en los Estudios Visuales–, falta una teoría que manifieste el valor de tales experiencias para fundamentar y proteger la producción artística de nuestros contextos, y consolidar sus interpretaciones.
Por lo general, en este libro sobresale la mirada personal en cada comentario a las diversas exposiciones, una experiencia transferible, que puede llegar al alma de cualquier curador, de un crítico de arte o de un historiador del arte, quienes saben como ningún otro especialista, del significado que posee la labor del curador, de los juicios que emergen de la memoria que va formando en el presente, sabiendo que esos juicios serán releídos y reevaluados en el futuro.
Si se me permite una última referencia –aunque no siempre coincido con sus elecciones, casi siempre coincido con sus criterios–, en este libro he asimilado mucho de la pasión y del talento de Corina para juzgar el arte, de su voluntad para defenderlo y, sobre todo, de su tolerancia para lograr, poco a poco, que aprendamos cómo hay que saber librar batallas que se puedan ganar.
Corina Matamoros: Mirada de curador, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2009.